Escribo este artículo cuando llega el verano a la ciudad de Las Palmas, casi a finales de agosto.
La panza de burro se ha hecho a un lado para que el sol desfile por nuestro cielo haciendo gala -con más chulería que nunca- del dicho: Lo bueno se hace esperar. Pero aunque el verano empiece ahora –en esta parte de la isla- somos muchos los que comenzamos a despedirnos de él y a sufrir la ya archiconocidísima depresión postvacacional.
Yo pensaba que eso no existía, que es bueno descansar, sí; pero es aún mejor volver a la rutina. Pero me equivoqué, tal vez sea cosa de los años pero no me hubiese importado prolongar unos meses más esta dolce far niente a la que tanto gusto le cogí.
El otro día, cuando me quejaba como una colegiala que no quiere volver a la escuela, alguien me dijo que el verano es una cuestión de actitud.
«El verano se lleva por dentro», inquirió.
Pero yo andaba demasiado lejos pensando en el cambio de hora, en la falta de luz. En los domingos a las seis de la tarde cuando la melancolía te arrincona en la parte más incómoda del sofá y fuera la oscuridad temprana invita poco a salir a dar un paseo.
Escuchaba a mi interlocutor darme una charla, cual coach experimentado, sobre la positividad y esas cosas que se leen en los libros de autoayuda. Pero yo seguía más lejos todavía. Divagaba entre la lluvia, la ropa de invierno y su falta de gracia, las responsabilidades y vi cómo me comía el turrón a la vuelta de la esquina.
Me mareé. Mi interlocutor me preguntó si me encontraba bien, yo le hice un gesto con la mano y miré al cielo. El sol brillaba en lo alto, no había nubes, parecía pintado de un celeste casi transparente. Si crees en Dios y en el Edén, al mirar hacia arriba podías ver a los ángeles tomándose una caña.
En unos segundos me sentí mal, he de reconocerlo.
Sin embargo, en un arranque de nostalgia, acepté pulpo como animal de compañía y decidí que sí, que el verano se lleva por dentro y visualicé un sol del tamaño de La Casa del Coño en medio del pecho y un mojito en una terraza con vistas al mar.
Ahora, cada vez que la apatía me hace viajar en el tiempo, adelantarme al otoño, regreso a mi sol particular que llevo dentro. ¿No es eso estar en el momento presente?