Me reincorporé apenas llegado al mismo centro académico. Fui nombrado profesor titular de cátedra en la Escuela que había estudiado. Como en otros países, el 68 había habido un gran movimiento de reforma en la Universidad, las autoridades se elegían ahora por votación de académicos, funcionarios y estudiantes; el director inicial se había retirado, quien estaba en funciones renunció y fui electo director del centro. Mi señora preparó su tesis de grado y esperábamos nuestro primer hijo cuando recibió su título profesional.
En el país, las fuerzas de izquierda conformaron una coalición más amplia que en períodos anteriores e iniciaron un arduo debate para la designación de su candidato presidencial. La candidatura de Salvador Allende, su cuarta a la presidencia, enfrentó reticencias y reparos, y en su propio partido fue aprobada sólo por la minoría del comité central.
El 20 de julio de 1969 vimos en el televisor de nuestro departamento cuando Neil Armstrong caminó en la Luna y lo oímos decir desde donde estaba — en vivo y en directo — lo que se supone que dijo según su transcripción más fidedigna traducida: «Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad»; y, al poco rato, la misma Luna donde en ese momento todavía caminaba Armstrong, apareció en nuestras ventanas sobre la cordillera nevada a la que teníamos amplia vista.
Hacia fines de año, la nueva candidatura de Allende fue en definitiva proclamada por el conjunto de fuerzas que la apoyaron. El programa propuesto se planteaba expresamente «iniciar la construcción del socialismo». Contrariamente a la anterior elección presidencial, los esfuerzos de profesionales y técnicos no se canalizaron tan sólo a la preparación de planes de gobierno, sino directamente a la campaña electoral.
A inicios de 1970 nació nuestro primer hijo.
No tomé vacaciones de verano ese año, abocado principalmente a mi nueva dedicación en la Universidad. Algunos meses después nos cambiamos a una casa más holgada. Compartía mi tiempo entre el centro y la Facultad, la vida de familia y de relación con amistades, y la participación en actividades de la campaña, todas las cuales con frecuencia se vinculaban entre sí.
El 4 de septiembre de 1970, Allende ganó la elección presidencial por un estrecho margen de mayoría relativa; y su triunfo fue confirmado en el Congreso Nacional que lo eligió presidente de Chile por acuerdo entre los partidos de la coalición que apoyó su candidatura y la democracia cristiana. El 4 de noviembre asumió la Presidencia de la República.
Me había propuesto permanecer en la Universidad; algo dentro de mí pugnaba, sin embargo, por participar en el Gobierno. Fui convocado por el ministro de Economía recién designado para integrarme a su gabinete. Le expuse mis razones: No podemos dejar todos la Universidad, tiene un sentido propio y permanente, su contribución es de la mayor importancia; y así. Me escuchó con su paciencia habitual. Mejor te trasladas al Gobierno, se limitó a decir después; porque si no sacamos esto adelante, habrá un golpe de Estado y no servirá de nada lo que haya podido hacerse en la Universidad. Renuncié a la dirección del centro y me incorporé al ministerio; con cierta satisfacción interior porque se me hubiera considerado y con la voluntad de mi mayor empeño: estábamos frente a la opción de futuro por la que se batallaba en el país desde hacía mucho y teníamos la posibilidad de contribuir a que fuera ahora realidad.
Fueron años de afanosa e incesante actividad. Las políticas de gobierno se desplegaron con éxito y el apoyo popular se acrecentó hasta, pocos meses después, alcanzar la mayoría absoluta en las siguientes elecciones municipales. Al cabo del primer año los resultados económicos fueron claramente positivos. Las fuerzas de la oposición se debilitaban y parecían batirse en retirada. El país vibraba con un nuevo sentido de epopeya. El folklore y la canción protesta, que en Chile habían alcanzado magnitudes de verdadera poesía, se transformaron en cantos de optimismo y afirmación histórica; a los grandes cantautores se aunaron conjuntos de voces colectivas que resonaban ampliadas en todas las movilizaciones: De pie, cantar/ que vamos a triunfar./ (…) y tú vendrás/ cantando junto a mí,/ y así verás/ tu canto y tu bandera florecer (…) ¡El pueblo, unido/ jamás será vencido!
