La aventura comienza allí donde abrimos la página. Desde el principio el texto, sea cual fuere su género, nos adentra en el dédalo de una memoria escasamente frecuentada, en los entresijos de una experiencia apenas recorrida o desmenuzada. El autor queda disuelto, pero no solo en lo escrito; principalmente su peripecia se proyecta, hasta desparramarse de forma molecular, en el alma del lector que, activo y atento, habrá de completar el viaje en esa ósmosis que tiene lugar en el hecho, unívoco siempre y exclusivo aunque revista un carácter universal, de fundirse en esa masa verbal que, árbol adentro, crece en el interior de la conjunción resultante entre voz y palabra en el acto mismo de pronunciarse. Porque solo la palabra hace al hablante, pues esta, anterior al sujeto, constituye y articula, da origen y fundamento, al ser que la recibe.
Se despliega entonces una secuencia invisible: escenas repetidas u olvidadas retornan para dar sentido y emoción, sentimiento, profundidad y perspectiva, a todo aquello que en nuestra vida parecía no tenerlo.
Hablamos de la magia, del hechizo propio del chamán que, como fuente o manantial, fertiliza el lecho que conforma la rotación de los signos en el momento de la creación literaria.
Para tratar de estas y otras fenomenologías propias del espíritu que alumbra la escritura ha tenido lugar en Aviñón (Francia), casi como una réplica que siguiera el rastro de los grandes festivales de teatro, la primera edición de L'autre festival, celebrado entre los días 14 y 17 de febrero y dedicado al mundo del libro y la lectura. Entre otras figuras ampliamente reconocidas del panorama literario galo han participado el expresidente de la República Francesa, François Hollande, en un debate de alto voltaje político con motivo de la aparición de su libro Les Leçons du pouvoir; Gérard Gelas, director del teatro Chêne Noir y mentor principal de esta feliz iniciativa; la escritora y actriz Anny Duperey (uno todavía recuerda, admirado, su trabajo junto a Jean-Paul Belmondo en la película Stavisky, de Alain Resnais, con guion de Jorge Semprún); Franz-Olivier Giesbert, escritor y periodista, hombre riguroso que sorprendió a su auditorio con una intervención magnífica bajo el rótulo de L'importance des mots dans le journalisme; y por último, aunque no por ello menos importante, Jacques Pessis, gran amigo de Charles Aznavour, con quien mantuviera un sinfín de conversaciones plasmadas ahora en un volumen que ha recibido ya los primeros favores de la crítica francesa: Dialogue inachevé, firmado por ambos como autores del mismo.
Pero no solo de grandes nombres se ha nutrido este evento. Numerosos han sido los actores y actrices, narradores, poetas, ensayistas, editores y periodistas que se han volcado, con gran voluntad por su parte e ilusión creativa, en esta empresa que tiene por objeto (y cito literalmente a Guilaine Dileva, directora del festival) «reintegrar la escritura y la lectura a la sociedad actual. Sociedad que va muy desprisa, demasiado incluso, y en la que todo está masticado y predigerido, una sociedad que no deja lugar alguno a la imaginación, una sociedad que ya no se permite tiempo ninguno». Entre otras consideraciones, la filosofía de esta iniciativa pretende demostrar «la importancia de la escritura, base de toda creación, ya sea literaria, visual, mediática o digital. Sin escritura ni lectura, el teatro, el cine, la música, la publicidad y las redes sociales dejan de existir».
Tamaña afirmación no precisa de demostración ninguna. Sin embargo, es tal la indigencia mental hacia la que se encaminan nuestras «avanzadas» sociedades, que se hace necesario citar aquello que ya dijera Bertolt Brecht: «¿Qué tiempos son estos en que tenemos que defender lo obvio?»
Cuando lo «obvio», pues, resulta no ya necesario sino de todo punto imprescindible recordar, aparecen los escritores para decirlo, y hacerlo, además, bajo una forma en la cual el arte pueda reconocerse a sí mismo en los ojos y en la voz de los lectores.
