«Para mi amada, Elvira R. S.
Miré alrededor con desconcierto. Observé los árboles, sus sombras, la suave inclinación de las ramas. Fui consciente del breve tintineo de las hojas.
Reparé en la tierra del camino. Ahora seco, en otro tiempo surcado por huellas repetidas.
Me entretuve en contemplar el río, el fluir calmado de las aguas, los juncos vigilantes en la orilla… y recordé…
Recordé… Frente al río… Sentí la lluvia del otoño en los cabellos; el frío del invierno en los zapatos; el asombro del aroma y del color en primavera.
Te recordé y comprobé, una vez más, que la herida sigue abierta.Acabo de llegar de mi paseo diario por «nuestro camino». No he faltado un solo día durante años, desde que te marchaste no sé adónde.
Si sigues viva, te habrás convertido en una anciana, al igual que yo, rondando los ochenta. Anciana, sí, pero preciosa, de eso estoy bien seguro. Ni las canas ni las arrugas ni los kilos de más o de menos que ahora conformen tu cuerpo, podrían robarte un ápice de hermosura, mi princesa.
Quisiera verte una vez más, pero no sé dónde buscarte, aparte de intentarlo cada día en nuestro camino y repetir las huellas con las que sellábamos nuestros encuentros.
Hace años que enviudé. No tuve hijos. Hasta ahora me las he arreglado bien solo. Pero desde hace un tiempo mi salud se resiente, necesito que se ocupen de mis comidas, de mi aseo y, sobre todo, necesito compañía. Pasado mañana ingreso en Villa Mieles, un centro para la tercera edad. Es curioso, porque en mi interior me sigo sintiendo joven. Ya… el espejo no dice lo mismo (jodidas burlas de la vida). Si al menos te tuviese a ti…
Esta tarde, durante el paseo por nuestro camino, he tomado una decisión, amor mío. Una decisión quizá infantil, absurda, desesperada tal vez. Como fue nuestra relación: breve, intensa, a escondidas; un juego de locos al que jugamos arriesgándolo todo para acabar por no arriesgar nada. Así nos perdimos el uno del otro, literalmente, como en un sueño absurdo, cruel y cobarde.
Pues bien, esto es lo que haré mañana: cogeré la cajita de música que me regalaste (y todavía funciona); dentro de ella guardaré esta carta. Envolveré la cajita con un plástico de esos que parecen que tienen burbujas y se utilizan para proteger las cosas frágiles. Tengo la firme intención de dejarla bien oculta al lado de la roca donde a menudo nos sentábamos, al abrigo del árbol donde podíamos besarnos sin ser vistos. No sé cómo me las voy a arreglar para hacer un hueco en el suelo lo suficientemente grande para que quepa el envoltorio. Tal vez le pida a Pedrito, el nieto de los vecinos, que me acompañe, con cualquier excusa. Luego le retaré, como si de un juego se tratase, a que excave el agujero. Cuando deje al chaval con sus abuelos, regresaré todo lo rápido que estas pobres piernas me lo permitan y concluiré mi plan. Guardaré dentro de ese agujero la cajita con la carta, la prueba del amor que vivimos y que todavía late dentro de mí.
Ya sé, he comenzado reconociéndolo, que es una decisión que raya la locura. Nadie en su sano juicio pretendería lo que yo pretendo al hacer esto: que un día (no muy lejano, porque el tiempo ya no avanza a nuestro favor) regreses a nuestro camino, te sientes a descansar sobre esa roca y (juro que no sé cómo se las arreglaría el destino) descubras la cajita de música. Entonces, si esto ocurre, como por arte de magia, (ya sé, ya sé, que el destino lo tiene muy difícil y necesitaría hacer malabares) y tú lees esta carta… ¡Ay! Tiemblo de gozo y dolor al mismo tiempo. Gozo, porque así tú sabrás que nunca dejé de amarte; dolor, porque no estaré allí para contemplar la expresión de tu rostro.
He vivido una buena vida. No me puedo quejar. Me casé con una mujer que me quería de verdad. He intentado ser un buen marido. Pero nunca pude ni quise apartarte de mi corazón.