Se discutía arduamente, en todos los ámbitos. Participé en un seminario sobre transición al socialismo organizado por el centro del que fui director en conjunto con otro de la Universidad Católica, el que se efectuó en la nave de un espacioso recinto de inspiración gótica, en el edificio que había sido antes sede y colegio de las monjas francesas, con una numerosa concurrencia, tan refinada, en especial la femenina, como la arquitectura ambiente. Tras mi lugar había varias bellezas, y a mi espalda una silla reservada que llegó a ocupar, cuando la primera sesión ya se había iniciado, alguien que se adivinaba hermosa como sus amigas que la recibieron.
— Hola, a la horita que llegas, ¿en qué estabas…? - le consultó en voz baja quien le había reservado asiento.
— Vengo de acostarme con Rodrigo Ambrosio - le susurró sin tapujos la recién llegada.
— ¡No te pueeedo creeer…! -repuso la amiga (quien manifiestamente sí le había creído) — ¿Y cóoomo eees…?
— Como acostarse con la historia - cerró la interpelada, bien segura de lo que decía.
Por mi parte, en todo caso, volví a concentrarme en el seminario.
Hacia fines de 1971 nació nuestro segundo hijo.
Durante el año siguiente dejé de hacer clases en la Universidad; no sólo por los distintos requerimientos y la falta de tiempo, sino porque el conflicto en la Facultad se encauzaba, con acuerdo de todas las partes involucradas, a su división institucional en sedes definidas por su distinta orientación política, con lo que no concordaba, pero en lo que no había tenido tampoco posibilidad alguna de incidir. A mediados de año apareció en fin un semanario de análisis sobre la actualidad nacional e internacional que me había empeñado en organizar concitando el apoyo de personeros de gobierno, académicos y periodistas destacados, y que pronto adquirió significativa proyección en el país y el extranjero.
Las fuerzas contrarias al Gobierno se habían ya reconstituido y en forma cada vez más beligerante. La oposición de las grandes transnacionales afectadas, del Gobierno de Nixon y Kissinger en los EE.UU. y su apoyo a los sectores reaccionarios en el país, buscaban expresamente quebrantar la economía nacional.
En una concentración de respaldo al Gobierno, me encontré con Magda, de regreso en el país: nos abrazamos en medio de la multitud, nos fuimos separando de con quienes estábamos y continuamos juntos hasta que la fui a dejar; y nos volvimos a ver después.
En octubre un prolongado paro nacional de camioneros y otros gremios empresariales provocó un considerable desquiciamiento y en adelante hubo cada vez mayores dificultades en el funcionamiento económico general. Sobre esta base, la oposición al Gobierno se extendió a un respaldo social creciente y cada vez más activo.
A mediados de 1973 hubo la intentona golpista de un regimiento de blindados en connivencia con el grupúsculo civil más definidamente fascista, la que llegó hasta un par de disparos de tanques contra el palacio presidencial y fue conjurada por el propio Ejército. En los meses siguientes la confrontación política se transformó en conflicto institucional entre, por una parte, el Gobierno y, por otra, la mayoría parlamentaria y el poder judicial. Los generales constitucionalistas en el Ejército fueron forzados por sus pares al retiro o prefirieron renunciar. El 11 de septiembre sobrevino en fin el golpe de Estado.
Poco después de las seis de la mañana nos despertó mi suegra, llamando desde su departamento:
— En las radios hay noticias de golpe. Escuché en la Agricultura que la Armada se sublevó y ocupó Valparaíso. Habría una Junta Militar que está llamando a cadena nacional de radio emisoras. Aquí en el centro se ha escuchado ruido de vehículos pesados. Cuídense.
Hice un par de llamadas y confirmé que no se sabía mucho más, aunque la situación no dejaba lugar a dudas.
