Mis afanes en otro plano tampoco desmayaban. Y de pronto lo que alguna vez tenía que pasar, aunque parecía que no terminaría nunca de ocurrir, aconteció. Como suele suceder, cuando menos se esperaba acaeció.
Leía entonces todavía en cama, de noche antes de dormirme, y aun a veces hasta tarde, sólo la lámpara de mi velador encendida en la casa. La puerta del dormitorio estaba entreabierta a la izquierda de mi cabecera, del otro lado de la luz que me alumbraba. Sentí un ruido, me volví y allí estaba Norma, de pie en la entrada, su mano derecha apoyada en el marco de la puerta, su mano izquierda aún en la manilla que había tomado para abrir paso a su cuerpo, que los brazos abiertos mostraban completo. Había venido descalza, con un camisón de dormir blanco que la luz en medio nuestro tornaba transparente (mi madre habría dicho: Una telita de cebolla; quién lo hubiera creído de la Norma), visibles sus pechos que se marcaban bajo la tela delgada con sus pezones de aureolas oscuras y en el pubis el triángulo negro que señalaba la juntura entre sus piernas, sus ojos también negros con un brillo intenso.
— Le voy a aceptar - anunció.
Abrí mi cama para levantarme a recibirla y, antes de que alcanzara a más, se deslizó en el lecho. Al acostarse, su camisón se arremangó descubriendo hasta sus muslos. La besé como para no tener que decir nada, nuestras bocas vaciadas una en otra por entero. La había besado antes en varias ocasiones, intentando persuadirla mientras ella me esquivaba, cedía a veces sus labios brevemente aunque casi sin corresponder, como por otorgar algo que pusiera término al asedio, se revolvía en mis brazos por momentos sin mayor voluntad de desprenderse, a veces con una casi risa de juego, pero repitiendo en seguida sus negativas divertida o seriamente, aunque igual separándose al final bruscamente. Pasó así reiteradamente, y resolví por tanto desistir o desde hacía días no había insistido.
Había tenido mejores resultados en otros dos distintos casos precedentes, que palpé la tibieza de sus entrepiernas y llegué en fin al centro palpitante de mis anhelos, suave, húmedo y aun más tibio.
La primera vez, ambos todavía vestidos pero tendidos sobre el sofá donde consentida y crecientemente nos habíamos besuqueado por largo rato, me pareció que todo era inminente. Al sentir el toqueteo de mi mano, ella emitió una especie de gruñido de placer y se movió para encontrarla mejor; traté pues de reacomodarnos, desplazándome un tanto sobre su cuerpo a la vez que me deleitaba acariciando abajo los pliegues melosos de su hendidura, mientras conseguí aflojar mi cinturón y empecé a abrir mi pantalón; pero entonces ella se incorporó de un salto, me sorprendió diciendo:
— Usted que es malo… - y escapó dando un portazo a su salida.
La segunda vez fue a orillas del mar, en Cartagena, adonde habíamos ido caminando con Pepe desde su casa en San Sebastián, nada más para ver qué podía pasar. Encontramos dos muchachas con las que entablamos conversación, casi sin advertirlo nos separamos en parejas y nos perdimos de vista. Atardecía y me las arreglé para alejarnos al lugar más apartado en la terraza de la Playa Chica, cercano a los roqueríos. Allí nos besamos y, según oscurecía, avanzaron las caricias. Me dejó tocar sus pechos y luego soltar su sostén para hacerlo a piel desnuda bajo la blusa. Avancé entonces mi mano desde la cintura, bajo la falda primero y luego bajo el calzón, encontré sus vellos y alcancé después su vulva, que me pareció como sus labios mientras me besaba con lengua.
— Bajemos a la playa - propuse, con la voz algo entrecortada por la calentura y la audacia de la sugerencia.
Se separó apenas, como para mirar hacia abajo pareciendo acceder, aunque buscaba en realidad luz para ver la hora en su reloj y prorrumpió casi con un grito:
— ¡Me tengo que ir…!
— No -pedí — quédate, por qué te tienes que ir.
— No puedo - insistió, mientras se arreglaba la blusa y empezaba a correr — está por partir el último bus que tengo.
— Bus para dónde -pregunté, mientras corría a su lado.
— Para mi casa en Llolleo - precisó.
— Te espero mañana - atiné a decir.
— Anda tú -replicó —. En la tarde, a las seis, en la plaza.
Quedamos en eso, me dio un último beso y subió a su bus que partió mientras la veía avanzar por el pasillo buscando asiento.
