En definitiva, aquella relectura heraclitiana de que todo se transforma, y al mismo tiempo, permanece, es la provocación que deja apreciar la Bienal Tridimensional 2018, en el Museo Municipal de Cartago, Costa Rica; como también el Salón de la Asociación Nacional de Escultores Costarricenses (ANESCO) 2018, Centro de Conservación e Investigación en Patrimonio, San José; ambas muestras inauguradas en noviembre del presente año.
Ya lo predecían los teóricos como Gui Bonsiepe (Escuela de Ulm, Alemania), en el último tracto de siglo pasado, al afirmar que, con el auge de la tecnología, a las profesiones que no investigan ni innovan sobre su quehacer, les ocurriría lo mismo que a los copistas preguterberguianos con la invención de la imprenta de tipos móviles, estarían destinadas a desaparecer. Valorando ambos eventos colectivos, me da la certeza que el arte persiste, aunque cambien los medios e instrumentos de producción, en esta revolución del «eterno entendimiento», como llamaría Goethe a la primordial acción del individuo creativo de transformar su entorno.
Antecedentes
El redimensionamiento del fruto artístico, empezó hace más de un siglo atrás, 1916, con la actitud del artista dadá de cuestionar las raíces mismas del arte. El Povera, a mediados de los años sesenta, propuso reencontrarnos con la naturaleza, y explorar los cambios progresivos que afectaba la obra ubicándola en la categoría de lo efímero. Se tiene memoria del arte de Mario Merz, Janis Kounellis, Alberto Burri, Piero Manzoni, Antonio Tàpies, sensibilidades de un artista que cuestiona y se auto-cuestiona al observar lo manifestado. El arte Pop distinguió un objeto que — a diferencia del ready made duchampiano de hace un siglo—, era abastecido por la tensión de lo mercantil: Andy Warhol, con sus numerales corriendo en el comercio mundial, Wall Street Center de Nueva York. El Conceptualismo de inicios de los setenta, anunció que la idea, el concepto, era superior a la técnica, y que el proceso era en sí la obra misma.
Decía en otro comentario del Salón ANESCO que éstas son fracturas, puntos de inflexión imbricados por las últimas tendencias, entre éstas el arte político, para superar el arraigo de las primeras vanguardias: Abstracción y el Constructivismo originados en Rusia. El arte Concreto, el Minimalismo, tuvieron a grandes provocadores de sentido en Eduardo Chillida, Arnaldo Pomodoro, Richard Serra, entre otros grandes de la escultura contemporánea. El Informalismo introdujo lo grotesco, la subjetividad, encontrado en Jean Fautrier, o, Jean Dubuffet, con sus fundamentales esculturas en movimiento de los ochenta, soportando un nuevo lenguaje para lo tridimensional.
Un ejemplo de tal remezón, en la cultura local hace casi cincuenta años atrás, lo marcó el connacional Juan Luis Rodríguez Sibaja, al ganar el Gran Premio de la Bienal de París, con El Combate, 1969, una instalación: construyó un ring de boxeo con alambre de púa, tablas y tela. Talló en hielo, teñido de rojo, un enorme signo de interrogación, y un pedestal en hielo negro (recuérdese que rojo y negro son simbolismos de lo bélico y revolucionario) materias que, al diluirse, formaba un charco como de sangre vertida en el cuadrilátero. Incorporó registros sonoros con el canto De pie, camaradas, tonada de la resistencia francesa, a lo cual agregó el golpeteo de los pasos de militares invasores llevándose a los judíos a los campos de exterminio. Un discurso aguerrido, provocador, como manifestación de lo político, abrió un cruce de fuego en la reyerta del arte, que lo volvió perdurable. En esa década Europa vivía la posguerra e inestabilidad en la estructura social, terreno para las confrontaciones obreras y estudiantiles como las del Mayo 68, capítulos imborrables en la historia de la humanidad.
El artista introduce materiales que subvierten la pieza, la desestabilizan, agregando una importante dosis de incertidumbre, de aquello que no se sabe, y que, en el arte del pasado, los escultores prevenían a toda costa. Hoy en día, al contrario, es un ingrediente de la sopa del arte que agrega sustancia y sabor.