Nos preparamos rápidamente. Esperábamos para pronto a nuestro tercer hijo. Convinimos en que mi señora y los niños se irían apenas terminaran de alistarse a la casa de familiares que habíamos previsto. Partí al que era mi lugar de trabajo. En el camino escuché la primera alocución improvisada por el presidente Allende en alguna de las radioemisoras de que pudo disponer:
«Trabajadores de Chile: les habla el presidente de la República. Las noticias que tenemos hasta estos instantes nos revelan la existencia de una insurrección de la Marina en la provincia de Valparaíso (…) Deben esperar las instrucciones que emanan de la Presidencia (…) Deben permanecer atentos en sus sitios de trabajo a la espera de mis informaciones».
A los pocos minutos, por una mayoritaria cadena de radiodifusoras, se oyó la primera proclama de la Junta Militar; aparte la exigencia de renuncia del presidente, estaba firmada por los comandantes en jefe titulares del Ejército y la Fuerza Aérea; y por comandantes en jefe auto designados de la Armada y de Carabineros.
Al llegar al centro, mostrando un rompe filas de Gobierno, crucé dos barreras de Carabineros que habían interrumpido el tránsito tal vez sin saber a ciencia cierta de qué lado estaban ni de quién recibían órdenes.
Oí la siguiente intervención del presidente cuando recién había entrado a mi oficina:
«Compañeros que me escuchan: la situación es crítica; hacemos frente a un golpe de Estado en que participan la mayoría de las Fuerzas Armadas (…) quiero recordarles algunas de mis palabras (…) se las digo con calma, con absoluta tranquilidad (…) que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile (…) no daré un paso atrás».
No era todavía la hora del inicio de labores, pero la mayor parte de los funcionarios estaban allí. El ministro había pasado un rato antes y luego se había retirado, supuse que para irse a La Moneda. Me correspondió dirigir en su oficina una improvisada reunión de los directivos presentes, con la puerta abierta y todos de pie. No había plan ni disposición institucional alguna que seguir en la contingencia. Me limité a plantear que debía dejarse al personal en libertad de acción y que a mi juicio carecía de sentido mantenerse en el lugar.
Poco después se escuchó de nuevo al presidente:
«En estos momentos pasan los aviones. Es posible que nos acribillen (…) en nombre de la patria, los llamo a ustedes para decirles que tengan fe. La historia no se detiene ni con la represión ni con el crimen (…) el mañana será del pueblo, será de los trabajadores. La humanidad avanza para la conquista de una vida mejor».
Regresé a mi propia oficina. Recibí una llamada de La Moneda preguntando por el ministro. Contesté lo que se me había dicho y que pensaba se había ido para allá: Aquí no ha llegado, se me respondió, y pensé que tal vez lo habían detenido en el camino.
Oí luego las últimas palabras del presidente:
«Seguramente ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes (…) sólo me cabe decir a los trabajadores: yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo (…) La historia es nuestra y la hacen los pueblos. (…) Superarán otros hombres este momento gris y amargo (…) mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.
¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!».
Reparé en especial en lo de: «La historia es nuestra y la hacen los pueblos…» Advertí la sutil diferencia con lo que en aquella concentración había escuchado Segismundo: lo que antes había sido futuro, pasaba ahora a ser historia; ¿o es que acaso era lo mismo? Tal vez por un momento estuve absorto; pero en fin, no era ocasión para digresiones.
De nuevo tendió a plantearse una reunión, esta vez en mi oficina; me limité a repetir lo que había dicho antes, que no había de mi parte más que agregar y di la reunión por concluida.
Me terminó de quedar claro que lo que debía hacer era lo que ya tanto antes había aprendido Segismundo: compartir la situación con los trabajadores; y con aquellos de quienes había estado más cerca durante esos años.
Decidimos con Reca, un amigo desde mi primer viaje a Francia, irnos a las empresas en que cada uno de nosotros habíamos sido interventores al momento de su integración al área social, las que estaban próximas entre sí. Los tiempos anteriores y el presente parecían traslaparse; era como si lo que ocurría sucediera en una proyección, de la que era parte todo lo que veía y lo que oía, y a su vez lo que hacía y lo que pensaba; vi a Javier, un funcionario de mi oficina, y a Verónica, una periodista amiga, correr hacia un ascensor tomados amorosamente de la mano, una relación de la que no había tenido noticia: me alegré por ellos, les deseé entre mí buena suerte, y su imagen mientras se alejaban corriendo por un pasillo me pareció como grabada por una cámara portátil que los seguía en movimiento.