Al día siguiente llegué tarde al bus que debí tomar. A lo mejor no hubiera sido nada, pero el que tomé no solo cruzó primero San Antonio, sino se detuvo y lo recorrió después completo, lentamente, antes de seguir a su destino. Con más de una hora de atraso llegué a la plaza, me di varias vueltas -una plaza circular la de Llolleo, como hay pocas en Chile- miré al inicio de unas cuantas calles, no supe cómo explorar más, la seguí esperando, volví a dar vueltas hasta que casi anocheció; lo único que falta es que ahora me quede sin bus para el regreso, pensé, y emprendí el retorno a casa de Pepe, pudiera decir que con la cola entre las piernas.
Nunca antes me había besado así Norma, con una lengua que no dejaba de buscarme o responder a la mía. Le subí aún más la camisa mientras acariciaba sus caderas, sus nalgas, su cintura y después sus pechos sintiendo endurecerse sus aureolas y pezones, y me agradó encontrar en sus axilas el pelo crecido, también negro; mientras ella abría a su vez los botones de la chaqueta de mi pijama. Cuando me ayudó a bajar los pantalones, quien mi padre llamaba «el amigo de abajo» ya estaba afuera, y ella lo sopesó con tiento y manifiesto veredicto aprobatorio.
No fue pues ni parecido a lo de: Yo me quité la corbata./ Ella se quitó el vestido./ Yo el cinturón con revólver./ Ella sus cuatro corpiños. Tampoco tenía Norma el cutis tan fino, ni semejando el de nardos o caracolas, sino grueso, pero de color aceitunado y como humectado para los deslices de mis manos, que fueron pronto a sus muslos y la encontraron abierta para recibirme. Lamento no poder decir a mi vez que: Aquella noche corrí/ el mejor de los caminos,/ montado en potra de nácar/ sin bridas y sin estribos. Por el contrario, apenas enfilé a puerto, me desfondé antes de tiempo. En contrapartida, recibí respiro, comprensión y, sin ningún apremio, paulatinamente aliento. Al segundo intento, sentí que estaba en el blanco, presioné levemente y confirmé que así era, penetrando apenas; hasta allí llegué, y desfallecí de nuevo. Me abrazó esta vez fuertemente, y por un rato impidió con sus piernas que me moviera de donde había estado, mientras se restregaba contra mí acezando y besándome en uno y otro oído alternadamente, buscando por sí misma su sosiego.
Me quedé después tendido de espaldas, como ella, ambos enteramente descubiertos. Le tomé una mano sobre la sábana, entre nuestras caderas. Nos miramos. No sabía mucho qué decir.
— ¿Quieres fumar? - le pregunté.
— Me gustaría -asintió -. ¿Quieres tú?
Me levanté tal cual estaba para ir a mi escritorio por cigarrillos, fósforos y cenicero.
Me senté luego a su lado, las piernas recogidas, los pies sobre la cama, contemplándola de frente; ella desnuda.
Encendí un cigarrillo y lo puse entre sus labios. Aspiró y expiró el humo mientras encendí un segundo para mí.
— No me mires – pretendió, cubriéndose los pechos con un antebrazo.
— ¿No te gusta que te vea fumar? - se me ocurrió decir; y deslicé una palma por su seno
bajo el antebrazo para acariciarle una mejilla, con la que me oprimió la mano contra su
hombro.
Terminamos de fumar y, después de poco, la besé de nuevo. Se inició así otra cadencia, más lenta, pero persistente. Llegado el momento, fue ella quien me guió esta vez al punto y entré suavemente.
— Así - musitó - asííí…
Sentí lo que estaba haciendo, quise penetrar algo más, y volví a eyacular. Me dejé después caer a un lado, con una sensación rara, entre de satisfacción y desaliento, entre de agrado y vergüenza. Se volvió entonces hacia mí, tiernamente me ayudó a esconder el rostro apegándolo a su cuerpo, esperó un rato, quiso después mirarme a los ojos, y concluyó:
— Ya está bueno, me voy - se levantó escabulléndose de mis manos, y se fue.
Debo haberme dormido cuando apenas terminó de irse y al día siguiente me sentía liviano, entero y entusiasta. Estaríamos solos en casa todavía un tiempo. Estaba por iniciar mi segundo año en la Universidad.
Contra lo que hubiera creído, el ardor reapareció desde que desperté, cada vez que recordaba lo ocurrido, o que la erección me llevaba a recordarlo, no sé; y así continuó siendo, sin que se aplacara, sino recrudeciendo de nuevo cada vez. No volví a estar con Norma la noche siguiente, ni la subsiguiente, sino hasta la de tres días después. Ni siquiera fue entonces, pero nos seguimos acostando en cada ocasión que hubo y, al cabo de no podría decir cuánto, no antes de semanas, la sentí en fin estremecerse junto a mí con un hondo suspiro de gozo y decir luego desde dentro:
— Ahora sí…
No era mucho lo que hablábamos. Aunque bastaba que nos acostáramos, y me tuteaba. Nos levantábamos, y no dejó nunca de decirme usted.