Con frecuencia sueño pesadillas. Como esa en la que aprendo a respirar debajo del agua y siento que el líquido va ensanchando los tubos interiores del cuerpo en su camino a los pulmones y toso y toso sin parar. O, como aquella en la que soy invisible y escucho a la gente cuando está hablando mal de mí y exhibe esos defectos que tanto me esmero en ocultar. O que estoy en Alepo viendo como caen las bombas y estallan cuando se estrellan en la tierra. O que escucho a mi abuelo contándome cuentos, de esos que le brotaban de una mente esquizofrénica y me hacían temblar.
Entre todo este selecto inventario, una de ellas es la más recurrente. Me veo como la madre de Carlitos Páez Vilaró, el sobreviviente de los Andes. Aquel que el 13 de octubre de 1972, iba en un avión uruguayo como parte de un equipo de rugby con sus compañeros y se estrelló en los picos nevados entre Argentina y Chile. Esos que fueron rescatados después de estar días y días de espera. En la pesadilla, soy el cadáver frío que está metido entre los hielos y la nieve, esperando el momento de ser devorado por los que lograron salvar la vida. Y, justo en el momento en el que me tocará el glorioso momento de ser masticada por mi hijo ─qué gloria, ser una con aquel que fue carne de mi carne, sería algo así como volver al origen─ llega la brigada de rescate y se los lleva y me deja ahí, en estado de congelación. Despierto entre sudores que han mojado la cama con la certeza de que soy gay.
Pero, me aguanto. Mi mamá siempre me dijo: todo pasa, así que no escapes al dolor. Respiro y me enjugo las lágrimas ─siempre que pasa eso, despierto llorando─ vuelvo en mí y me repito una y otra vez que fue un sueño, eso, una pesadilla. Sí, una pesadilla y ya está. Salto de la cama, abro el cajón de mi mujer, saco las medias y aspiro el aroma intoxicante que me tranquiliza. ¿Ya ves? Es sólo una congoja entre sueños. Además, la madre de Carlos Miguel Páez ni siquiera iba en el avión. Ella fue una de las principales figuras que jamás desistió en la búsqueda. Una madre nunca abandona. Aunque, no estoy tan seguro. No sé lo que pensaría mi madre si yo le contara estos sueños. ¿Arrugaría la cara y se taparía la nariz? Tal vez, se lo tomaría a la ligera y me diría que esta confusión se debe a esa obsesión que tuve de niño por la película de Supervivientes de los Andes en la que salían Norma Lazareno, Hugo Stiglitz, Luz María Aguilar y Miguel Ángel Ferriz.
La película fue muy mala, pero a mí me obsesionaba la cara de Ferriz. Ese cabello negro tan rizado que le hacía lucir como un micrófono viejo, que le cubría las orejas y le hacía lucir esa nariz tan larga y redondeada. Pero, fue la boca, los labios tan rojos, tan gordos, tan grandes, tan perfectos los que me hicieron ir a comprar un videocasete para poder ver la película mil y una veces y detenerla cuando le hacían acercamientos. ¡Qué gloria! Por años, pasé las tardes después de volver de la escuela, viendo esa cinta. Hasta que me cansé o la perdí o no sé, porque no lo recuerdo. Todo se llena de una neblina que no me deja acceder a mis recuerdos. Sudo. Sudo mucho.
Las pesadillas empezaron cuando leí en el periódico sobre su muerte por neumonía. Tenía sesenta y dos años. Neumonía: eso fue lo que dijeron. No informaron mucho más. De Ferriz, se conocían muy pocos datos. Y, al morir, se conocieron menos. Sentí una gran urgencia, no pena ni pesar, urgencia. Quería volverlo a ver. Busqué las cosas en el desván, para ver si encontraba la película y volver a verla, pero mi esposa me dijo que hacía años que había sacado lo viejo y se lo había regalado al ropavejero. Ni siquiera pidió unas monedas por mis recuerdos, si me hubiera preguntado, tal vez habría rescatado la cinta. Ella jamás entendió por qué se me salieron un par de lágrimas y yo tuve que perdonarle que se muriera de risa y me llamara sentimental. Pero el odio no es biodegradable y siempre queda lugar para el resentimiento.