Por nuestra parte, fuimos los últimos que alcanzamos a salir del edificio. Manejé mi auto contra el tránsito por Moneda, donde no había circulación alguna, y al cruzar San Antonio vimos aparecer a una cuadra de distancia a un transporte del ejército con soldados, que se volcó por virar desde Agustinas a mayor velocidad de la debida; y junto con acelerar, me dije que debía manejar con prudencia. Quisimos encaminar hacia su casa a mi secretaria, quien había salido con nosotros, pero había ya más barreras en las calles y ahora eran militares; Eugenia prefirió seguir a pie y nosotros enfilamos hacia el sur por Santa Rosa, por la que aún circulaban incluso algunas micros.
Nos separamos a la llegada. Los trabajadores que me recibieron, de algunos de los cuales sabía el nombre, consultaron por noticias e intercambiamos informaciones, principalmente sobre cuál era la reacción que podía verse en cada parte, sector, o lugares; o la que podía esperarse de las distintas instituciones, en especial los partidos y organizaciones políticas; y lo que pudiera aún saberse sobre las mismas fuerzas armadas.
Fui invitado a una reunión del interventor a cargo de la empresa, ejecutivos de su administración y las directivas sindicales, en las que estaban representados partidarios del Gobierno y de la oposición: básicamente se trataba de resolver entre la permanencia en la empresa en apoyo del Gobierno, o la aceptación de los dictados de la Junta, que requerían evacuarla so riesgo de desalojo militar.
La sala de reuniones era una construcción agregada en la azotea del edificio, que tiene varios pisos y era el más alto del lugar; desde sus ventanas, que dan hacia el centro, podía verse, a una distancia de unos cinco kilómetros, las columnas de humo que a esa hora se elevaban ya desde el Palacio bombardeado de La Moneda. Se me ofreció decir algunas palabras. Me limité a señalar que aquellas columnas marcaban no sólo el bombardeo de la sede de Gobierno, sino la decisión de destruir la democracia que, de imponerse, afectaría ante todo los intereses de los trabajadores, sin distinción de sus opciones políticas. Tras la participación de voceros de cada corriente sindical, se acordó por unanimidad mantenerse en la empresa; y algunas medidas prácticas para la subsistencia y para sostener las comunicaciones con otras empresas y organizaciones del sector.
Al cabo de poco regresó Reca, bastante impresionado. En la empresa vecina la situación había sido diametralmente opuesta. Cuando él llegó no quedaban ya sino unos pocos trabajadores en vías de abandonarla: el interventor a cargo de la administración había hecho un encendido discurso, proclamando que allí no se quedaban sino quienes estuvieran dispuestos a derramar hasta la última gota de su sangre en defensa del Gobierno, tras lo cual se habían retirado la gran mayoría, incluso de sus partidarios; el interventor se había incautado entonces de un par de armas menores de los centinelas nocturnos y de los fondos en efectivo de la empresa y abandonó el lugar seguido de dos acompañantes, anunciado que iba a sumarse a la resistencia.
Permanecimos pues ambos en la misma empresa, alternando con los trabajadores y compartiendo informaciones. A medida que transcurrió el día, se fueron sucediendo unas a otras: que el general constitucionalista Carlos Prats, recién retirado del Ejército y hasta hace poco su comandante en jefe, avanzaba a la cabeza de una columna militar desde el sur, a que no, que Prats estaba a resguardo en un lugar seguro desde días antes del golpe; que Allende había conseguido evadir el cerco en torno a La Moneda para conducir la resistencia, a que no, que el presidente había muerto; sobre las distintas opciones de personeros y fuerzas políticas; sobre las reacciones en el exterior. Un par de veces se recibieron llamadas desde un sedicente comando militar conminando a la evacuación. Durante la tarde, buena parte de los trabajadores con menos identidad política se fueron retirando poco a poco; hacia el anochecer decidieron retirarse los trabajadores demócrata cristianos.
