«Viajero, no vayas a Galicia… Se te quedará prendida para siempre en el corazón».
De esto hace treinta y un años. Fue en mi primer viaje a Galicia, mayo de 1983, primavera lluviosa en la tierra de mi padre, atmósfera relatada con maestría en la célebre crónica de García Márquez, Viendo llover en Galicia, escrita en esa época. Llegué a Compostela el 12 de mayo. Estuve tres días recorriendo la urbe de piedra, mientras repetía en silencio los versos de Federico: «Chove en Santiago,/ meu doce amor/ camelia branca do ar brila/ entebrecida ao sol/. Chove en Santiago/ na noite escura/ herbas de prata e de soño/ cobren a baleira lúa…».
La ciudad del Apóstol hechiza a primera vista; hay una nostalgia de sus calles y portales pétreos que no te abandonará. Esto lo vivieron, primero el granadino universal y luego el ilustre colombiano de Macondo.
Viajé después al puerto de A Coruña, donde conocí a Antonio Cela, propietario de un bar en la calle Antonio Viñes. A una de sus mesas me senté, durante los cuatro días de mi estada, para comer y tomar notas de viaje que luego iban a plasmarse en La Voz de la Casa y en Gente de la Tierra… El nombre Antonio es como la advocación de la buena amistad. Me alojé en casa de doña Milagros, en ancha y cómoda habitación que tenía un enorme ropero, con estampas de la Virgen y un rosario del peregrino que me hicieron recordar entonces a la abuela Fresia. Doña Milagros me agasajaba con desayunos memorables y por la noche me ofrecía café con oruxo o una copa de ribeiro frío.
Durante los cuatro días llovió a cántaros en la ciudad de Breogán y de María Pita; desde mi arribo en Lavacolla llevaba siete jornadas en las que no había visto el sol, pero si algo aviva mis emociones poéticas, es la lluvia, y la mejor de todas es la gallega, con su irrepetible y morosa cantiga sobre las losas de piedra.
Una mañana abordé el tren que me llevaría a Lugo, la «bien murada» descrita por la memoria de mi padre. Desde allí, cogería el autobús a Chantada, para seguir hacia Carballedo y Santa María de Vilaquinte, hasta el casal de A Touza, donde me esperaba la casa en donde había nacido pai Cándido, un 12 de febrero de 1912. Me ubiqué en el compartimiento y me puse a escribir antes de que el tren iniciara su marcha. En eso estaba, absorto, cuando percibí de soslayo el paso de una figura femenina que tomaba ubicación enfrente mío. Un suave perfume y el hálito de frescura temprana inundaron el pequeño espacio. Alcé los ojos y la miré. Menuda, de cabello castaño y grandes ojos negros, labios encarnados, nariz fina y alargada, vestía impecable blusa blanca y falda azul marino. Desplegó las hojas de una revista de modas, aunque solo parecía observar con indiferencia el paisaje, a través de los vidrios que la lluvia comenzaba a oscurecer… En el destello de su mirada latía algo de tristeza.
Me preguntó la hora y así comenzó nuestro diálogo, desde la futilidad acotada del tiempo.
— ¿Es usted argentino? .
— No –le respondí — soy chileno…
— Ah –me dijo — tengo un primo que trabajó unos años en Valparaíso, y luego marchó a Buenos Aires, donde vive ahora con su familia. Administro una pequeña tienda de modas en Lugo, mi ciudad natal…
— Yo soy escritor – le dije — y he venido a Galicia para conocer la patria desde donde emigró mi padre, y visitar la casa petrucial de A Touza.
El tren serpenteaba en medio de las verdes colinas lustrosas de lluvia. Le pregunté por el nombre de unos árboles de tronco blanquecino, esbeltos como grandes juncos mecidos por el viento.
— Son abidueiras, o bidueiras; su nombre procede del latín «betula alba» –me dijo, y agregó la denominación castellana: abedules.
Pensé en mi deuda con la lengua gallega, conocida entonces a través de mi abuela paterna, de mi padre y de mis tías gallegas, un idioma deteriorado por la diglosia, con sus reminiscencias campesinas de la Galicia profunda y el prestigio de los poemas de Rosalía, Curros y Pimentel, que mi padre solía leernos en voz alta, en la extraña evocación de la morriña remota, como si su desarraigo se aferrara al sostén ingrávido de las palabras… Es posible que él me lo hubiese explicado antes: «Distínguese perfectamente pola súa cáscara branca, as follas romboidais e estar a beira dos ríos galegos. É moi abondoso en Galicia. Está en primeira liña de río, despois dos salgueiros e amieiros».
— ¿Tienes dónde alojar en Lugo –me preguntó Elsa.
— No - le respondí — pero buscaré un hostal barato…
— Iremos primero a mi apartamento –dijo Elsa — comeremos algo y luego te llevaré a un buen sitio que conozco.
