«...Sabe d' arte do foder tan ben,
que con os seus livros d'artes, que el ten,
fode el as mouras cada vez que Ile praz».(Alfonso X El Sabio)
Me llamó la atención la noticia del periódico. No suelo leer la prensa escrita, pero esta nota valía la pena:
«Cierra uno de los lugares más bizarros y originales de Santiago. Formaba parte del inconsciente colectivo, del imaginario y del ADN de la capital”, dice Abelardo Mella, gerente del Hotel Valdivia, abierto en 1959. “Nací el mismo año en que se creó. Su fin es como que si muriera un hermano”, agrega.
Este emblema del erotismo criollo, que nunca tuvo letrero, se transformó en un hito gracias a sus 48 exóticas habitaciones inspiradas en África, Egipto, Polinesia, Medio Oriente, la onda disco o el pop art. Todo un éxito también fue la pieza Caracol, donde se filmó una escena de la película “Sexo con amor”, del director Boris Quercia».
Estuve en el famoso hotel Valdivia pocas veces, aunque significativas, porque desde él atesoré un amor perdurable, de cuyo hallazgo no ofreceré aquí detalles –faltaba más-, pero mi amigo poeta, el célebre Clemente Flaco Astudillo, asiduo a sus cuartos propiciatorios, enterado de la tragedia erótica que enluta a infinidad de transgresores de la monogamia con libreta civil y sacramento canónico, me telefoneó anoche, con voz cargada de congoja, para enviarme luego un texto de su autoría que transcribo de manera literal, sin quitar ni agregar una coma:
Yo era joven cuando entré la vez primera bajo sus aulas voluptuosas. Me invitó mi profesora de latín del Pedagógico, quince o veinte años mayor… Era una mujer madura, de traza árabe, nariz aguileña y grandes ojos negros almendrados. Se había separado hacía una década de un empresario exitoso, tan aburrido en la cama como latero en la sobremesa, según sus palabras. Se llamaba Zoraida. Poseía la más refinada sapiencia en las artes del amor carnal. Como maestra conspicua, me condujo primero a la habitación egipcia, y mientras se desnudaba con lenta voluptuosidad, me contaba historias de reyes y reinas de aquella enigmática civilización, para desembocar en Cleopatra, quizá la más prestigiosa de todas las amantes hasta ahora conocidas. A propósito, me narró una anécdota ocurrida a Gustave Flaubert, cuando visitó Egipto y anduvo tras las huellas de una mítica prostituta de nombre Cleopatra que fascinaba a los putones galos.
La mujer usaba sobre su cuerpo, desde el ombligo hacia arriba, una mixtura irresistible de perfumes que enloquecía a los hombres. Pero del ombligo hacia abajo, olía como la peor barragana del Medioevo. Esta combinación dialéctica entre aromas y hedores atraía a los varones más adinerados y famosos de Europa, en permanente busca de refinamientos exóticos.
Eran los años del Canal de Suez, y tanto británicos como franceses ejercían la práctica del poder en sus tres ámbitos clásicos: financiero, militar y sexual. La Cleopatra de marras cobraba una fortuna por sus favores, pero la retribución era inolvidable, muchas veces hecha triste memoria con los síntomas de la sífilis o con la ardorosa blenorragia. Tanto, que Flaubert iba a morir aniquilado por la primera de estas lacerias del sexo sin profilaxis.
Zoraida me hizo conocer las cuarenta y tantas habitaciones del glorioso Valdivia, en el mismo número de semanas. Por boca de Zoraida, además de sus besos enfebrecidos, supe datos y situaciones de todas las culturas que representaban los cuartos del placer. Enflaquecí como perro lebrel, pero jamás mis ojos lucieron aquel brillo lúbrico y sentimental que me iba a procurar tantas enamoradas, sobre todo en la casa de Simpson 7, donde habré seducido a un centenar de poetisas (eran poetisas, no poetas, entiéndase bien).
Años más tarde, quizá cuando Zoraida era ya una abuela que tejía recuerdos en chalecos y bufandas hilvanados para sus nietos, volví al Valdivia con una fogosa poeta de la generación de los 80, con la que también viví momentos imperecederos, aunque de diverso talante, porque así como nuestra explosiva relación se iniciara en aquellos espacios encantados, también concluyó de un modo que quisiera olvidar, pero mi memoria es bruja cruel, y me trae lo bueno y también lo malo de los recuerdos… Aquella última noche con mi Nadja arrolladora, yo me había dormido profundamente después del primer lance, quizá como inequívoca señal de agotamiento erótico y de cansancio sentimental. Desperté en medio de una pesadilla de gritos destemplados y feroces golpes en mis piernas. Nadja estaba de pie en la ancha cama, desnuda en toda su embriagadora belleza, blandiendo grueso cinturón con hebilla, con el que me golpeaba sin misericordia, mientras profería insultos y procacidades que no me atrevo a transcribir. Llegaron los guardias del hotel, acompañados de un carabinero. Obligaron a vestirse a Nadja y tuve que pagar una multa por desórdenes, más el dudoso valor de una lámpara de lágrimas falsas que ella utilizara como liana de emergencia para dejarse caer sobre mí…
Amigo Moure, no quiero terminar estas remembranzas del caro hotel Valdivia con imágenes penosas. Viví también en sus tibias habitaciones gratos y menos terribles entreveros de amor, pero si pudiera cumplir un último deseo, como los condenados a muerte, me gustaría revivir una velada en la habitación árabe, sentados a la usanza beduina, Zoraida, Nadja y yo, contándonos historias de amor orientales y bebiendo el perfumado brebaje del narguile, a la manera de Las Mil y Una Noches, como tanto le gusta evocar al compañero Garib.
Hasta aquí el texto de Clemente Astudillo. Al final, omití un par de párrafos que juzgué innecesarios, en los cuales mi amigo se explayaba sobre proezas eróticas desmesuradas y de imposible comprobación, como asimismo de convocatorias plurales donde se mezclaban tres o cuatro parejas, olvidando por completo la pretensión machista de dominio y uso exclusivo de la hembra, propia o apropiada.
Aunque no va a parecerle muy bien, termino recordándole al Flaco Astudillo la reflexión que me hiciera una tarde de invierno, en el Bar Unión Chica, un parroquiano anónimo: «Amigo, ni en el deporte, ni en las finanzas, ni menos en el sexo, se puede vivir de las nostalgias».
Quizá tenga razón aquel viejo beodo. Pero no pienso ahora en mis propias añoranzas, sino en las de esos miles de mujeres y hombres anhelantes, que apostaron por un momento de felicidad y de desaforada comunión erótica en aquella vieja casona que en algún día remoto, antes de las tempestades del amor furtivo, se llamó Palacio Valdivia.
Por algo habrá sido.