Pasado mañana dejaré mi hogar para siempre. No volveré a repetir las huellas de nuestro camino. Mereció la pena amarte. Ojalá hubiese sabido retenerte a mi lado».
Ricardo Abril Honrado (27 de abril de 1988)
Yo, hija única de Elvira Redondo de Silva, doy fe de que el destino obró el milagro que tan fervientemente deseaba Ricardo.
Llevaba años (desde que mi padre falleció) insistiéndole a mi madre en que viniese a vivir conmigo y mi familia (mi marido y mi hija, que a sus seis años solo había visto a su abuela en las Navidades y eso porque siempre hemos sido nosotros los nos hemos desplazado a su casa). Mi madre se las había ingeniado toda la vida para justificar de un modo u otro su negativa a volver a esta ciudad.
El primer domingo de mayo, como todos los años, la llamé para felicitarle el Día de las madres.
— Felicidades, mamá. ¿Cómo te encuentras?
Como respuesta, me lanzó a bocajarro una pregunta:
— ¿Sigue en pie el ofrecimiento de que vaya a vivir con vosotros?
— Sabes que sí, mamá. ¿Por…?
— Probaré un tiempo. No te prometo nada.
— Claro, claro... Como tú quieras - no salía de mi asombro.
— En una semana me tenéis allí.
— ¿Te ha ocurrido algo, mamá? ¿Estás enferma?- tanta premura me estaba preocupando.
— Estoy bien, hija. Solo que desde hace unos días me siento inquieta; esta casa, esta soledad, han comenzado a pesarme demasiado. Y…
— ¿Sí, mamá?
— Me invade una urgencia extraña de volver allí. Después de todo, me he dicho, qué tiene de malo vivir el último tramo de la vida en el lugar que me vio nacer.
— Mamá, no sabes lo feliz que me haces. Dime cuándo quieres que vayamos a por ti.
— No hace falta. De momento, solo me llevaré una maleta con lo más necesario. Cogeré el autobús del sábado.
Dicho y hecho. Llegó al sábado siguiente. El domingo por la mañana salimos las dos con mi hija. Mi madre se empeñó en ir a un lugar concreto del río, bastante apartado de la zona por la que suele pasear la gente. Yo la notaba ausente. Si tenía que responderme, lo hacía con monosílabos. Después de recorrer varias veces el mismo camino con la mirada puesta en el suelo, se dirigió hacia el árbol más frondoso que había por allí y se sentó en una roca con la superficie bastante plana. Nosotras la imitamos.
— ¿Estás bien, mamá? Pareces preocupada-le dije cogiéndole una mano.
— Recuerdos, hija, recuerdos- se le escaparon algunas lágrimas.
Mientras tanto, Laurita jugaba a excavar agujeros con un palo. Yo seguí sujetando la mano de mi madre y guardé silencio. Intuía que debía respetar un dolor profundo cuya causa desconocía.
— ¡He encontrado un tesoro!- gritó Laurita.
Entusiasmada, me mostró un envoltorio de plástico. Al desenvolverlo, apareció una preciosa cajita de música. Mi madre no se había molestado en prestar atención al descubrimiento; de espaldas a nosotras, miraba ensimismada el fluir del río. Al levantar la tapa, apareció la miniatura de una pareja ataviada con vestimenta nupcial. Giré la pequeña llave para darle cuerda, sonó un vals y las figuritas enlazadas de los novios comenzaron a girar. Fue al oír la música cuando ella dio un respingo, se volvió y me arrebató la caja.
— Es…es nuestra cajita de música. No puedo creerlo. ¿De dónde la habéis sacado?- la expresión desconcertada de su rostro y la voz entrecortada por la emoción la hacían parecer una niña indefensa. Mi madre, siempre tan celosa de sus emociones, de su mundo interior al que nunca tuve acceso. No, esa no era la madre que ahora tenía delante. ¿Qué estaba ocurriendo?
— La ha encontrado Laurita, excavando ahí mismo, en el suelo.