Antecedentes domésticos
En los años ochenta, la Primera Bienal de Pintura L&S, 1984, bajó a la pintura del estrado en que había sido elevada desde la creación de los primeros museos de arte, la obra premiada fue un batik de Lil Mena. Ese cisma volvió a dar su remezón con la Primera Bienal de Escultura de la Cervecería Costa Rica, 1994, cuando el premio del Salón Abierto lo ganó la instalación: De vidrio la Cabecera, de la desaparecida Virginia Pérez-Ratton. En la segunda edición fue premiada Amor punzante noche tras noche, de Pedro Arrieta; ambas utilizaban un viejo catre, el de Pérez era de vidrio, representando la fragilidad en las relaciones personales, pero el de Arrieta contenía dos almohadones en forma de corazón, rojo (simbolismo de pasión), con aguijones, simbolizando lo espinoso del matrimonio. Años después, en el entorno de la Primera Bienarte, fue concedido a Arrieta el premio por la instalación Fútbol con Dengue, 1997.
Importa considerar puntos de quiebre de los noventa e inicios del 2000: la Bienal de Arte Experimental Francisco Amighetti (Bienal del Chunche) en el Centro Culturas Costarricense Norteamericano, provocó desencuentros cuando se discutía la muerte de la pintura. Incluso tuvo lugar una convocatoria a la Bienal de Escultura auspiciada por la empresa BGT, en la Galería Nacional, pero que no llegó a cambiar la situación. También se realizó El artista y los Objetos, ganado por Guillermo Tovar con una pieza de presencia execrable. Todos estos eventos ocurrieron en la coyuntura del paso de siglo y milenio, cuando el mundo ponía sus miradas en los discursos de punta matizados por lo conceptual.
El Gran Premio de la Bienal Tridimensional
El Gran Premio de la Bienal Tridimensional de Cartago, lo obtuvo la pieza 86 Hz, 2018, de Alessandro Valerio, instalación con piedras, arena, y bichos, incluido el zumbido de las cigarras, grabado en un audio. Importa afirmar que el arte actual, en gran medida, mira hacia la naturaleza, la afecta: Un puñado de insectos pululan sobre las rocas en un paisaje desolado; motiva a pensar lo que puede ocurrir al planeta, si no se siembran árboles y continuamos tirando basura a los ríos, además del mal manejo de los gases efecto invernadero. La Tierra, la casa de todos, sería una guarida calurosa e insalubre de roedores en sus madrigueras. Y no me refiero solo a ratones, abejones, lagartijas, arañas y moscas, simboliza también al «topo» humano, escondiéndose del batir de los helicópteros en la guerra contra la violencia y el trasiego de estupefacientes. La práctica artística del joven Valerio es un símil del investigador naturista, biólogo, biónico, quien explora la espesa fractura por donde fluye del río, para escudriñar a sus criaturas.
Diálogos entre dos eventos
Tanto en la Bienal Tridimensional que en el Salón ANESCO persiste la actitud de desestabilizar y confrontar. Una de las piezas que más me cuestionó mis saberes de la teoría del arte, no fue una escultura, pues estas propuestas por lo general pasan desapercibidas a mi visor crítico; fue una maqueta y documentación del muro de Marvin Castro, constituida por una enorme piedra caliza, que trajo de el Roblar de Nicoya, hasta un parquecito en Zapote, donde la asentó como si fuera muralla derruida por la acción del tiempo, grabada con el cincel y maso de la memoria.
Otras piezas que me dejaron aprendizajes fueron las de Luis Chacón, a quien otrora llamáramos pintor, hoy nos concede la duda de sí llamarlo instalador o escultor, pues en sus propuestas prevalece el dominio del proceso y el concepto. En esta bienal expuso mixta, 36 esculturas del niño que llevamos dentro, 2018. Estimula a relacionarlo con su obra en ANESCO: Concierto Campestre, 2018, una instalación en homenaje a Giorgione (pintor del Alto Renacimiento). Se trata de un conjunto de figurillas femeninas y angelitos de porcelana, como tomando el sol en un parque, pasando por alto la conmoción del cotidiano. Y digo enseña, en la medida que evade aquellos pesados bloques de materia dura tan propios del arte tradicional, cuando lo que se valora hoy en día es una idea blanda, pero que realmente nos confronte y exige pensar.
