Llegado el segundo bimestre, el profesor de castellano (a quien ya llamábamos Berceo, por el divulgador en lengua romance de relatos del latín y primer poeta en nuestro idioma cuyo nombre se conozca) pidió de nuevo una composición personal para la semana siguiente, y esta vez se permitió incluso consultarnos:
— ¿Qué tema quisieran?
— Mejor tema libre, señor - se atrevió alguien.
— Conforme -accedió quien nos iniciaba ahora en los clásicos de nuestra lengua y en el cultivo de las letras— tema libre; cada uno escribe sobre lo que le parezca.
P. rumió durante varios días sobre qué escribir y, cuando se dispuso a hacerlo, la noche antes del plazo de entrega, aún no lo sabía. Y no lo supo hasta que terminó.
O, mejor dicho: supuso entonces que lo sabía.
En todo caso, al releer lo escrito antes de pasarlo en limpio, el título le resultó evidente: La Maleta, y así le puso; fueron esta vez casi cuatro páginas de cuaderno manuscritas.
El texto era un relato -enteramente imaginado se imaginó que era cuando lo escribió- de lo que habría sido su primer viaje solo en tren, desde Santiago a aquel pueblo en que estudió antes. Su padre lo iba a dejar a la estación, lo acompañaba a elegir asiento y acomodarse en el carro, y antes de descender para despedirlo desde el andén, ponía la maleta que llevaba P. en la parrilla portaequipaje del mismo lado, pero sobre los asientos enfrentados al que P. había ocupado, en forma que pudiera mantenerla fácilmente a su vista. Luego de la partida, P. reparaba en que era su primer viaje solo en tren, se preguntaba sobre qué prevenciones debería tener, observaba en derredor el carro de tercera en que viajaba, casi vacío -una señora con un bebé de brazos, otra con bocio, un anciano, un señor con yeso y muletas-, decidía despreocuparse, se entretenía con el paisaje, leía; y de pronto se inquietaba: la maleta, cómo podría bajar la maleta desde la altura en que estaba, no había a quien pudiera pedirle ayuda -el carro era como la corte de los milagros, pensó, y se acordó de Oliver Twist (colección Robin Hood)- claramente no alcanzaba a la parrilla, su padre era de mucho mayor estatura y había tenido que alzar los brazos para ponerla allí; peor aún, en qué momento podría hacerlo, cómo asegurarse de que conseguiría bajarla y descender del tren en el corto lapso de detención cuando llegara.
P. hacía un esfuerzo por tranquilizarse; tengo tiempo, pensaba, tiempo para pensar, ante todo debo estar tranquilo, se decía, tratando de concentrarse por un rato en otra cosa, en el próximo partido de la Católica con Colo-Colo, por ejemplo, en que sería mejor empastar juntos los cuatro libros de la serie de Salgari sobre el capitán Tormenta (colección La Linterna, serie Azul); pero no era fácil, cada vez aparecía de nuevo la maleta y su ansiedad se acrecentaba: por qué habré querido venirme en tren, se reprochaba, por qué no en bus, si es tanto más fácil, no tendría este problema. Ni aun parándose sobre el asiento alcanzaría, pensaba, seguro estaría además prohibido pararse en los asientos; tal vez apenas alcanzaría si se paraba en el brazo de los asientos de enfrente, ahí sí, pero quién sabe si podría, el peso de la maleta se sentiría distinto al tomarla arriba, sería difícil equilibrarse en el brazo del asiento con el peso y, más encima, el bamboleo del tren, ni que decir con algún frenazo a la llegada.
A medida que el viaje transcurría, la preocupación era cada vez más apremiante, P. sentía como se le apretaba la boca del estómago, trataba de regular la normalidad de la respiración y se mantenía rígido, la cabeza y la espalda apegadas al respaldo de su asiento, la vista fija arriba, mirando reconcentradamente a la maleta, tratando de imaginar cómo bajarla. Le pareció que el tiempo había pasado sin que se diera cuenta, pues se encontró de pronto con que el tren ya estaba en Pelequén: la próxima parada era la suya; el tren reinició la marcha, P. calculó luego que habría avanzado la mitad de la poca distancia que faltaba y aún no veía solución ninguna.
Se abrió entonces en el otro extremo del vagón la puerta delantera y entró un inspector en uniforme -corpulento y de bigotes, lo describía P.- que avanzó contra la marcha del tren como si fuera contra la corriente, remando con los brazos para darse impulso con las manos en el respaldo de los asientos de ambos costados:
— Boletos-sin-revisar-y-pasajeros-que-descienden-San-Fernando-próxima-parada-y-ramal-a-Pichilemu -pregonaba con una cantinela monocorde e ininterrumpida.
— Aquí, San Fernando -lo interceptó P. cuando estuvo cerca, extendiéndole su pasaje; y mientras el inspector perforaba un hoyo en el cartón del boleto con una especie de tenaza, agregó: — señor, ¿podría por favor pasarme mi maleta? -al mismo tiempo que se ponía de pie y la indicaba con su mano, más que nada para mostrar que él no alcanzaba, pues era la única que había.
El inspector bajó la maleta con facilidad, calculando su peso en el aire en tanto observaba a P. con ojos experimentados, y prefirió dejarla de una vez cerca de la puerta por la que siguió su recorrido, sin haber dicho otra palabra que las de su cantinela, despidiéndose con un doble movimiento de cejas arriba y abajo.
— Gracias señor -le respondió P., y comenzó a prepararse para la llegada.
Pensaba ya en lo que seguía: las altas gradas del estribo del tren para el descenso, salir de la estación, el largo camino hasta el liceo cargando la maleta, la prontitud con que empezaba a oscurecer (a ver si no le aparecía algún malvado Fagin), el tiempo justo para no atrasarse y encontrar la puerta cerrada.
Un cinco menos fue ahora la calificación que obtuvo.