Es que las esposas suelen ser muy tontas y sólo ven lo que quieren ver. Al menos, la mía así es. Pero me ayuda. No se entera de nada, pero me ayuda. Me ayuda que sea tonta y que quiera ver lo que quiere ver. Yo tampoco le pregunto mucho y, de esa forma, nos alejamos de la zona de riesgo. Me hubiera gustado escribir una biografía de Miguel Ángel Ferriz, ¿imagínese lo que opinaría mi esposa? Pero, en realidad, esa opinión es lo de menos. Lo que realmente cuenta es que mi querida mujer no valora que soy un pintor incomprendido.
Siempre estoy pintando nieve. Paisajes blancos, con árboles invernales y cementerios que están frente a iglesias con techos de dos aguas y un campanario. Ella cree que fracaso porque pinto sobre lo que no conozco, como si la fantasía no tuviera validez, como si la imaginación careciera de valor. ¿Cuánto te han pagado por tus cuadros? Ahí tienes tu respuesta. Vete a trabajar y procura que los libros de contabilidad cuadren si no quieres perder el empleo. Me gustaría que mi mujer me escribiera un poema. Pero en vez de eso, me regala una serie de palabras que me hacen sentir como si estuviera atrapado en un elevador. Ya, déjate de babosadas y tómate en serio tus responsabilidades. ¿Tómate o tomate? Dibujo un jitomate redondo y tan rojo como mi deseo de venganza.
Miro de reojo la pila de libros que está sobre la mesita de noche. Sé que ella anduvo metiendo ahí las manos. No lo sabe, pero tengo un orden perfecto en medio de ese caos. Moby Dick debe ir hasta arriba, ese libro me cambió la vida, luego Tres Tristes Tigres para que me recuerde la importancia del ritmo y al final Aura, que nunca me hace olvidar cómo conocí a esta mujer. Fue ella la que me invitó a cenar. Fue ella la que me fue a buscar a la Facultad de Filosofía y Letras y me trajo a su casa. Recuerdo esa noche.
Ese es un recuerdo, no una pesadilla, pero cómo se parecen. Claro, en ese momento no creí que fuera un mal sueño. Hasta le traje flores y una botella de vino que compré con la venta unas serigrafías. Las malbarataba los fines de semana, sobre una sábana gris frente al Palacio de Bellas Artes. Ese era mi proyecto de emprendimiento que llevaba la intermitencia entre el éxito y el policía que aparecía con la cachiporra y me obligaba a salir corriendo para no perder mi mercancía. Mercancía es una denominación terrible y denigrante de mis creaciones.
Pero había vendido las suficientes como para pagar los regalitos que llevé esa noche. Llegué bañado y mareado con el aroma de una loción barata que me puse para dar buena impresión. Al verla, con ese vestido tan entallado y ese escote tan profundo quise írmele encima y comérmela despacito. Estoy seguro de que ella se vistió así para condimentar mis antojos, aunque se hacía la escurridiza.
Sus ojos pasaron del verde mar al gris profundo, las pupilas se le dilataron y el rostro palideció. ¿Dónde está la salida de emergencia? Me quedé sentado en la sala, mientras ella iba a la cocina por un par de copas y el destapacorchos. Cuando pasó frente a la ventana, el reflejo le iluminó el rostro y en un instante se transformó en una vieja macilenta. Parecía una calaca de la que brotaban mechones de pelo. Apreté los ojos y ya había recuperado la firmeza del cuerpo y la lozanía de la piel. Y, sí, como le pasa a todos los que tienen hambre, me atraganté con los entremeses y no supe esperarme al plato fuerte.
Desde ese día, sigo aquí, soñando pesadillas y tratando de escapar. Con frecuencia, limpio mis pinceles, acomodo mis colores y me siento frente al caballete. Coloco un lienzo tan blanco y empiezo a llorar. No hay forma. Ya no la hay. No hay escapatoria. Vuelvo sobre mis pasos, guardo mis cosas. Saco el traje color camello, me ajusto la corbata desgastada, me amarro las agujetas y salgo a hacer cuentas, a llenar las hojas con números para poder pasar la vida.