Aunque en este siglo XXI tan descreído y materialista nos demos apariencias de suficiencia, al final cada ser humano tiene sus propias historias. Más aún, mucha gente es mitómana o, sin serlo, se identifica o se interesa apasionadamente por un personaje público que le ayuda a formar su carácter o a brindarle una motivación para seguir un determinado camino en la vida. Pues bien, casi sin quererlo y sin conocerla más que de manuales de lengua y literatura, conocí a Carmen Laforet en el mismo año que entraba en la Facultad de Periodismo de la Universidad de Navarra.
Tiempos excelentes, de cambios rápidos, de muchas ilusiones y de expectativas tan altas como las que Andrea, la protagonista de la obra maestra de Laforet, llevaba en su entrada en la calle Aribau de Barcelona para estudiar Letras. Curiosa coincidencia.
Este año se cumplen exactamente 75 años desde que se publicó esta novela con la que se inauguró uno de los galardones más prestigiosos de las letras en español – el Premio Nadal- y con la que su editorial, Destino, descubrió a un talento excepcional y una obra maestra para la literatura mundial. Aun con el paso del tiempo se descubren tesoros en ella. Por ejemplo, una realidad de la que personalmente me di cuenta hace bastante poco tiempo, y es que hay tres tipos de personas: las que se dedican a vivir, las que se dedican a trabajar y las destinadas a un papel de mero espectador. Después de reflexiones tan lúcidas, poco queda por decir. Se han hecho comparaciones inverosímiles de esta novela con Cumbres borrascosas, pero realmente lo que define Nada es precisamente lo que a mí me fascinó desde un principio: la descripción de realidad de la vida sin cortapisas a través de la evolución y aprendizaje de un personaje extremadamente sensible, curioso e inteligente (Andrea) frente al entorno embrutecido, oscuro, asfixiante de la realidad que la rodea. Y, lo más importante, su libertad e independencia final frente a todo y todos gracias a la amistad.
No es sencillo comenzar una carrera literaria con una obra maestra. Es como empezar una casa por el tejado, aunque tú no puedas dominarlo. La responsabilidad, las expectativas – a veces más las personales que las de los demás- son tan exigentes que pueden llegar a bloquearte. Cuando en 2003 –año en el que precisamente murió su autora- leí por primera vez Nada no busqué ninguna biografía de la escritora antes de leer la novela, pero el personaje de Andrea me habló de ella intuitivamente. Sabía que era una escritora de referencia en la generación de posguerra y para mí, junto a Ana María Matute y Carmen Martín Gaite, se convirtió en una especie de ideal a seguir. Son escritoras que aparecen casi de refilón en los libros de texto de literatura en Primaria y Secundaria pero que personalmente (sobre todo las dos primeras) durante la niñez y la adolescencia construyeron no sólo un universo mágico de palabras, sino una visión de lo que quería llegar a ser: una mujer creativa, sensible e independiente.
No es sencillo ser auténtico, sensible, creativo e independiente, más aún si has tenido un éxito tan temprano y más aún si eres mujer. Después de leer Nada busqué en internet sobre su autora y vi que se había dedicado a una vida familiar y que había buscado toda su vida estar a la altura de un éxito como el de esa primera obra. El bloqueo. Las responsabilidades de una vida familiar – sin que la propia pareja te apoye en tu camino- y las exigencias propias llevaron a que uno de los mayores talentos creativos en las letras españolas no siguiese una carrera profesional como se merecía. Las rencillas, envidias y mediocridades dentro del propio mundillo literario decepcionaron a Carmen, una mujer leal y que elegía cuidadosamente y cuidaba mucho a quién tenía por amigos.
Algo que un alma tan sensible y bohemia no entiende son las decepciones. Y contra las exigencias sin límite de perfección no se lucha, porque se pierde indefectiblemente. El talento de Carmen Laforet no estriba en que fuera una escritora feminista, sino en que era verdaderamente original y tenía una voz propia madura, con personalidad y escribe sin miedos. Intensamente, con pasión, pero sin miedos. Escribir es a veces un ejercicio ambivalente a todo o nada con tu sensibilidad, contra o incluso con tus miedos. Y ella fue toda una maestra de escritores.