Vine a Buenos Aires en 1925, cuando la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Mi padre había perdido su puesto de trabajo en el Ayuntamiento de Chantada, por sus ideas republicanas y su conocida militancia. Él decía que el exilio y el hambre son primos hermanos.
Yo tenía doce años al embarcarme con mis padres y mis seis hermanos, en aquel frío diciembre de 1924, hacia la incierta aventura de América. Dejamos la casa en el villorrio de A Touza, aldea de Santa María de Vilaquinte, al extremo sur de Lugo, cercana a la ribera del río Búbal, frontera sin aduanas para los paisanos que van y vienen por la agraria Ourense. No hubo tiempo para despedirse de la morada donde nací, ni de aquellos montes donde aprendiera el lenguaje de los pájaros y los secretos del agua, expresados en la lengua bebida en la leche de mi madre, Elena.
Yo no había visto el mar sino en láminas de revistas, en fotografías de periódicos que mi padre leía, en la ilustración de un calendario amarillento que colgaba a un costado de la lareira. Aquel mar gris de A Coruña me pareció amenazante, como si yo fuera a perderme en las fauces de la neblina que reptaba hacia el horizonte. Entonces fue la vez primera que lancé el ancla hacia la profundidad de mis recuerdos… Isabel, la moza de ojos verdes que vivía en Meixón Frío, dos años mayor que yo, con la que me había prometido para siempre, ignorando el abuso de lenguaje que lleva consigo aquel adverbio absoluto que el tiempo y el olvido disgregan. Isabel me bautizó como meu pegoreiro, que en gallego significa pastor de ovejas o de cabras montesinas, y es que a ella le conté el suceso, que me vino a la memoria sobre la cubierta del barco. Tenía yo siete años y me llevaba al monte las veinte ovejas, al clarear el alba, y debía regresar con ellas antes del ocaso. Una neblinosa tarde de mayo me entretuve buscando un escornaboi, o «cuernos de buey», como se denomina al más grande de los escarabajos de España. No logré atrapar ninguno, pero demasiado tarde me percaté que las primeras sombras del crepúsculo anunciaban el preludio de noche inminente. Reuní mis ovejas y apuré el paso. En una quebrada se despeñó uno de los dos corderos del rebaño. Luché por rescatarlo, pero la hondonada y los matorrales me lo impidieron. Había que regresar a casa antes de perder otra oveja. Mi padre me dio varios azotes sobre las piernas desnudas, mientras mi madre callaba la pena del castigo y el rencor de la pérdida, lamentable para la modesta hacienda. Desde entonces, cualquier dolor o frustración que pude infligir a alguien, tuvo el rostro desolado de la angustia femenina, la cara de mi madre, con su negra pañoleta…
(Ahora que estoy viejo, cuando alguien me pregunta, aquí en Chile, ¿cuál ha sido su primer oficio?, respondo sin vacilar: pegoreiro).
Hubo otro recuerdo que persistió en mi memoria, que aún hoy vuelve en mis sueños, a menudo expresado en metáforas de simbología onírica. Es un juguete, el único que recibí en mi infancia. El tío cura, hermano de mi padre, volvió de un encuentro sacerdotal en Madrid, allá por 1920. Trajo regalos para todos; el mío fue una locomotora de latón, negra y dorada, con su airosa chimenea y sus grandes ruedas plateadas. Olía a pintura y a metal, una mezcla de aromas que a veces percibo en situaciones casuales y que me retrotrae a esos días felices en que jugaba con ella en los rincones de la casa, después de mis deberes de pequeño estudiante y pastor. Construí una estación para guardarla, hecha con maderas de desecho y la bauticé «Estación A Touza», con letras hechas mediante un trozo de carboncillo.
El día de nuestra partida me di maña para introducirla en mi maleta de cartón, pero mi madre no permitió que la llevara; había cosas y utensilios más necesarios que aquel remedo infantil de máquina a vapor. La dejé en manos de mi amigo Maduro: «Cúidala» le dije, «volveré pronto por ella». Los trenes fueron para mí, desde entonces, el medio mágico de los viajes. En los años 50 de este siglo, compré en Santiago de Chile, para mis hijos ya crecidos, una locomotora eléctrica con sus carros, rieles, señales y estaciones en miniatura. Fue el juguete llegado a destiempo, sin el júbilo del primer asombro (en 1981, cuando tuve ocasión de volver a Galicia como visitante ocasional, me encontré con Maduro y le inquirí por aquel juguete de antaño. Me miró con extrañeza, respondiéndome que no recordaba aquella anécdota trivial).
El viaje a Sudamérica me parece hoy un sueño remoto, con ribetes de pesadilla. Creo que mi memoria se aferra en esos espacios del tiempo a la misericordia del olvido. Después de larguísima travesía, la enorme ciudad del Plata pareció tragarnos en el pasmo de sus fauces de acero y cemento. Buenos Aires era la desmesura abigarrada de la tierra. «Hay que vivirlo», les he dicho muchas veces a mis ocho hijos, «para saber lo que eso significa en el alma de un niño desterronado de súbito, como carvallo joven que se arranca del limo originario».
