A mi hermano Mario
Ayer me telefoneó un colega escritor, desde una librería de viejo, en calle San Diego.
— Moure, encontré un ejemplar de tu libro «La Voz de la Casa», edición de 1984. Está dedicado, dice: «A Tatino Contreras y Señora, estas memorias de la casa que compartimos, con afecto fraternal». La fecha, 24 de julio de 1987, y la consiguiente rúbrica: la misma «firma» que trazas ahora… Cuesta 3.000 pesos (4,5 dólares). ¿Te interesa?
Anoche, en la tertulia del Refugio, en la Casa del Escritor, me entregó el libro, como si fuese un objeto precioso recuperado desde las cenizas. Así lo sentí, no lo puedo negar. El tiempo, entrevisto de súbito en las hojas impresas, rescata viejas sensaciones y las reviste de un extraño sentido; a veces, vuelto desazón; en ocasiones, esa nostalgia de lo perdido que es también tópico literario, parece agasajarnos con la dádiva de la esperanza.
Tatino Contreras, a quien regalé ese ejemplar, hace treinta y un años, ya no está en este mundo… ¿Cómo fue a parar ese volumen al comercio de palabras en aparente desuso? Puede haber sido que la viuda se deshizo de la biblioteca, vendiéndola a bulto; también que nuestro amigo de juventud haya prestado el libro y éste haya corrido el destino incierto de sucesivos lectores, lo que me lleva a recordar el dicho de padre Cándido:
«El que presta un libro es un huevón; el que lo devuelve lo es doblemente».
La Voz de la Casa es un libro testimonial y memorioso. Su escritura surgió una noche de invierno de 1971 ó 1972, cuando, de regreso del Instituto Comercial de San Bernardo, donde yo estudiaba la carrera de contador, alertado por un compañero de estudios, me detuve a mirar los estragos infligidos a la morada donde nací, el 4 de febrero de 1941, por el derribo del inmueble, luego que nuestros padres vendiesen la casa quinta, en cuyo lugar se construiría un supermercado. El primer relato de esa «novela fragmentaria», como la llamó Luis Sánchez Latorre, lo titulé La demolición, nombre certero, aunque escasamente poético (pido disculpas a mis lectoras y lectores por estas efusiones íntimas y sentimentales, pero esta obra primeriza nació bajo el patrón estético de lo lárico, al decir de mi admirado poeta Jorge Teillier).
A fuer de narcisista, no he podido evitar hojearlo, deteniéndome primero en la dedicatoria impresa en portadilla: «A mis padres, a mis hermanos, al viejo árbol de la memoria». Luego, la mirada se posó en la fotografía del frontis de la casa ubicada en Gran Avenida 9150, en el mítico Paradero 27, locus narrado en otros relatos posteriores. Las voces que fueron brotando de esa morada se incardinaron con otras casas en las que vivimos durante la infancia y la adolescencia; asimismo, con «nuestra casa en la otra orilla del mar», de la que procedían los ancestros paternos, en el casal de A Touza, Santa María de Vilaquinte, concello de Carballedo, Lugo, Galicia.
La portada del libro está hecha con la fotografía que tomé –«quité», según decía el primo campesino Eladio, que la habitaba entonces con su mujer, María- con una cámara rusa (soviética) Zenith, que me prestó Pedro Ruiz. Sin saber yo nada de técnica fotográfica, la toma constituyó un acierto. «Es que te salió el alma por el lente», dijo mi amigo Lucho González, hábil fotógrafo…
Algo así debe de haber ocurrido en esa mañana de mayo de 1983, cuando caminaba yo por la calle que divide en dos el pequeño casal de nuestra memoria remota, dejando atrás el grande y hermoso hórreo comunitario que hace las veces de portal. Había llovido recién, el cielo lucía un tono gris plateado y quizá yo recordé entonces los versos de mi amada Rosalía:
«Maio longo... maio longo,
todo cuberto de rosas,
para algúns telas de morte;
para outros telas de vodas.
Maio longo, maio longo,
fuches curto para min:
veu contigo a miña dicha,
volveu contigo a fuxir».
Han pasado treinta y cinco años desde aquel viaje en busca de las raíces de la estirpe gallega, peregrinaje que es parte entrañable de este libro de ciento treinta y seis páginas de escritura, y de mi propia existencia. Luego vinieron muchas publicaciones y millares de crónicas. El estilo ha cambiado en el fluir de tantos regatos de palabras vertidas con el correr del tiempo. Tal vez haya perdido el autor la dulce serenidad de aquellas páginas, donde procuró rescatar los sucesos y los sueños perdidos entre esos muros que parecieron siempre brazos hospitalarios en que la acogida se transformaba en mesa, en pan, en vino y en palabras…
Puede ser; lo dejo a criterio de mis fieles lectoras y lectores, sin los cuales las palabras se estrellan en el vacío implacable del silencio y del olvido.
Y asumiendo la posible crítica que mencioné más arriba, concluyo esta evocación, que me ha traído mi amigo Manuel Pertier, como impensado regalo, rescatando el ejemplar del purgatorio de los libros, con los breves últimos párrafos de La Voz de la Casa:
«Volvíamos, pero no en nuestros pasos, porque los antiguos sueños no nos pertenecían, se reencarnaban asumiendo el porvenir con rumor de ajenas nostalgias.
« Allí estaba la casa, vieja hechicera, dispuesta a soñarnos distintos, como un dios insatisfecho de sus rebeldes creaturas, lanzándolas otra vez al juego infinito.
» Aquel ciclo –comenzado no sabíamos cuándo ni cómo- parecía cerrarse para nosotros en el turbio cansancio que algunos llaman madurez, y no es sino menesteroso olvido de la infancia, temor a los recuerdos que nos desnudan en medio del camino.
» Entonces, por aquel silencio aprendido, las voces de nuestros hijos comenzaban a romper la soledad, y el estridor de sus gritos recorría los muros para conjurar la tristeza.
» Regresábamos, y todo volvía a empezar, desde la casa en que nacimos, en el centro del universo…».
Ya sabes qué hacer, lector (a) alerta, si encuentras alguno de estos ejemplares en tus visitas a las librerías de viejo.