El país era el mismo, de norte a sur y entre mar y cordillera. Se podía reconocer en las baldosas de las aceras, en el olor a harina tostada en las cercanías del Pasaje Matte de Santiago, en el cochayuyo de las playas, la simetría de las calles en las ciudades, la brisa de los atardeceres o en que llueve cuando el viento que sopla viene del norte. Y se sentía que, al reconocer el país, podía uno de nuevo reconocerse a sí mismo.
La dictadura tenía más de diez años y era ya no sólo la brutalidad criminal del golpe y la represión, sino los estragos que había causado. La sociedad estaba divida de arriba a abajo, diagonalmente, entre partidarios y opuestos a la dictadura: el golpe había escindido incluso a las familias. El éxito económico que se pretendió los primeros años se había derrumbado: el producto interno bruto per cápita cayó abruptamente desde 1982, en 1985 era inferior a lo que había llegado a ser doce años antes, en el último año del Gobierno de Allende, y estaba muy por debajo del de América Latina, sobre el que el país había estado tradicionalmente. La desocupación alcanzó niveles en el orden del 30 % de la fuerza de trabajo, paliada por programas gubernamentales vergonzosos: en los sectores acomodados de Santiago las calles eran barridas por trabajadores que vestían overoles de color rojo que, en la espalda, con grandes letras blancas, tenían la publicidad de un banco. Se habían desmantelado la educación y la salud públicas, la previsión y la seguridad social. La raya horizontal que separaba a quienes podían vivir con desahogo de quienes estaban bajo la línea de pobreza o la gran mayoría que pugnaba por no caer en ella, estaba marcada con un trazo grueso y bastante arriba en la escala social.
Las relaciones interpersonales se habían hecho cuidadosas y reducido a lo indispensable. Con todo, la desarticulación impuesta en los primeros años había ya empezado a remediarse: en las poblaciones la gente se reunía en torno a ollas comunes, en iniciativas para comprar juntos, en talleres que promovían el acercamiento, la acción común, las actividades recreativas, las expresiones culturales; escuché decir a un campesino en la ceremonia en la que recibió el premio ganado en un concurso de cuentos escritos por campesinos: Escribo porque no quiero morirme sin que se sepa lo que pienso. Lenta, pero persistentemente, lo que se dio en llamar el tejido social se recomponía.
La dictadura de la Junta Militar se había transformado en la dictadura militar autocrática de Pinochet, las discrepancias en la Junta habían llevado a la destitución del comandante en jefe de la Fuerza Aérea, la crisis económica provocó crispaciones y la búsqueda de una nuevo formula de política económica, el aislamiento y la presión internacional se acrecentaban, surgieron diferencias entre los sectores de derecha partícipes de la dictadura, el Ministerio del Interior le fue encomendado al personero más representativo de los partidos de derecha, quien, frente a las crecientes protestas populares y el deterioro de la situación, procuraría una vía política de solución, que incluyó la progresiva autorización para el retorno de exiliados.
Había algunas radioemisoras que se habían mantenido independientes, entre las que destacaba en particular una estación contraria a la dictadura; semanarios impresos que se sobreponían a la censura, las clausuras, la relegación de sus responsables, y llegó a haber un diario de circulación nacional expresivo de la oposición; la Iglesia católica desempeñaba un papel de protección a través de la Vicaría de la Solidaridad frente a las detenciones arbitrarias, la desaparición de personas o las relegaciones, y en sus recintos solían realizarse encuentros y reuniones; las agencias financieras internacionales y la solidaridad internacional habían permitido la creación de diversas organizaciones no gubernamentales que daban apoyo a los sectores populares y en las que se producían estudios, análisis y planteamientos críticos sobre la realidad nacional.
El descontento acentuado por la recesión se expresaba en huelgas, enfrentamientos callejeros con la policía, barricadas, bocinazos y golpeteo de cacerolas, que confluyeron en grandes jornadas de protesta, con manifestaciones multitudinarias y la convocatoria a paro nacional. Los partidos políticos se reorganizaban y fortalecían, se constituyó la Alianza Democrática con representación de sectores de derecha liberal, centro e izquierda, la que más tarde dio lugar a la Concertación de Partidos por el No.