Vivimos nueve años en Buenos Aires. Mi padre tenía un hermano que regentaba un almacén de menestras en el barrio de Chacarita. Allí nos instalamos, en una vieja casa de tres pisos. Recuerdo los cálidos y húmedos veranos del Plata, las noches en el jardín, mientras nos mojábamos, mis hermanos y yo, para apaciguar la canícula. También las visitas a la biblioteca del Centro Gallego, en Belgrano, en busca de libros que volvieran a conectarme con la pequeña patria atlántica.
Completé mis estudios en la secundaria. Mi padre me instó a estudiar Contabilidad y Comercio. Me hice contable, a mi pesar, porque hubiese querido estudiar la carrera de Letras, pero había que decidirse por un oficio práctico y de buenas expectativas. He trabajado toda mi vida en los números, pero ellos no me han sido propicios ni concretaron sus extraños guarismos en cifras de fortuna personal.
En 1933, nuestro hermano mayor consiguió un promisorio empleo como gerente de una compañía de turismo en Chile. Partimos en abril de ese año, al que sería nuestro último destino. En Argentina se hablaba del «país trasandino» como de un derrotero pobre, muy lejano a la opulencia europeizada de la gran Buenos Aires. Tres años más tarde, cuando se iniciaba nuestra guerra incivil, conocería a la mujer que iba a ser mi esposa, con la que he cumplido ahora mismo sesenta años de matrimonio. Nos casamos en octubre de 1938, cuando la República Española perdía, irremediablemente, la contienda. El 3 de agosto de 1939, nueve días antes de que naciera mi primer hijo, Antonio, arribó al puerto de Valparaíso el vapor Winnipeg, con su preciosa carga de dos mil trescientos exiliados españoles. Con un grupo de amigos republicanos y chilenos demócratas, fuimos a recibirles. Estaría demás adjetivar aquí aquellas emociones… Un año después arribaría a Chile un testigo privilegiado de la República en América del Sur: Ramón Suárez Picallo.
El tiempo se precipita como una cachoeira incontrolable. Trabajé durante veinticinco años como contable en una empresa franco-chilena. No medré como esperaba; el dinero se escurría entre mis manos, consumido por las crecientes necesidades de una familia numerosa, y por mi propia imprevisión. Renuncié a mi puesto y emprendí un negocio de ferretería que se vislumbraba auspicioso. A los cinco años conocí la desesperación corrosiva de la quiebra. Estuve al borde de una decisión extrema, pero logramos salir a flote, aunque heridos por la huella del naufragio económico, que nuestra sociedad no perdona (tampoco la propia tribu), a menos que alcances, mediante un golpe de fortuna, la resbalosa lotería del bienestar. Supe de la falacia de aquel sueño de prosperidad, que se pregona como nimbo dorado del emigrante español en América, y que sólo toca a unos pocos elegidos de la diosa fortuna.
Como a la mayoría de los varones españoles asentados en América, me aficioné a la caza y a la pesca. De hecho, mi padre cazaba en los campos de Quiroga y en Os Ancares. Aquello entristecía a mi madre, porque él se ausentaba a veces por una semana completa. Yo escuché rumores de los vecinos de que tendría alguna otra querencia fuera de casa, y parece que era cierto.
Ahora me pregunto de dónde vendrá nuestro amor por la escopeta, nuestra afición a las armas de fuego. Según Hemingway, tiene que ver con esa proclividad a desafiar la muerte, que él asocia con el ser español, identificándolo con la pasión por la tauromaquia, aun cuando soslaya que en España hay una enorme diversidad cultural y de visiones del mundo y que lo español aún no ha sido dilucidado. El tío cura –lo recuerdo bien- opinaba que el gallego y el asturiano, en general, no se sienten atraídos por el toreo; que más bien lo repudian, sin entender cómo se puede zaherir y matar impunemente a un animal tan beneficioso para la economía familiar, para esa facenda que constituye el principal patrimonio en nuestro mundo campesino.
He tenido en Chile pocos amigos españoles. Más bien me he relacionado con los parientes de mi mujer, gentes de la provincia agrícola, huasos, como les llaman aquí, entusiastas de la caza y de la pesca, amantes del caballo y sus destrezas… Con ellos he disfrutado largas cacerías y excursiones a la montaña, asados y condumios, fiestas familiares, partidas de naipes hasta la madrugada. ¿Y los españoles de Chile? Bueno, salvo contadas excepciones y algunos viejos amigos de la colectividad gallega, siento que los hispanos de este país, en especial aquellos que han accedido a posiciones económicas de privilegio, se aferran a un pasado que ya superamos –felizmente- y les cuesta entender la nueva realidad española, inserta en una Europa pujante, como la vaticinaron Ortega y Gasset y otros ilustres intelectuales de las generaciones del 98 y del 27, muchos de cuyos hijos de ambos exilios, el económico y el ideológico, trajeron a Chile la luz y la semilla de la razón.
