Siglos antes de la conquista hispana, el tejido había alcanzado en los Andes una perfección y diversidad que superaba a la textilería europea de la época. Fue un Arte Mayor, un oficio que entre los inkas se desarrolló en talleres especializados con productos de diversa calidad según los requerimientos del Imperio.
El textil andino, además de su función de abrigo, fue signo de cultura y de identidad, ya que los ancestros míticos les asignaron a los pueblos determinadas vestimentas para distinguirse. Mantas, túnicas, vestidos, fajas y tocados, eran un recurso simbólico para significar diferencias étnicas, de rango y de ocupación en la sociedad andina. El tejido más sofisticado fue también un bien preciado que combinaba el deseo de ostentación y lujo, con la necesidad de distinguirse de los demás.
El tejido se instaló en todas las esferas de la cultura andina. Algunas tapicerías y extensas telas pintadas cubrieron muros de templos y palacios, junto a delicadas y transparentes gasas y tejidos reticulados. Muchos textiles se destinaron al intercambio en alianzas políticas, para el culto y ofrenda a las deidades, o como envoltorio de fardos funerarios, dispuestos unos sobre otros, en una reiterada opulencia de texturas, colores y símbolos. Con el mismo esmero se tejía toda clase de artefactos de uso cotidiano, entre ellas, redes de pesca, bolsas, balanzas y hasta instrumentos de contabilidad, como el quipu. Una destacada expresión textil son las esculturas tejidas, que reflejan un momento cúlmine en la exploración de las potencialidades de este arte prehispánico.