París es, en efecto, interminable; en sí mismo, porque proviene desde hace mucho y se renueva invariablemente todos los días, a cada hora; pero, sobre todo, por las huellas que deja en quienes viven allí un tiempo. Quién sabe cuántos sean los visitantes que hayan estado a la edad que yo tenía. Quién sabe cuáles puedan haber sido sus propias impresiones y experiencias, cómo hayan influido en el resto de sus vidas, cuántos recuerdos se hayan escrito.
Si por mi parte tuviera que referir sólo una historia, sería la que sigue. Puedo decir antes que, desde que estaba en el colegio y mientras escuchaba a mis compañeros, me propuse que nunca contaría de mis andadas con mujeres; y que así hice siempre. Excepto la que a continuación se transcribe, la que sí conté algunas veces, aunque por razones que espero se entiendan.
Una historia verdadera
Mi primer encuentro con Bardot fue en el Teatro Real de Santiago, que funcionaba como cine. Acababa de cumplir quince años, la edad necesaria de acuerdo a la censura de entonces para ver Y Dios creó a la mujer; soberbia, Brigitte: la encarnación misma de la mujer del paraíso y la tentación nuestra de cada día.
Acostumbraba sentarme en ese cine en la primera fila de platea alta, de manera que estábamos casi a la misma altura, ambos frente a frente; ella en la pantalla, claro, yo en la oscuridad de mi butaca, pero sin nadie que se interpusiera entre nosotros. Cuando se inclinaba, podía ver su escote desde arriba; cuando se restregaba en el bus, sentía que era contra mí; cuando ardía de deseo, era por mí que ardía. Terminó la película y Brigitte siguió siendo por mucho tiempo una compañía frecuente en mis desvelos solitarios.
Ya en París, me inscribí para una visita a Fontainebleau organizada para un domingo por la misma agencia de cooperación técnica que me recibía. El bus partió de frente a la sede, cerca de la plaza de Trocadero. La guía a cargo de la excursión era una funcionaria de la institución que parecía resolver siempre todos los problemas (ma propre Jeanne d’Arc, la llamé un día) y resultó ser además una excelente y versada cicerone, que inició sus explicaciones apenas el bus se puso en movimiento: sobre el castillo, Napoleón y su partida para Elba; el bosque, la escuela de Barbizon, el villorrio, la exquisitez del verdadero paté de foie gras y otras delicias culinarias del lugar; Jean Cocteau y sus frescos en la capilla de su sepultura. Mais vous savez, la France c’est toujours la France y, cuando a poco andar el bus enfiló por la avenida Paul Doumer, nuestra guía hizo de pronto un paréntesis para decir:
— Aquí algo que puede interesar en especial a los señores: pasaremos ante el número 64, donde en el cuarto piso vive Brigitte Bardot; si algún día tienen la paciencia de esperar frente al edificio, con un poco de suerte pueden verla.
Por cierto mantuve mi atención en la visita y disfruté toda la jornada. Pero a la vez no dejé de pensar en Brigitte. Al regreso había ya decidido que no perdería la ocasión de conocerla personalmente y durante el trayecto elucubré cómo hacerlo. No estaba tampoco para esperarla parado en la calle, por si acaso; pediría una entrevista. Me había comprado en Nueva York mi primera cámara réflex, que con su flash adicional lucía muy profesional: diría que era periodista. Para más precisión, corresponsal en viaje de la revista Ecran, de Chile, un semanario sobre cine de bastante tradición y, en su época, posiblemente el mejor publicado en castellano. No, no creía que me pidieran credenciales; pero si ocurría, haría como si buscaba en mis bolsillos y diría con naturalidad: Lo siento, las olvidé en el hotel; y no me parecía que pudieran cancelar por esto la entrevista. Capaz y realmente la mandaba después a la revista, y en una de esas hasta se publicaba.