No se apagará mi amor por la España libertaria y republicana. En este sentido, creo que nuestro patrimonio histórico y cultural tiene su base en las palabras, como lo dice y canta Pablo Neruda: ¡Qué gran idioma el mío!, ¡qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos! Todo se lo llevaron y nos dejaron todo: nos dejaron las palabras, como piedrecitas resplandecientes: el idioma. La más universal de las lenguas peninsulares es, sin duda, el castellano, que hoy lleva el genérico nombre de español, pero están las otras: la mía de la infancia, el gallego, padre del portugués; el catalán de raíces francas; y el enigmático euskera o vascuense.
El tiempo que yo lograba hurtar a las horas acuciantes de labor contable, lo consumía con agrado en la huerta o en el jardín, acompañado de árboles y plantas, silenciosos camaradas que esperan, sin decirlo, tus solícitos cuidados. Algún día mis nietos o biznietos contarán la historia del limonero, mi último amigo-árbol que aún me acompaña. Desde que diera sus primeros frutos, hace quince años, cada invierno agrega siete nuevos limones a su insólita y creciente cosecha. Hoy está como yo, cargado de años y de retoños, despidiéndose de mí en el cabalístico y secreto lenguaje de la cifra siete (quizá debí haber jugado al azar de sus múltiplos herméticos, pero ya es tarde para eso).
No todo es dolor y frustración en la ardua memoria de los días. He visto crecer a nuestros hijos y nietos y biznietos en una tierra que ya no me es extraña; ellos se transformaron en mis nuevas raíces existenciales. Disfruto la compañía de estos niños que prolongan nuestros anhelos, con los que camino por el parque de mi vecindad, narrándoles historias antiguas, algunas reales, otras inventadas, todas ellas enhebradas para incitarles al júbilo de comprender. ¿Y qué somos sino palabras hechas historias que alguien cuenta desde el corazón del universo?
Escucho la voz pausada y cadenciosa de mi mujer, leyendo en la sobremesa, con perfecta dicción, los libros que llenaron los ámbitos de la Casa –ésos que leíamos cada noche- para sembrar en los vástagos el perdurable amor por la palabra creadora: Cervantes, Quevedo, Rosalía, Machado, Unamuno, Ortega, Lorca, Hernández, Castelao. Mis hijos aprendieron a amar ese genio multifacético de las Españas, que yo recibí de mis progenitores y que traspasé, sin proponérmelo entonces, a estos criollos y mestizos del mítico reino transcontinental donde «no se ponía el sol». Ellos son chilenos y españoles, hijos de dos patrias, en un sentido de acervo y herencia culturales; también de apegos y de nostalgias.
Recuerdo unos breves cursos de Filosofía contemporánea, impartidos por don José Ortega y Gasset en Buenos Aires, a los que asistí, con mis hermanos Manuel y José María; recuerdo, asimismo, aquel Congreso de la Emigración Gallega, en julio de 1956, en Buenos Aires, donde me reencontré con Eduardo Blanco Amor y con Ramón Suárez Picallo… Al hijo de Sada solía encontrármelo en Exprinter, la casa de turismo y de cambio de mis hermanos Manuel y José María… Yo le invitaba a un café en el Haití… Si era viernes, bebíamos unas copas de tinto Concha y Toro en el Bar Unión, donde nos topábamos con algunos viejos republicanos… Yo comentaba alguna de las crónicas de Ramón y a veces discutíamos, porque a mí no me gustaba cierta complacencia admirativa suya respecto de los norteamericanos… Suárez Picallo me apabullaba; era tan buen orador como cronista.
Oigo a uno de mis hijos recitar poemas de Rosalía o de Curros Enríquez, el hijo pródigo y díscolo de Celanova, en nuestra vieja lengua campesina y marinera. Es otro eslabón con la memoria de la tribu. A él encomendé que buscara en A Touza el nido de las golondrinas estrelladas. Me ha dicho que las vio volar, airosas, en el pasado mayo. Aunque se trate de un poeta imaginativo, no dudaré aquí de su testimonio, que se corresponde con los versos de Curros:
¿Quién vio desde su cárcel
cruzar la golondrina
y rápida hasta el cielo
su vuelo remontar,
que no envidió esas alas
al ave peregrina,
para, en igual anhelo,
tan rápido volar?
Se me hizo hábito estar la mayor parte del tiempo de pie, como quien parece aguardar el inminente regreso, la vuelta definitiva a los eidos de la infancia, costumbre que apenas han menguado los achaques de la vejez, aunque ahora siento cómo el cuerpo busca ya el lecho de la tierra, después de haber tenido menos reposo que el alma, o lo que nos resta de ella, escindidos entre dos mundos, entre dos amores, entre dos nostalgias irremediables. Este doble destierro asume secretos símbolos en cada uno de nosotros, islas que somos en el archipiélago interminable de la diáspora.
Esposa chilena de raíces castellanas tuve. Engendramos ocho hijos, treinta y seis nietos y cincuenta y seis biznietos: cien individuos para renovar la estirpe. ¿Quién podría dudar hoy de mi triunfo y de mi riqueza?
Escrito el 12 de febrero de 2019, aniversario 107 del nacimiento de mi padre