El régimen se debatía entre quienes propugnaban el itinerario definido en la Constitución impuesta por Pinochet y la represión focalizada que recrudeció. En marzo de 1985 fueron secuestrados con indisimulado alarde policial tres profesionales ligados a la Asociación Gremial de Profesores y la Vicaría de la Solidaridad. Pocos días después, a media mañana, subí a un transporte colectivo y tuve la certeza de que algo grave había ocurrido: los pasajeros se veían todos lívidos, sombríos, rígidos, sin decir palabra alguna: los tres profesionales habían sido encontrados degollados en un sitio baldío; seis miembros del servicio secreto de Carabineros fueron procesados y condenados por asesinato y el director general de Carabineros debió renunciar a la Junta y pasó a retiro. En septiembre de 1986 fue el atentado contra Pinochet, en el que murieron cinco de sus escoltas; en la noche del día siguiente fueron asesinados en represalia cuatro opositores sacados violentamente de sus casas, y un quinto, abogado de presos políticos, libró de ser capturado gracias al sistema de alarma preventivo organizado en su vecindario.
La vida corriente se desenvolvía en un clima social en que todo era nebuloso, incierto, desconfiable, viscoso, en el que cada vez cualquier cosa podía ocurrir, y en el que cada gesto de entereza de las personas acrecentaba el rechazo a la arbitrariedad impositiva de la dictadura.
Entre la realidad social y el decurso emergente de la política, había además que asegurar la subsistencia. La Constitución impuesta por Pinochet prohibía a todos quienes definía como partidarios de la lucha de clases su desempeño en el sector público, las Universidades, la educación en general y los medios de comunicación. Por mi parte opté por iniciar una actividad comercial por cuenta propia en la que tuve de inicio un descalabro, pero en la que, a falta de otra posibilidad, resolví más tarde persistir.
Pude a la vez asegurar la reedición en Chile de una revista iniciada en México que, con el nombre de Convergencia, procuraba expresar a todos los sectores en que se había dividido el socialismo; aparte de los ejemplares que se distribuían por suscripción en el país y al extranjero, se enviaba una buena cantidad por carga aérea a México, de donde se distribuía además a corresponsales en distintos países.
En la oposición se fueron decantando cada vez más dos tendencias principales: por una parte quienes se proponían la derrota militar de la dictadura; por otra, quienes procuraban el desarrollo de una creciente oposición ciudadana que hiciera inviable su continuidad. La convocatoria del plebiscito previsto por la Constitución de Pinochet terminó de dejar clara la diferencia entre ambas opciones: la mayor parte de la oposición aceptó la reinscripción electoral, directamente de sus partidos políticos o mediante un partido común de carácter instrumental al que se dio el nombre de Partido por la Democracia.
Aun en el ambiente de tensiones e incertidumbres de aquellos años, había también la vida personal, de dedicaciones a la familia propia, de convivencia con amistades, de idas al estadio o al cine, y hasta de algunas vacaciones. Había sentido al regreso que se trataba para mí, una vez más, de un reinicio, como al volver de Francia o a la llegada al exilio, que junto con la necesidad de afrontar la situación tenía la oportunidad de reconsiderar lo que fuera necesario para mejor seguir en adelante. Entre algunos pocos efectos personales encontré parte de mis libros y, entre ellos, algunos escritos de adolescencia y juventud que me llevaron a rememorar lo que habían sido mis años transcurridos hasta y desde entonces.
En todo eso estaba cuando recibí una sorpresa de proporciones: en mi lugar de trabajo apareció Sofía. Todavía sin reponerme de la impresión, debo haber balbuceado su nombre temiendo que el espejismo se disipara. Nos habíamos reencontrado años antes durante un congreso en Panamá, y en esos días nos pusimos de acuerdo para comunicarnos al menos cada vez que nos ocurriera un cambio de ocupación, domicilio, país o estado civil...
— ¡Qué sorpresa! -puedo haber exclamado; y luego de abrazarnos nos miramos un rato, volvimos a abrazarnos y nos dimos un beso de narices, algo que había aprendido con ella.
— Cómo es que estás aquí -parece que sagazmente agregué luego, mientras tras el abrazo seguíamos reteniéndonos por la cintura.
— Me da gusto verte rodeado de libros -recuerdo que dijo ella, mirando en derredor; con lo que algo recapacité.
— Dame un minuto -debo haberme disculpado; encargué lo que estaba haciendo y, mientras la tomaba del brazo, anuncié que me retiraba: — Es una amiga querida - puede que haya explicado.
Nos fuimos a una cafetería cercana; y en el camino me respondió.
— Vine con mi marido a Buenos Aires...
Así es que volví a preguntar, algo más atinadamente:
— Y a qué se debe la alegría de tenerte aquí... .
