En julio de 1999, con ocasión de participar en un curso de lengua y cultura gallegas, en la Universidad de Santiago de Compostela, donde fui becado por el Programa de Estudios Gallegos, telefoneé a dona Carmen Paz, según sus señas, a la capital de Galicia, para obtener albergue en su departamento, según lista de ofertas de la Xunta donde figuraba su nombre.
El diálogo fue escueto. Dona Carmen tenía el inconfundible acento de la Galicia rural, el que conocimos en la prosodia de la abuela Elena y de las tías, Naulina, Alicia y Elena.
— Buenas, ¿hablo con doña Carmen Paz?
— Con ella, sí, ¿en qué le puedo servir?
— Soy alumno del Curso de Verano en Compostela, y le llamo desde Santiago, para reservar una habitación…
— Bueno, pues si está usted en la calle Santiago de Chile, ya puede venir por acá a pie; estamos a tres cuadras…
— No, doña Carmen, que yo le hablo desde la ciudad capital de Chile, a doce mil kilómetros de distancia y no desde la apostólica urbe de piedra…
Rio de buena gana la señora, y aunque no hacía reservas sin depósito previo, algo le dijo que yo no iba a defraudarla.
Llegué el 29 de junio a la ciudad del Apóstol. En la rúa San Pedro de Mezonzo, esquina de La Rosaleda, cuarto piso, alquilé una amplia habitación de muebles antiguos, incluido un ropero descomunal. Me quedé allí durante los treinta y cuatro días que duraba el curso. Todas las mañanas desayunaba con dona Carmen y falabamos na lingua galega de Rosalía. Me contó su vida, simple y clara como sus gestos y ademanes: treinta años en la emigración, radicada en Caracas, trabajando en el servicio doméstico, por entonces muy bien pagado para los emigrantes del Noroeste de la Península, que vivían en la crisis de los 50, que han vivido durante milenios en medio de carencias cotidianas, y que hoy se les va acabando la tenue burbuja del bienestar neocapitalista, en una crisis tan recurrente como el cacareo de las gallinas. Soltera, sin hijos, dona Carmen supo ahorrar como buena gallega, y con el fruto de su extenuante y mal mirado trabajo, adquirió dos pisos en Compostela, para vivir tranquila de sus rentas.
Me llamaba «señor Edmundo», aunque le pedí, en varias ocasiones, que no me pusiera aquel «señor» solemne y avejentado. Yo la llamaba Carmiña, a veces. A menudo me invitaba a cenar con ella los sencillos manjares cuyos aromas disfrutáramos en la infancia remota. Los fines de semana de aquel verano solía partir, en la tarde del sábado, «para la aldea», un casal ubicado a veinte kilómetros de Compostela, de esos infinitos lugares de piedra y labranza esparcidos por la geografía gallega, que nos confirman que el gallego es esencialmente campesino y, que aunque viva en la más populosa ciudad del mundo, seguirá siendo un personaje «de aldea» (Luis González Tosar dixit), como lo fuera nuestro propio padre. Ella regresaba del campo con manzanas, higos, peras, chorizos, aguardiente de orujo, queso. Como no bebía, yo trasegaba con la mejor voluntad aquel oruxo excitante, para que no se perdiese su aroma propiciatorio.
En la canícula veraniega, entre el ir y venir de mis clases, yo solía ducharme hasta tres veces al día, asunto que intrigaba a Dona Carmen. Una noche, cuando cenábamos juntos una deliciosa corvina, me preguntó, rotunda y directa:
— Señor Edmundo, ¿tiene usted problemas a la piel o algo así?
— No, dona Carmen. ¿Por qué me lo pregunta?
— Pues, porque se baña usted dos y tres veces por día.
A menudo venía a verla su sobrino Fernando, un niño o rapaz de doce años, con quien también conversábamos en gallego y que sabía, para mi sorpresa, que Chile era un país limítrofe con Argentina, donde vivían algunos gallegos, y no una provincia de la nación de Borges; y que, además, tenía dos poetas «premio Nobel». A veces aparecía una amiga suya, maestra de escuela, con la que armábamos unos curiosos diálogos bilingües, salpicados de modismos, porque ella había vivido mucho tiempo en Brasil y en Venezuela.
A lo largo de doce años de viajes, salvo en una ocasión, pernocté donde dona Carmen. También le envié huéspedes chilenos, tanto parientes como estudiantes y profesores de la Universidad de Santiago de Chile. En casa de dona Carmen estuvimos, Marisol y yo, con mi ahijada Ana María (Kitty) y su compañero Joachim; alojaron allí mi hermano Eugenio, mi cuñada Emilia y mis sobrinos. Asimismo, compartimos la casa con mi buen amigo Rudolf Schroeder y su esposa chilena, Marcia y Sophie, hija de ambos. En junio de 2009, durante mi viaje más reciente, dona Carmen nos albergó a Pascual Veiga, a su hijo Gonzalo y a mí.
Cada vez que podía, yo telefoneaba a la casa de San Pedro de Mezonzo. Me gustaba escuchar esa voz que parecía tocar las campanas de la niñez. Dona Carmen estaba un poco sorda, pero nos entendíamos bien en medio de la diglosia gallego-castellana. Me preguntaba, invariablemente:
— Cando vai vir, señor Edmundo?
— Non sei, dona Carmiña, non é doado salta-lo charco, mais, cando poida, chegarei, sen dúbida…
— Teñe a súa casa, xa o sabe…
— O sei, o sei. Graciñas, ata loguiño, dona Carmen.
Mi amigo Pascual Veiga se propuso hacer de nuevo el Camino Portugués, ahora con su hijo Gonzalo y dos nietos, en junio de 2012. Llamé a dona Carmen para reservar su albergue. No hubo respuesta. El teléfono abría una grabación donde una española ceceante y metálica decía: «Este número no existe; sírvase consultar a la telefónica». Hicimos varios intentos e indagaciones. No era un problema ontológico; el teléfono estaba inhabilitado. Dona Carmen había pasado hace rato la barrera de los ochenta, por lo que pensé pudiera tratarse de una enfermedad que la obligaba a recluirse en la aldea, o que había tenido su pasamento, o tránsito hasta la otra orilla, como por allá se dice, lo que sería más irremediable que el número omitido.
Encargué a Pascual y a Gonzalo que averiguaran su paradero. Llegaron hasta San Pedro de Mezonzo 32. El piso estaba desocupado y ningún vecino supo dar una razón definitiva; ni siquiera el dueño del bar, en los bajos, que la conocía como vecina. -“Puede que se haya ido para la aldea; puede que se haya malogrado, o puede que…”
Fue curiosa e inquietante para mí, en cierto sentido, la desaparición de dona Carmen. Algo parecido me ocurrió, años más atrás, con mi buen amigo Demófilo Pedreira Rumbo, gallego coruñés, ciudadano de Chiloé, viudo, que un día se esfumó de su casa en calle Rosalía Roa, número 7, en Dalcahue, Chiloé o Nueva Galicia, si prefieren, rumbo a ninguna parte.
Pero esto pasa a menudo con los gallegos. Nunca se sabe cuándo llegan ni cuándo se van, aunque los buenos jamás abandonan la casa de la memoria.