A poco de iniciadas las clases , el profesor de castellano pidió que cada quien escribiera una composición para la semana siguiente.
— ¿Qué tema, señor? - se adelantó a preguntar alguien.
— El amor -dispuso —, escriban sobre el amor.
Era la primera vez que a P. se le requería un trabajo escrito de expresión personal. Como posiblemente le ocurría a todos en la clase, difícilmente pudiera haber un tema que le pareciera más estimulante. No obstante, ¿qué decir sobre el amor? Por una parte, P. confirmaba la mayor categoría de su nuevo colegio, abierto sin restricciones a todos los tópicos posibles, de esencia libertaria y tolerante, fundado en la responsabilidad propia, una virtual prefiguración de la Universidad; y se sentía halagado y convocado por el desafío. Por otra, le parecía que el atractivo y complejidad del asunto planteado amenazaban con dejar en evidencia su dificultad para responder a la altura requerida. Ambas sensaciones en conjunto acentuaban su desasosiego de inseguridad e incertidumbre sobre cómo afrontar el reto.
Cuatro más, obtuvo como calificación (de máximo cinco, a que de hecho se reducía en el INBA la escala de uno a siete). P. no recuerda comentario alguno sobre los trabajos ni sus resultados, ni en clase ni con los compañeros, ni mereció tampoco en el texto otra indicación que no haya sido la nota. Releyó lo escrito más de treinta años después, al hallarlo entre sus papeles que reencontró al regreso del exilio, y se impresionó sin embargo bastante a sí mismo.
Amor y Sexualidad, había titulado aquella composición. Era en rigor, con total nitidez, una caracterización diferenciada de ambos planos, taxativamente delimitados y contrapuestos, en una extensión de poco más de tres páginas de cuaderno manuscritas, para sostener definidamente como planteamiento central que el amor, el verdadero amor («el sentimiento puro al que cantan trovadores y poetas, que enaltece»), no puede confundirse con el sexo («apetito animal y oscuro, que degrada»).
Lo que impresionó a P. cuando la releyó de adulto, ya de sobre los cuarenta, fue la precisión con que se exponía cada enunciado y la propiedad con que se estructuraban para sustentar la afirmación principal, que cobraba así claridad y contundencia. En cuanto a su contenido mismo, no dejó de suscitarle distintas consideraciones.
Ante todo, algo sobre lo que no tenía dudas: que así como señalaba el texto, así había sido verdaderamente para él, y no sólo en lo escrito, sino también en la realidad; no sólo hasta la edad en que lo escribió, sino al menos todavía hasta los años que tenía cuando ocurrió todo lo aquí referido anteriormente; y posiblemente no le habría dado más vueltas al asunto si no hubiera sido porque no dejó de sorprenderlo la rotunda convicción con que en la composición se hacía suyo el planteamiento.