El Salón ANESCO
Entre algunas lecturas, de lo expuesto en este salón, Xinia Benavides presentó Amor del bueno, 2018, reafirma que también se puede crear esculturas con una línea, en este caso alambre, con un dibujo de contorno ciego, como ciego es el amor entre el espacio y el vacío, en el contorno de una pareja modelada reposando sobre una silla blanca, que abriga la idea de esperanza. Otra pieza con enorme carga poética, con juegos de luz y sombras fue Flor de noche, 2018, de Andrés Cañas; es un objeto de metal que arroja un dibujo de sombras en el muro. Y, Roberto Lizano, propuso dos personajes recortados en cartón: El duelo, 2018, ensamblados en el perímetro de un gran aro de metal, realidad del cotidiano al asumir nuestros retos en la arena, como gladiadores poniendo en juego la vida ante el inminente asecho de la muerte.
De vuelta a Cartago
Me motivó el cúmulo de percepciones imbricadas por Semilla, 2018, de Alexander Chaves Villalobos: Composición de texturas que son como las memorias, llevadas a la piedra, a la materia dura, escarbadas, esgrafiadas, agujereadas, pero que igual regeneran el simbolismo de la tierra y el cuerpo. Aborda la idea de cultivo, volver a sembrar el arte de producir alimentos.
Gabriela Catarinella expuso Enclave, 2018, un ensamble con añosos «durmientes» de ferrocarril, y resecos raquis o virotes de guineos, recuerdo de épocas de dominación hegemónica vividas en el Caribe, que describió en Mamita Yunai Carlos Luis Fallas. Esta artista referencia el trabajo del connacional Óscar Figueroa, al utilizar sus materiales y el juego de aquellas tensiones por la explotación bananera en el país, que tanto escozor reviven aún.
Otra pieza que me ancló a meditar fue Cielo Abierto, 2017 de Gabriel García, por su sencillez conceptual y material: un corte pintado de rojo sangre en dos trozos de maderas encontradas posiblemente en el cauce de un río o costa. Empuja a reflexionar sobre las zonas protegidas, y la herida imborrable al bosque, al árbol, y el uso indiscriminado de químicos agresivos que tanto afectan a la preservación del planeta. No deja de evocar el conflicto de Crucitas, la explotación minera y el coligallerismo fronterizo que enciende la fiebre del oro, pero que va en detrimento de nuestro hábitat.
Se exponen piezas como Mujeres de hoy, 2018 de Natalia Phillips, interesa por el juego de traslapes ante esos marcos del retrato femenino, y los matices de violencia que perviven en la actualidad. También me provoca la pieza Vórtice, 2018, de Dennis Palacios, en tanto modela dos niños que juegan a empujarse hacia la pantalla del celular, al remolino o espiral, peligro de dejarnos engullir por las tácticas del nuevo filibusterismo: el mercado, y la enajenación que provoca dicho aparataje tecnológico, además de la gruesa factura que representa esos productos para las escuálidas divisas nacionales. Vistos de la perspectiva sociológica, son hormas que, hechas de materia dura, nos modelan a nosotros mismos.
En conclusión
Tanto en la Bienal Tridimensional de Cartago, como en el Salón ANESCO, persisten piezas ancladas en los viejos lenguajes, pero no me motivan a comentarlas. Se cata un arte cambiante, como Estela (2018) de Otto Apuy; La Vieja del carbón, de Jorge Benavides; No quiero el pelo largo, de Ale Rambar; Adán y Eva de Pablo Romero. Son transformaciones que repercuten e influencian la creatividad. Diría que, no deja de punzar el aguijón que porta la instalación y video de Gabriel Gutiérrez, titulada Cambio de estado, 2018; retrata a un presidente del pasado, cuyo gobierno se desgastó en habladurías académicas, ineficiencias y ineficacias delante de una función que debería dar frutos y traer progreso al país. Es cuando el arte se vuelve político, incómodo, confrontativo, sin dejar de lado el humor negro que levante tanto ostracismo en el espectador, delante de las paradojas de un arte que, también a veces coquetea consigo mismo.