El punto era, primero, cómo pedir la entrevista. Por teléfono, supongo; me respondí. Aunque me había enterado de la dirección, pero otra cosa es que me hubieran dado su número de teléfono. Momento, pensé; para eso está lo que en Chile se llama la Guía Verde, el directorio de teléfonos por domicilios de instalación, que en el país era de acceso restringido y difícil, pero recordé haber oído que en Francia estaba entre los recursos disponibles en todas las oficinas de correos. Hasta ahí llegué; y ya en mi lecho, antes de dormirme, me repasé completas mis escenas preferidas de sus películas y empecé a pensar en la entrevista.
Al día siguiente terminé apenas pude con mis obligaciones, pasé a comer algo y me fui al mejor bureau de poste que conocía. Efectivamente, allí estaba la guía; quién sabe cuántos volúmenes tendría: sólo la letra inicial de mi interés ocupaba más de uno. Quién sabe también si aparecería su domicilio: había anticipado que, en su caso y el de los personajes en general, posiblemente se omitiera. Pero no, ahí estaba; con todas sus letras, y además sus números: en el caso tres, por falta de uno; de ocho cifras en ese entonces los teléfonos de París. Los anoté en la B de mi libreta personal, verificando un par de veces no haberme equivocado. Retorné a la calle deseando no haber sido visto, que nadie más supiera en qué andaba, lo fácil que era. Preferí irme al hotel; no tenía claro si llamar o no de inmediato. Llegué a una solución de compromiso; convine en que ya no era hora para llamar, pero contra la promesa de que no faltaría de hacerlo al día siguiente. Mejor durante horas de trabajo; no muy temprano, pero en la mañana, pensé. En eso quedé en fin: llamaría algo antes de mediodía.
Sentí después que el timbre del teléfono sonaba un par de veces hasta que una voz de mujer respondió. Pregunté si sería la residencia de madame Bardot; de parte de quién, se me consultó. Me identifiqué por mi nombre y la revista, explicando que estaba en viaje y deseaba una entrevista. Se me respondió que no era posible esa semana. Reiteré que estaría pocos días y me era urgente.
— Attendez -se me dijo; y tras corta espera tuve la respuesta, — el próximo martes a las 6 p.m.
— En ese caso regresaré especialmente y estaré a la hora en punto - precisé.
Nos despedimos, colgué y casi no podía ya creerlo: me encontraría con Brigitte.
No diría que me consumió la impaciencia. Al contrario, mastiqué los días de expectación. Elaboré una idea de entrevista no en tanto cuestionario, sino como temario con distintos aspectos de interés y maneras de suscitarlos; redefiní varias veces la tenida con que me presentaría; preparé cuanto pude cómo me expresaría en francés, desde la presentación inicial a algunos comentarios posibles con que amenizar la conversación. Tal cual había anunciado, puntualmente me presenté. Se me hizo pasar a una sala más bien pequeña, amueblada estilo madame de Pompadour. Preferí sentarme en una de las sillas, sin las limitaciones de los brazos de un sillón, de frente a la segunda puerta, por la que presumí entraría, y me concentré en la espera. Y apareció. Enfundada en un sencillo vestido de lanilla de color blanco marfil, cerrado, con mangas tres cuartos y falda semi Chanel; como habría imaginado que aparecería, apareció.
— Bon jour - saludó, y me extendió la mano.
Por primera vez en mi vida besé una mano; no sé por qué, tal vez sólo por la forma en que me la extendió. Se sentó después en el sillón en frente mío, sin que apenas mostrara sus rodillas. Le tomé luego un par de fotos, y otra de ambos, en la imagen del gran espejo en un muro de la sala donde me vi reflejado junto a ella.
Formuló al principio algunas consultas sobre mi país y la revista, más bien por gentileza, me pareció, y rápidamente conseguí entrar en materia. Mientras se explayaba sobre mis preguntas y los alcances con que de vez en cuando la interrumpía, fui tomando notas, aunque la mayor parte del tiempo sólo simulando que lo hacía, mientras trataba sobre todo de retener las impresiones que me causaba, seguir el hilo de sus ideas y grabarme algunos de sus giros de lenguaje. No parecía tener apuro ni límite de tiempo, pero a la hora y media resolví por mi parte asumir la iniciativa de redondear para el fin. Cuando a modo de término le agradecí por sus respuestas, pareció sorprenderse.
