Efectivamente, había vivido la contraposición de amor y sexualidad desde la niñez (o, en otros términos: si A = amor y S = sexo, como si: A ⬄ S), durante toda la adolescencia y también los inicios de la juventud; desde que tenía recuerdos, durante su primer y su segundo internado y todavía, al menos, hasta sus primeros años de estudiante en la Universidad. La razón era bien simple: en aquella época se preconizaba, en general, que había por una parte el amor y por otra el sexo; y de allí a considerarlos contrapuestos solo mediaba un paso, que si en el discurso establecido no se franqueaba, a falta de mayores precisiones operaba como su consecuencia subyacente, la que en su composición P. no había hecho más que poner en descubierto.
No es que se pretendiera ignorar el sexo, al menos no en el caso de los varones; así como se propugnaba la virginidad femenina, por el contrario se incitaba y aceptaba la sexualidad masculina, de la que más bien se hacía alarde.
— Tenías pocos meses -le comentó alguna vez a P. su tía Techa,—cuando te ponían en mi cama mientras te mudaban, me hacías cariño con tus manitos y todos te celebrábamos porque se te paraba el pilín -y los familiares que escuchaban corroboraron lo dicho y celebraron de nuevo.
A los seis años, encaramado sobre el lavaplatos de la cocina, P. trató con denuedo de besar en la boca a la señora que trabajaba en casa, excitado por sus labios pintados de rojo intenso, quien lo contó después a su madre entre grandes risas de ambas.
Años después el tío Omar solía preguntarle:
— ¿Ya le vio el ojo a la papa, sobrino?
Debe haber sido a los quince años cuando P. hizo un intento que fue denunciado la mañana siguiente a los tíos en cuya casa estaba; por un par de días el tío Arturo se atusó el bigote sin que le haya dicho nunca nada, hasta que la tía se lo dijo clarito:
— Prefiero perder una empleada a tener un sobrino maricón.
En otra ocasión, en lo que puede haber sido una voz de aliento, fue el tío Osvaldo quien le comentó:
— Esa mujer debe ser de las que muerde… -aunque P. entendió más bien que era un malicioso intento interesado de sonsacarle información, y evitó por cierto dar indicio alguno de respuesta.
La sexualidad había sido, por lo demás, uno de sus mayores alicientes de lectura, que lo llevó a dar cuenta tempranamente, ya desde San Fernando, de buena parte de la literatura chilena, así como a abordar distintos otros autores, básicamente a la búsqueda de erotismo; y después, al comenzar su segundo año en el INBA, su padre le transfirió un par de libros ilustrados sobre sexo y reproducción que se transformaron en recurrente material de consulta no sólo para sus propias inquietudes, sino las de todos sus compañeros sobre la materia.
El punto no es pues que se recusara el sexo, sino que se prescribía claramente a los varones que había por quienes sentir amor y, alternativamente, hacia quienes podía orientarse la sexualidad; así había sido no sólo para P., sino para todas sus amistades y conocidos más o menos de su edad: la diferencia era socialmente propiciada y condicionada en la familia, sus relaciones y por todo en derredor. Tal era lo que P. había comentado y discutido años más tarde muchas veces, lamentando su suerte y envidiando la de generaciones siguientes poco después a la suya; a veces medio en broma por la parte de juventud perdida, pero también consciente de que había sido una formación que no podía dejar de tener consecuencias perniciosas, aunque normalmente lo pensó, sobre todo, en relación a la fidelidad.
—¿Cuándo cambió esto en Chile? -le preguntó alguna vez durante el exilio en México el primo Roberto, marido de la prima Lucía.
—Empezó a cambiar hacia mediados de los sesenta -fue la respuesta: — tras la revolución de la píldora; en cualquier caso cuando ustedes ya se habían casado y no vivían en el país, y algo había ya cambiado más o menos cuando nosotros nos casamos.
Y luego, estando a solas, su prima le comentó:
— Cuando pololeábamos, yo sabía que él tenía otra con la que se acostaba; y no me importaba.
Efectivamente, el comportamiento propugnado no dejaba asimismo de incluir sus necesarios complementos respecto a la fidelidad, debidamente administrados tanto a hombres como mujeres, incluso para ulteriores efectos conyugales. Había por la época, por ejemplo, un aserto generalizado, que solía citarse sin reticencias, aún en ocasiones de departir amablemente en familia o con amistades de confianza, matrimonios y sus descendencias presentes, a saber: Los maridos se dividen en dos clases: los pillados y los no pillados. En buen romance: el matrimonio era una convención de deberes desiguales que, en cuanto a la fidelidad conyugal de los maridos, no requería sino habilidad y prudencia de su parte, a la vez que desentendimiento o tolerancia por parte de sus señoras.