— Se la regalé yo - murmuró sin apartar la mirada de los bailarines —. Nos representan a nosotros. Quiero que la conserves siempre, le dije, y que te imagines que somos tú y yo bailando en «nuestro camino», besándonos en «nuestra roca». ¿Quién la habrá escondido aquí? Tuvo que ser él. Solo él sabía que este era nuestro lugar secreto. ¿La habrá dejado en señal de despedida? Pero despedirse, ¿por qué? ¿Porque deseaba apartarme de su vida para siempre? La cajita no se ve deteriorada. No puede llevar escondida mucho tiempo. ¡Oh Dios mío, Ricardo! ¿No la habrás dejado aquí para morirte? ¿No se te habrá ocurrido morirte sin decirme adiós?
Abrazada a la cajita de música, balanceaba su cuerpo hacia delante y atrás en un estado de enajenación. En uno de esos vaivenes se abrió el cajoncito que servía de base y apareció la carta.
— Mamá, cálmate. ¿Quién es ese Ricardo que temes se haya muerto sin despedirse de ti? Mira, aquí dentro hay un papel escrito.
Se calmó al oír estas palabras. Enseguida sacó del bolso sus gafas y leyó la carta con avidez, en silencio. Yo le ofrecía de vez en cuando pañuelos de papel para que se limpiara las lágrimas que no paraban de rodar por sus mejillas. Cuando llegó al final, se le iluminó la mirada.
— ¡Está vivo! Tiene que estarlo. Según la carta, la cajita de música la ocultó el 28 de abril de este año y hoy estamos a 8 de mayo. ¡Han pasado muy pocos días! Tengo que ir a verlo enseguida. No puedo perder más tiempo.
Laura, asustada, observaba en silencio a su abuela. Yo había perdido la paciencia. Ya estaba bien de misterios. Tenía que saber. Mi madre me dejó leer la carta. No me atreví a hacerle preguntas. Comprendí que se trataba de un amor al que tuvo que renunciar y al que nunca había olvidado. Dejé que ella me contase lo que quisiera, que fue más bien poco. Al parecer la diferencia de clases había sido la causa de que aquella relación estuviese prohibida. Mis abuelos, herederos de negocios prósperos, tenían otros planes para Elvira (también hija única como yo). A pesar de las prohibiciones y castigos a los que la sometieron para evitar los encuentros de su hija con aquel «muerto de hambre», los dos jóvenes se las ingeniaron para seguir viéndose a escondidas en aquel tramo del río. Elvira juró que si no se casaba con él, no se casaría con nadie. Sus padres decidieron trasladarse lejos de allí, a otra ciudad donde también tenían negocios. Durante mucho tiempo, ella esperó que él viniese a buscarla. Pero no lo hizo. Ahora conocía la razón: nunca logró averiguar a dónde se la habían llevado.
La Mieles es un centro para la tercera edad situado en una colina a las afueras, en el extremo de la ciudad opuesto al río.
Lo preparé todo ese mismo domingo, después de comer, mientras mi madre dormía la siesta. Fui al centro, hablé con una de las cuidadoras y le pedí ayuda para darle a Ricardo la sorpresa. A las siete de la tarde Ricardo debía estar sentado en una de las terracitas más apartadas del jardín.
Le dije a mi madre que se pusiera guapa y metiera la cajita de música en el bolso. Íbamos a darle una sorpresa a Ricardo. No cabía en sí de alegría, me abrazó con fuerza y me dio las gracias.
Llegamos inquietas, como niñas traviesas, más unidas que nunca. La dejé en la entrada del jardín indicándole donde estaba sentado. Desde el otro extremo, pude observarla sin que ella me viera. Se acercó lentamente. Se situó a su espalda. Él ni se percató. Parecía muy sumido en sus pensamientos. Elvira abrió la cajita, apareció la pareja de bailarines, sonó la música, se inclinó y le susurró algo al oído.
La llegada de mi aliada, la cuidadora, distrajo un momento mi atención. Lo que contemplé después ¡fue tan hermoso! Elvira y Ricardo intentando ejecutar los pasos del vals. Sus cuerpos enlazados, al fin, mirándose y sonriendo como solo se miran y sonríen los enamorados.