La técnica de los golpes de Estado evoluciona con el tiempo, pero mantiene en vigor técnicas ancestrales cuya probada eficacia garantiza espléndidos resultados.
En un mundo saturado de comunicaciones diversas y variadas — de las redes sociales a la prensa digital pasando por una TV que tiene de farandulera lo que le falta de profundidad, diarios cuyo papel recupera una utilidad que creíamos olvidada al paso que pierde la de la lectura, y radios que hacen ruido de fondo hasta con la música —, conviene gesticular, agitarse, dar la impresión de movimiento, tanto más cuanto que el «Yo me proclamo» no mueve nada o no mucho.
Así, un periodista de C24 TV, canal francés, improvisado experto de una América del Sur de la que no podría ni siquiera señalar el lugar en el mapamundi, repetía religiosamente esta mañana –patética cacatúa– las declaraciones de la Casa Blanca. «Maduro teme la defección del agregado militar venezolano en Washington», «el presidente encargado Juan Guaidó le ofrece amnistía a los militares», «la oposición intenta alejar a los militares de Maduro», etc., etc., etc.
Lo que nos aclara lo que ya sabíamos: que las fuerzas armadas constituyen una pieza esencial del rompecabezas, y que de lo que se trata es de pasar de la agitación al cañonazo.
Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español por narices, no elegido por nadie, mal parido en una moción de censura en el Parlamento — moción asistida luego por abstenciones piadosas guiadas mucho más por el cabreo hacia Rajoy que seducidas por la ausencia de su programa—, Pedro Sánchez digo, que se niega rotundamente a convocar en España elecciones parlamentarias que perdería, conmina a Maduro a convocar elecciones en Venezuela antes de ocho días, no cumplido lo cual reconocería al agitado del colédoco Juan Guaidó. Si los militares venezolanos no tiemblan…
Roberto Ampuero, canciller chilensis del género aficionado, no osa –de la mano de Tatán– romper relaciones con Caracas y, para hacer como sí, explica que el embajador chileno en Caracas actuará frente a Juan Guaidó, que hasta el momento en que esto escribo no controla ni los esfínteres. Si para retirar su personal diplomático «no indispensable» de Caracas los EEUU se dirigieron a la policía bolivariana (esa que obedece al Gobierno que los EEUU no reconocen) con el fin de garantizar su seguridad como establecen los protocolos internacionales, Roberto Ampuero no mueve pieza, juega al un-dos-tres-momia con el propósito inconfeso de no tener que comerse los mocos sin sal ni pimienta. Concentrado, absorto, meditabundo, discurre en lo que le queda de neuronas activas a propósito de qué hacer con el embajador venezolano en Santiago. Visto que ni le puede pedir que se vaya, ni aceptar que se quede, Ampuero vive una situación perfectamente esquizofrénica. Otro agitado del colédoco.
De Trump a Macron, pasando por Macri y el ectoplasma de Lima, un tal Martín Vizcarra, otro «presidente encargado» no elegido por nadie, la agitación cunde. Donald no tiene muro, Macron confronta el tercer mes de manifestaciones que piden su dimisión, Macri sigue hundiendo Argentina sin agresiones del Imperio ni sanciones de la UE, mientras Vizcarra se hace el cucho, intenta pasar piola, como el buen hijo putativo de la corrupción que es.
Aquí es donde adquiere toda su cardinal importancia el cañonazo como método de ganar partidarios para un golpe de Estado. El cañonazo, en la obra de Gabriel García Márquez, es un obús cuya unidad de cuenta es el millón de dólares. Convenientemente dirigido hacia generales que se supone venales, oportunistas y muy conscientes de la brevedad de su paso por el infierno terrenal, apuntado como corresponde a oficiales de artillería con «dos pulgadas a la derecha y dedo y medio de corrección», se supone que no hay general que resista.
Los generales de Napoleón, contrariamente a la leyenda, adoraban ser el objeto de tales bombardeos y el propio Emperador sabía que unos y otros eran — como afirma Louis Madelin, eminente historiador de l’Académie Française en su obra De Brumaire à Marengo — tan partidarios del pillaje como el primero.
De modo que encontraron un pendejo a la venta en Washington, y esta vez no era un senador americano sino un boludito que fungía de agregado militar, denominación que siempre logra recordarme eso de la carne mechada con agregado. Los «agregados» constituyen desde tiempos inmemoriales la carnada que cada embajada se debe de poner al alcance de los servicios de «inteligencia» del país de destino. Todos hacen lo mismo, y es de agradecer, visto que los servicios de «inteligencia» pueden justificar la pasta que gastan –pasta confidencial de la cual no rinden cuentas– con cargo a la masa de «agregados» comprables.
He ahí, al día de hoy, el principal triunfo militar del Imperio. Su rehén de lujo. Caído en el campo del deshonor en virtud no de un cañonazo, sino de una simple descarga de fusilería. Frente a los billones de dólares que robarán en petróleo venezolano si entran en Caracas, el «agregado militar» no costó ni la propina.
La amnistía de Guaidó presupone que todos los militares venezolanos son culpables de respeto por la Constitución y las leyes, algo así como nuestros generales Schneider y Prats, y aun muchos otros oficiales dignos. Tales uniformados deben tomar consciencia de la perversidad de su crimen, consciencia que de cara al Imperio es como en El Otoño del Patriarca: «¿Qué coños de hora es?» gritaba Su Excelencia. «La que Ud. diga mi General», respondía el sirviente.
¿Que coños de Constitución nos vale? La que diga Donald Trump antes de tirarse un pedo.
No te pierdas la II Temporada… este culebrón no ha terminado.