— Quería verte -respondió, y agregó mi apellido, como también me llamaba a veces. Nos habíamos ya acomodado, nos interrumpimos para ordenar, y luego prosiguió:
— Recibo la revista, y quería ver cómo es todo esto, cómo es la realidad del país, cómo es que pueden hacer lo que hacen.
— ¿Viniste con tu marido? -consulté entonces.
— Vine sola -precisó — llegué anoche y me voy mañana en la noche.
— Veo que anduviste de compras -observé, por una bolsa que traía.
— Es que, más encima, en Argentina dicen que aquí todo es más barato, así es que se supone que es por eso que vine...
Conversamos el resto de la tarde, fui tratando de responder a todo lo que preguntaba, nos detuvimos frente a un kiosco de periódicos para comentar las informaciones de las portadas, compré un par de revistas para darle, nos sentamos un rato en otra cafetería, fuimos caminando hasta aquella calle donde estaba su departamento, hicimos recuerdos; ya al anochecer, regresamos por mi auto y la fui a dejar a la casa de sus amigos donde había llegado.
A la mañana siguiente encontré en el auto un pequeño paquete, que por cierto no era mío. Me asaltó la duda de qué hacer: probablemente se le había caído a Sofía, pero tal vez no era así, y no supe si dejarlo donde estaba; resolví que lo mejor era abrirlo para ver si por su contenido me aclaraba, y si no, consultar en todo caso a Sofía; abierto el paquete, procedí a llamarla.
— ¿Y qué tiene? -inquirió.
— Calzones -debí responder — un juego de tres calzones nuevos.
— ¡Uuuyy -exclamó —. En otros tiempos las damas dejaban caer un pañuelo...
Volvimos a encontrarnos ese día. Almorzamos juntos, compartimos el resto de la tarde, aproveché para llevarle algunos libros sobre la historia política del país, le di lo que por entonces había escrito sobre mis primeros amores, mis textos escolares y de juventud; y fui de nuevo a dejarla al aeropuerto, que ya desde unos cuantos años antes del golpe no era el mismo.
En mi primera ida a Chile, en octubre de 1983, para preparar nuestro regreso de familia, vi en una pequeña sala de teatro una obra actuada por una actriz destacada, Schlomit Baytelman, que me sorprendió pudiera representarse: ambientada en tiempos antiguos, no recuerdo si con base en algún pasaje bíblico pero en todo caso en el Cercano Oriente, era una defensa proclamada de viva voz sobre el derecho al tiranicidio, que terminaba con la actriz tampoco recuerdo si levantando entre sus dos manos alzadas su espada ensangrentada o directamente la cabeza decapitada del tirano. Cinco años después, en marzo de 1988, la Junta Militar proclamó a Pinochet como candidato para que, en el plebiscito de seis meses después, se resolviera entre su continuidad en el cargo por otros ocho años, opción Sí, o de lo contrario, opción No, para que se convocara a elecciones de Presidente por un período de cuatro años.
Para entonces ya se había restablecido el Registro Electoral, legalizado la inscripción de partidos e iniciado la inscripción de quienes, mayores de dieciocho años, podrían votar. La diferencia entre quienes estaban por inscribirse y quienes lo consideraban desde una ingenuidad hasta una capitulación, se acentuó. Poco a poco los medios de comunicación partidarios del régimen se habían ido abriendo a la información, por sesgada que fuera, de lo que sucedía en el ámbito político y los planteamientos de la oposición; ocurrió entonces algo que sería un hito: un canal de TV inició un programa de debate político con el nombre de De Cara al País, a una de cuyas emisiones se invitó a participar a representantes de la oposición: era primera vez que esto ocurriría en un programa de televisión y se generó gran expectación. Llegado el momento culmine del programa, el presidente del Partido por la Democracia, Ricardo Lagos, exclamó cuando se le quiso acallar: ¡Hablo por quince años de silencio...!; y luego emplazó directamente a Pinochet, de frente a la cámara, indicándolo con el dedo índice de la mano derecha en el primer plano de la pantalla: Y ahora (...) le promete al país otros ocho años, con tortura, con asesinato, con violación de derechos humanos (...) Usted va a tener que responder.
El país se conmovió: hubo lugares en que la gente salió a celebrar en las calles, y en los días siguientes el alborozo fue manifiesto en todas partes. El flujo de ciudadanos para inscribirse se acrecentó, y la Concertación por el No se dio a la tarea de preparar a los apoderados para cada mesa electoral y cada uno de los recintos de sufragio en todo el país.