Vivía en amplio piso, en un edificio recién construido desde cuyo balcón se veía, anchuroso y señorial, el río Miño.
— Vivo aquí, sola – me informó — mi exmarido es un hombre mayor, con negocios agrícolas en Ourense… Estamos separados hace cinco años y no tuvimos hijos, porque yo soy estéril. Suspiró, mientras sus ojos parecieron perderse en la lejanía. — Mantengo con él una relación de cordialidad civilizada…. Su sonrisa me regaló la perfecta albura de sus dientes.
Elsa cocinó una olorosa tortilla, con pimientos y papas doradas. Me alcanzó una botella de Mencía que destapé, escanciando las copas. Brindamos y bebimos. Contamos uno al otro lo que nacía en el flujo ávido de las palabras.
— Si quieres puedes dormir aquí esta noche –me dijo, con afectuosa naturalidad — y mañana buscaremos con calma un hostal.
— Elsa –le dije— tú a mí no me conoces, soy un extranjero, un sudamericano con el que te has topado por casualidad en el tren —. Me ha bastado mirarte a los ojos para saber quién eres –me respondió.
Al día siguiente fuimos al hostal. Luego me llevó a descubrir Lugo, como eficiente y singular guía turística. Comimos en el Mesón de Alberto, un lugar del que yo tenía referencias literarias por Camilo José Cela y Álvaro Cunqueiro. Después recorrimos el paseo junto al Miño, para rematar la jornada en la librería Balmés, donde compré un ejemplar de La casa de la Troya y otro de Merlín y Familia.
Tres días más tarde viajé con destino a la Casa, en A Touza. Le había sugerido a Elsa que me acompañase, pero respondió, escueta y certera:
— Ese encuentro con tus raíces gallegas debes experimentarlo solo, sin distracciones…
Nos dijimos adiós en la estación de autobuses. Al llegar a Chantada, un esquivo sol asomó sus guiños entre las nubes.
Dos años más tarde volví a Galicia, en mi segundo viaje. Esta vez yo venía como ponente del Congreso Rosalía de Castro e o seu Tempo, que se inauguró el 15 de julio de 1985, en Compostela, acompañado de mi amigo chileno, José López. Terminado el congreso nos dirigimos hacia A Touza y disfrutamos allí un grato fin de semana con Eladio y María, Ramón, Giralda y José Manuel, Conchiña y otros paisanos cuyos rostros dibuja hoy mi memoria, procurando revivir las sílabas huidizas de sus nombres. El lunes por la mañana viajamos a Lugo. Yo quería volver a encontrarme con Elsa.
Los tres recorrimos juntos las calles de Lugo. Elsa nos invitó a un lugar especial, en donde había encargado previamente un xantar de bispos. Comimos como mandan los dioses lares, durante cuatro horas, entre la conversación y los brindis sucesivos. Pero la tristeza parecía haberse posado con mayor intensidad en los ojos de Elsa. Se veía pálida y en extremo delgada. Mientras mi amigo José López cumplía menesteres de servicio impostergable, le pregunté a ella por su estado. Me respondió que estaba enferma de gravedad y sometida a un largo tratamiento…
— Pero no quiero hablar de eso ahora –me dijo con resolución, como si aventara un mal presagio. — Disfrutemos lo que nos queda –agregó, con una sonrisa que me supo a un adiós postrero.
La dejamos en la puerta de su apartamento. Nos despedimos de ella en silencio, con súbito recato. Cada vez que me era posible, telefoneaba a Elsa desde Chile. Pasaron para mí varios años de afanes y crisis… Al cabo, en un lapso de tres meses, mi llamada resultó inútil, hasta que del otro lado de la línea, una voz de mujer mayor me dijo, fríamente: «Elsa ya no vive aquí. Nosotros adquirimos el piso». «¿Tiene usted alguna referencia de ella, algún número telefónico?» «No. Ninguno» me respondió, seca y cortante como una mujer despechada.
Pasaron trece años para que yo pudiese regresar a Galicia –hablo de regreso como si yo fuera un reincidente Ulises en busca de su Penélope galaica.
No supe más de Elsa, aunque en 1998 y 1999 volví a recorrer las calles de Lugo, esperando que apareciera, como esas figuras ensoñadas que se aguardan en el andén y de pronto surgen entre los anónimos pasajeros de la estación. Los trenes y los amores del perenne viajero parecen no tener itinerario de partida ni de regreso.
Cada vez que renuevo el rito incomparable del viaje en ferrocarril, recuerdo la figura de la bella modista, deslizándose en mi compartimiento. Si no fuera por aquellas palabras en lengua gallega, que el recuerdo ha guardado en gozosa y recurrente prosodia, pensaría que aquello fue un sueño al que yo otorgué un dulce nombre de dos sílabas: Elsa.