Mientras P. recapitulaba lo anterior pensando todavía en su composición, fue aquí que se dio cuenta de algo en que no había reparado nunca antes: ninguno de sus amores hasta después de la transición que se inició con su amor por Viviana había tenido para él, por cierto, connotación sexual alguna, ni en la realidad ni mucho menos en sus fantasías; pero con sorpresa se percató de que incluso muy posteriormente, cuando le ocurrió reencontrarlas en la vida, tampoco habían cobrado otro atractivo que no fuera de remembranzas o simplemente afectivo: era como si, a sus ojos, hubieran quedado revestidas para siempre con una aureola de pureza. De manera pues que, aparte de su concomitancia con la infidelidad, la contraposición en sí misma parecía perdurar incluso después de haber sido resuelta, o seguir obrando al menos de manera retroactiva; y quién sabe a qué pudiera deberse su persistencia, o si no tenía aún otros alcances; tuvo la impresión de que tras todo esto había un trasfondo de mayor envergadura y se quedó aún dándole vueltas.
En cuanto al amor, en cambio, no es que se dijera mucho (ni quién sabe cuánto sentido pueda tener lo que tan sólo se diga). Había desde luego una idea, para decir lo menos, positiva: parecía considerarse en general deseable y corresponder, además, a una propensión espontánea, genuina y profunda. Aunque el concepto en sí era un tanto confuso; abarcaba todo: amor filial (extensible a distintos familiares), amor familiar (extensible a relaciones cercanas) y amor fraternal (extensible a las amistades); amor a los demás, genéricamente (amor al prójimo, si se quiere); amor a Dios, también (presumible al menos en el caso de los creyentes); amor a la patria (a menudo mayor entre quienes menos lo proclaman); amor a sí mismo (que con frecuencia tiene mala reputación, aunque por el contrario, el «amor propio» suele considerarse encomiable); y otros amores, desde luego, por ejemplo al arte (aunque “por amor al arte” es una fórmula de uso más bien en sentido negativo). Respecto al amor de pareja, ni tan claras sus diferencias, ni si es lo mismo o tan sólo una variante más de las anteriores; si es el amor propiamente tal y lo que debe entenderse específicamente cuando se dice amor, o si se requiere alguna expresión complementaria como la recién usada para identificarlo, ni cuál deba ser ésta; ni mucho menos qué relación tenga con la sexualidad, o si la supone.
P. recordó con claridad haberle comentado a Viviana como una imagen de amor la de los suegros del tío Arturo, en cuya casa de playa pasó en aquellos años algunos de los mejores veraneos de su vida:
— Se respetan y apoyan en todo lo que cada uno hace o dice -le contó, — se entienden como por anticipado ya sea que estén de acuerdo o no y, a la edad que tienen, se pasean a veces tomados del brazo y de la mano mientras conversan.
No es que no pudiera mencionarse tal vez algún otro ejemplo; pero a decir verdad, eran más bien escasos. El amor, el amor verdadero, el amor de pareja, no se encontraba con frecuencia, casi como si en la vida real no existiera, o no fuera posible; parecía ser más bien asunto de ficción, en especial de la literatura o el cine (y ni qué decir del cancionero); desde las películas de Hollywood en esa época, a Romeo y Julieta, en el filme de Renato Castellani que el profesor de música pidió que todos vieran para su clase cuando P. estaba en 5º. C -primera vez que se encontró con Shakespeare-, o la versión después en teatro según la traducción de Pablo Neruda; desde en especial la poesía, a muy en particular la del mismo Neruda. P. se acordó asimismo de cómo sollozó, todavía a los dieciocho años, cuando leyó El Niño que Enloqueció de Amor, de Eduardo Barrios, temiendo que pudiera ser aún lo que le pasara a él. Porque sí, se debía además agregar esto: había una fuerte tendencia a que el amor terminara mal; en tragedia (como en el paradigma de Shakespeare), ocultamiento y sacrificio (Cyrano de Bergerac), renunciamiento (Casablanca) o, más a menudo, en desilusión o desengaño; tanto, que había también prevenciones sobre el amor: riesgo de desdichas o de perder la cabeza (¿o era que debía vivirse así para que fuera verdaderamente amor?).
