Terminados mis estudios, me incorporé a un centro de investigaciones recién creado en mi misma Facultad y, a inicios del año siguiente, viajé en su representación a París por razones institucionales y también para resolver sobre mi interés en proseguir estudios de posgrado en Francia.
Recorrí París durante dos meses, incansablemente, en derredor de cada parte a la que iba, siguiendo con detalle los trazados de las guías, atendiendo las referencias personales que recibía; los fines de semana completos, comiendo a veces de una baguete llevada bajo el brazo, combinada con chocolate en barras; visité largamente monumentos, museos y librerías; vi todo tipo de espectáculos y algunos de mis artistas favoritos; paseé en bateaux mouche y, para no perder ocasión de contemplar las calles, usé en lo posible buses en vez del metro; fui a los alrededores de mayor interés. Aprendí que la ciudad en las noches era en aquel tiempo más bien oscura y sin movimiento, salvo en los lugares de vida nocturna, donde el esparcimiento podía llegar hasta el alba; y que su nombre de ciudad luz tenía origen preciso, aunque me pareció que podría referirse también al cielo variante de colores pero siempre radiante o, sobre todo, a la intensidad del incesante bombardeo de estímulos, que no podía sino liberar energías creativas.
Dediqué al Louvre jornadas completas y bastante tiempo a cada una de las obras más famosas y secciones que me fueron más atractivas. Desde la primera visita, vi por supuesto a La Gioconda; sabía ya, antes de verla, dónde me esperaba: en qué sala y lugar preciso; la miré primero desde lejos, apenas entrado a la sala, y constaté que me clavó de inmediato su mirada. Me fui acercando después aparentando interesarme en otros cuadros mientras me volvía a observarla desde distintos ángulos; y confirmé que no dejaba de mirarme. Me planté finalmente frente a ella y la repasé detenidamente, parte por parte; y luego me concentré en sus ojos, que no me despegaron la vista. Amagué después retirarme, y regresé a verla; y volví de nuevo horas después, antes de retirarme del museo.
Cumplí en París mis veinticinco años. Compré ese día entradas que me di de regalo y, ya cerca del mediodía, fui a recoger mi correspondencia, para celebrarme yendo a leerla, así como el periódico (que se publica con fecha del día siguiente), en Aux Deux Magots, donde más o menos sabía quiénes habían estado antes. El día estaba soleado y casi cálido. Tuve la impresión de tener la vida en mis manos y me sentí a gusto conmigo. Me pareció que podía verme a mí mismo y habría querido sacarme una foto; pensé en quienes me habían escrito y quienes quería, en quienes habría deseado que estuvieran allí para compartir o me hubiera gustado que pudieran verme; y tuve la impresión de que quién me miraba era en realidad La Gioconda.
Me enfrasqué en las cartas recibidas. Había entre ellas una de mi primo Jaime. Me contaba que en un accidente había fallecido un amigo común, Carlitos Alvarado, algo más joven que ambos, compañero y más bien amigo de mi primo, pero con quien había alternado bastante apreciando su carácter positivo y siempre bien dispuesto. Releí esas líneas y terminé de leer la carta antes de volver a mirar en derredor: todo seguía igual aunque nada era lo mismo. Por primera vez había muerto alguien para mí cercano y de edad como la mía; sentí la fragilidad de la existencia. Ya no quise leer el diario, que a lo mejor era realmente el del día siguiente, y quién sabe qué más pudiera pasar aún durante el día; o hubiera debido leer el del día anterior; o el de hace varios días, para tratar que aquello no hubiera ocurrido.
Volví a pensar en qué haría en adelante. Tenía desde hacía ya tiempo el que efectivamente fue mi único pololeo largo. Quien era mi polola estaba pasando sus vacaciones de verano con mi madre, en la casa de Constitución que había sido de mi abuelo.
Opté por irme esa tarde de nuevo al Louvre. No falté por cierto de admirar una vez más a La Gioconda. Caminé el resto del día todo lo que pude. Me dormí en la noche pensando en que me seguían mirando aquellos ojos fijos.