— Nunca había tenido una entrevista así - musitó, — me ha hecho usted pensar tanto en mí misma…
Nos incorporamos. Me acerqué para despedirme. Había en su rostro un mohín de decepción, sus labios fruncidos hacia delante en un gesto que le había visto y recordado tantas veces…
— ¿Puedo besarla? - pregunté.
— Bien sûr - consintió.
Y cuando me incliné hacia su mejilla, me besó en la boca. Con aquellos mismos labios de fruta, dulces y húmedos me besó. La abracé entonces para besarla de nuevo, sentí sus pechos contra el mío, sus manos acariciando desde mi espalda a mi cuello.
— Reste -me pidió, — reste ce soir avec moi.
La noche fue un delirio. Hubo pasión, pero no prisas. Cada movimiento fue vivido enteramente. Olvidé el cine, quién era ella, todo. Me consagré a su cuerpo, su calor, sus aromas, la expresividad de sus grandes ojos de gacela, su persona. A ratos sin embargo me parecía vernos en pantalla, su imagen se entrecruzaba con las películas y sentía potenciarse mi energía. Hubo un momento culminante en que la vi como el retrato de Sylvette David pintado al carbón por Picasso, pero transfigurándose a la manera cubista, y en colores: otro cuadro de Picasso (aunque el mismo); sentí que yo también me reconfiguraba en semejante estilo y todas nuestras dimensiones se acoplaban como piezas de un rompecabezas: tuvimos una perfecta conexión. Me encantaron su forma de requerir y darse, su absoluta desinhibición y sus modales de mimada, su continua comunicación sobre lo que deseaba y le complacía, el tono y las inflexiones de su voz cálida, sus gemidos y los susurros con que me animaba. Comentamos a ratos, satisfechos; otros, dormitamos entrelazados.
Desperté entrada la mañana. Bon jour, decía ella de nuevo, ahora de pie al lado del lecho. Vestía una bata corta amarilla y traía una bandeja con frutas, quesos frescos y miel, jugos y café.
Había abierto la cortina que recubría un muro de vidrio hacia el parque interior del edificio, las copas de los árboles alcanzando en frente nuestro el cielo y cambiando de luminosidad y coloración con el movimiento de sus hojas. Reiniciamos las caricias y, mientras estaba en sus brazos, sentí que navegaba en el follaje.
— Je t’aime - susurró.
— Moi non plus- me anticipé al responder.
No fui a mis actividades esa mañana. Regresé temprano en la noche. Me propuso que al día siguiente nos fuéramos a su villa La Madrague, en Saint-Tropez. Me imaginé lo que sería. Bailaríamos en El Papagayo, ella descalza, con su cabello suelto y un vestido escotado y sin espalda hasta mostrar la línea entre sus nalgas. Imposible evitar los paparazzi. A la mañana siguiente veríamos los periódicos mientras tomábamos el sol, desnudos en la playa. Allí estarían las fotos, las especulaciones sobre su acompañante y la pregunta: Qui est-ce?, que desataría el acoso. Nos internaríamos un poco en el mar flotando sobre un colchón inflable doble. Juguetearíamos al suave vaivén de la marea; tiens!: nos filmarían desde un bote. Las imágenes aparecerían en los noticieros. Muy posiblemente serían incluidas en Les Actualités Françaises, que por entonces solían proyectarse en las funciones de cine en Chile. El domingo mi madre iría al cine con quien era mi polola, que me vería en pantalla. Sería un desastre; no: no estaba dispuesto a arriesgar mi compromiso.
Resolví cortar por lo sano. No vi a Brigitte. No hubo entrevista. Preferí ni llamar siquiera.