Por lo demás, tampoco respecto a la sexualidad nada era por supuesto fácil. Una cosa es que en cuanto a los varones se alentara y asumiera, que se prestara para chanzas y acicates, y otra bien distinta que se pudiera concretar (o que la estuvieran dando, como pudiera decirse en el país; al menos no como Dios manda, se podría agregar entonces). Aparte los sórdidos recursos a la prostitución y el asalto a contrapartes de menor condición social (porque, en rigor, tal era lo que se preconizaba), no había otra salida sino la masturbación; y eso sí, a ésta se la reprobaba firmemente. P. empezó a masturbarse a los cuatro años, con la imagen de los muslos de la señora que trabajaba en su casa cuando se inclinaba para hacer las camas; o luego sólo para aplacar la erección que le suscitaba manosearse por curiosidad o entretención; o más tarde con fantasías provocadas por imágenes del cuerpo femenino o situaciones eróticas en la lectura.
Tal vez sus padres ya lo habían advertido, pero a los cinco años su padre lo sorprendió en flagrante masturbándose desaprensivamente al aire libre en una terraza de la casa; y lo castigó duramente con su cinturón, sin que P. recuerde que haya mediado antes ni después explicación alguna. En adelante, sin embargo, en especial su madre no perdía ocasión de atribuir a la masturbación consecuencias nefastas, desde quedarse tonto a la meningitis que padeció un primo, desde la enclenques física al agotamiento de la virilidad; sin que por cierto P. haya dejado por esto de masturbarse, ni que tampoco lo hayan atemorizado mucho tales prevenciones. Aún así, fue un gran desahogo cuando, avanzado ya el primer año en el INBA, tras explicar el aparato reproductor masculino, la naturalidad de las poluciones nocturnas (placer enorme, en aquel tiempo intensamente deseado, pero de muy rara ocurrencia) y las consecuencias eventualmente negativas de la acumulación de líquido seminal, el profesor de biología señaló sin tapujos:
— Hay que limpiar la escopeta, guatón -(que era como llamaba a cada alumno, mientras levantaba la mano derecha juntando hacia arriba su índice al pulgar); — y el que no consiga gorro, siempre puede recurrir a la Manuela.
— ¿Cada cuánto tiempo, señor? -no faltó de inquirir alguien.
— Tampoco hay que exagerar -contestó aquel profesor inolvidable (a quien por su apellido llamábamos Huertita) — pero una vez a la semana puede ser conveniente.
De hecho pues, lo que en la composición se había en realidad contrapuesto al amor, no era propiamente la sexualidad en sí; sino lo que precisamente se calificaba de apetito: su ansia, su deseo, el instinto sexual que bullía normal y crecientemente, estimulado pero a la vez maltratado, y confinado a soluciones efectivamente degradantes o a su inculpado ejercicio solitario. Cuando la escribió, estaba todavía por delante el esclarecimiento de cada uno de los términos empleados en el título, y por ende también el de su relación; tarea nada simple, desde luego, ni que tenga por qué serlo, pensó, pero aún menos si es necesario batallar contra su distorsión de inicio.
Tras releerla, P. convino en que amor y sexo son por cierto distintos (es decir, que: A ≠ S); estimó que su diferenciación puede presumirse de surgimiento natural a partir del nacimiento y la lactancia, o la relación con los padres en general; y también que, por ende, en asumir su diferente entidad posiblemente radique en buena medida el equilibrio del desarrollo personal. Pero se apercibió a la vez de que no había sido sino por su propia experiencia que pudo descubrir más tarde, avanzada ya la juventud, que en el amor de pareja (AdP) no se contraponen, sino justamente se confunden (esto es, que AdP = A U S); y la culminación del amor en su coincidencia con la sexualidad, casi como si hubiera sido un secreto bien guardado, que nadie le había anticipado. Seguramente éste sea un hallazgo que requiere siempre de la maduración propia, o aún que la señala, y tal vez su mera formulación no es de por sí conducente para alcanzarla, se consoló al pensarlo; pero con mayor razón le resaltó que la realidad en que se había formado no ayudaba a que tal madurez se produjera de manera natural, sino por el contrario, la perturbaba y posiblemente difería (en suma, que si se omite la formulación debida de AdP = A U S, entonces: A ≠ S → A ⬄ S).
Si cabía referirse a algún pecado original en relación a la sexualidad, le pareció por tanto que debería ser en todo caso éste: la disociación entre amor y sexo; debería más bien llamarse pecado de la disociación original. Como fuera, estaba visto que tenía implicaciones duraderas; con lo que se le replanteó la sensación de que había algo de importancia que no terminaba de comprender.
Y fue en ese momento que se acordó de aquella imagen en el matrimonio religioso de Viviana, y de la conversación después con Pepe; aunque le tomó todavía su buen tiempo entender por qué.