¿Qué sería de nosotros en un mundo sin libros?
La respuesta a esta pregunta aún la tenemos en esa inolvidable película dirigida por François Truffaut: Fahrenheit 451, adaptación de la novela homónima escrita por Ray Bradbury. Un mundo cruel, de pesadilla acondicionada al capricho del poder de turno, no sería lo peor... Lo peor sería no contar siquiera con la posibilidad de reconocerse uno mismo en la casa del ser, que no es otra que la casa de la palabra.
Para servir a la palabra, y a través de ella a la verdad del mundo y del hombre, nació la escritura como una necesidad inalienable; brotaron los escritores... Algunos de ellos, famosos ya y bien integrados en la gran maquinaria editorial, no precisan de reseña alguna. Ya los grandes rotativos, cadenas de televisión y espacios radiofónicos se encargan puntualmente de mostrarnos su fortuna, que no es otra que la de su talento puesto al mejor precio del mercado. Pero hay otra clase de hacedores en la producción literaria que, poco conocidos, se revelan como eslabones importantes en la cadena narrativa. Son escritores que publican en sellos de carácter limitado, pequeñas editoriales en las que se refugian originales excelentes que no merecen la atención de la «gran industria», ocupada solo en ganar y acumular dinero para reproducirlo en las mejores condiciones que ofrezca la lonja. A veces, a esos creadores de ficciones, uno se los encuentra en estas ferias y/o congresos. Tal ha sido el caso del binomio formado por la pareja de Louise y Michel Caron. Este último es autor de una obra de teatro titulada La dernière nuit de Rosa Luxemburg, base sobre la cual se ha inspirado su esposa, Louise, para escribir una estupenda novela que se lee de una sola tirada: Hôtel Eden (La dernière nuit de Rosa Luxemburg).
Precisamente este año, centenario del asesinato de la brillante teórica y militante socialista, innumerables actos de conmemoración han tenido lugar en Alemania, Francia y España, —entre otros países europeos— para rendir homenaje a la que está considerada como la dirigente marxista más importante del siglo XX, acérrima antimilitarista, firme defensora de la democracia en el seno de la revolución y cuya obra, palpitante de vida y entusiasmo, sigue inspirando las ilusiones y los días en toda clase de esfuerzos.
Hallar, pues, una novela escrita con soltura y acierto, sensibilidad, así como provista de un sentido del ritmo poco común, no solo ha sido un gozo; supone, ante todo, reconocer un acto reivindicativo a la par que de reparación histórica hacia una de las figuras más dinámicas de la historia del socialismo revolucionario. El editor español (o iberoamericano) que incluya este título en su catálogo de novedades para la próxima primavera, logrará, a buen seguro, un notable éxito de crítica y público.
En general, y al menos en España, el espacio literario está demasiado ocupado por figuras inanes que nada tienen que decir. Son, en no pocos casos, escritores encumbrados por la especulación editorial, que, a imagen y semejanza de la usura inmobiliaria, tratan de vendernos bienes de segunda o tercera mano muy manidos y contrahechos ya, y cuyo único mérito —si así podemos llamarlo— no es otro que el de atraer la mirada de esa legión de condenados a las redes sociales carente de educación y amabilidad, y privada —además— de la virtud del silencio.
Cuando ministerios y consejerías de educación, así como empresas privadas, se preguntan sobre la mejor manera de promover los hábitos de lectura entre el gran público, una respuesta —entre otras que no cabe desdeñar— procede de este, tan oportuno como necesario, festival celebrado en Aviñón, ciudad con la que Barcelona debería estrechar lazos para hacer del sur de Europa un polo de desarrollo permanente y sostenible que atraiga talento, inversión y cultura. Es lo menos que podemos desear quienes vemos con creciente preocupación cómo el nacionalismo más ramplón y grosero, carente de proyecto, gana enteros en las principales bolsas europeas y en detrimento de un auténtico programa de futuro que nos reúna a todos.