Para la noche se dejaron turnos de vigilancia, atención telefónica y comunicación con empresas del sector; por mi parte dormí lo que pude tendido sobre una mesa. Avanzada la mañana siguiente, arribó alguien con quien el interventor se encerró para conversar a solas largamente; era un emisario de su partido. Una vez que el emisario se fue, el interventor se reunió primero con los dirigentes de su organización; y luego nos informaron a los demás que habían recibido instrucciones de retirarse. A media tarde no quedaba sino un grupo reducido de trabajadores, prácticamente todos del mismo partido, y nosotros. Tras algunos cabildeos, llamados, nuevas búsquedas de información, comunicación con algunos trabajadores de una empresa cercana que había sido allanada, los dirigentes sindicales del grupo resolvieron que lo razonable era retirarse. Se nos ofreció acogernos en algunas de sus casas en la población contigua de la empresa, pues había estricta prohibición de circular por las calles, pero preferimos encaminarnos donde un compañero de mi oficina quien vivía también cerca, aunque en la arteria principal de la Gran Avenida, con quien nos pusimos de acuerdo por teléfono y nos dio precisas indicaciones para arribar por la esquina más cercana a su domicilio y observar bien antes de doblar a la avenida, pues las patrulla militares disparaban a quién divisaran transitar desde cuadras de distancia; vimos esa noche en televisión, en conjunto con la familia que nos acogió afectuosamente, la primera comparecencia de la Junta Militar con sus siniestros anteojos negros, y oímos de viva voz sus siniestras declaraciones.
A la mañana siguiente se levantó por algunas horas la prohibición de circular a pie y emprendimos la larga caminata para reencontrar a nuestras familias, procurando avanzar en diagonal zigzagueando por las calles que nos fueron pareciendo menos riesgosas de controles, hasta llegar primero al barrio de Reca, donde encontramos abierto un pequeño local en que nos tomamos un refresco. Allí estábamos cuando apareció un parroquiano conocido del dueño a conseguir una botella de pisco para llevar a su familia:
— Vengo de la morgue - explicó; — me llamaron para que fuera a reconocer a un sobrino de mi señora que era escolta de Allende y lo mataron parece que en La Moneda: murió en su ley, qué le vamos a hacer, pero apenas lo pude reconocer por todas las balas que le metieron, y ahora no sé cómo voy a consolar a la familia…
No supimos si estaba acongojado, o conmocionado, o aun si no era que se mostraba comprensivo. Una nueva realidad, que en los años siguientes seguiría dejando huellas en cada esquina, o en los ríos, en los recodos o en el silencio, se había adentrado en Chile calando hondo, a la vista y oídos de todos, incluso de quienes hasta hoy pretendan no haberla visto ni oído.
Nos despedimos a la salida como para encontrarnos de nuevo en los días siguientes, continuamos cada uno su camino y no volvimos a vernos personalmente hasta unos quince años después.
Habíamos andado más de sesenta cuadras y me quedaban al menos otras tantas por delante. Desde la cuadra anterior a que arribara, vi primero asomarse a la puerta de donde estaba y caminar luego solo hasta el medio de la acera, mirando en dirección opuesta a la de mi llegada, hacia donde era nuestra casa y de donde tal vez esperaba que llegara, a mi hijo mayor, quien tenía aún menos de cuatro años; alcancé a preocuparme de que pudiera bajar de la vereda a la calzada, troté para apurarme hasta cruzar la calle que nos separaba, y me detuve para recobrar aliento y llamar su atención silbando como silbaba a veces mi madre a sus llegadas; cuando me vio, echó a correr para encontrarme, y me acuclillé para recibirlo con un abrazo; mientras lo abrazaba, pensé en lo que podría haberme ocurrido en esos días, en lo pequeño que mi hijo era todavía, en su hermano menor y su hermano por nacer; y en que ni siquiera le había aún enseñado a silbar.