Me escribe mi sobrino. No es que me escriba a menudo, sino que me escribió ahora. Me escribe que escriba un cuento. Me lo dice mi sobrino, quien escribe cuentos. No sólo ha escrito algunos cuentos: escribió un libro de cuentos. Su libro ganó el primer premio de un concurso importante en el país. Después escribió otros cuentos; otro libro de cuentos. Habrán leído eso de que la realidad se parece a la ficción, dicho como un contrasentido ingenioso; o aun que la realidad supera a la ficción, dicho como un extravancia. Pues bien, con el segundo libro mi sobrino ganó de nuevo el primer premio, dos años después, en el mismo concurso: dos libros, dos primeros premios. El día en que partí de viaje (viaje en el que desde hace tiempo prosigo), era aquel último día del año; ya en el avión, abrí el periódico y, en el balance literario anual, su nombre estaba incluido entre los autores más destacados del país. Mi sobrino es, por tanto, lo que puede considerarse una opinión autorizada.
Me dice que no pudo leer algo que escribí y que le envié estando ya en viaje, pero que escriba un cuento. Con anterioridad, un primo de mi sobrino me había dicho: si escribiera como tú, escribiría un libro. No faltó quien me haya enviado un libro de cuentos que escribió, y no encontré mejor comentario que responderle, partiendo de sus cuentos y posibles conexiones entre ellos, que a mi juicio podría escribir una novela; me replicó que por qué no me dedicaba a la escritura y que, si releía lo que le había escrito, vería que tenía aptitudes narrativas. Durante el tiempo que estuve anteriormente donde estoy de nuevo ahora, almorcé alguna vez con oficiales de Carabineros que venían de paso y, a poco de conversar, uno de ellos quiso saber si era escritor; por su manera de hablar, me dijo que lo preguntó (quien no valore esta opinión, no sabe qué es Carabineros de Chile). Aun así, no escribo; aunque considero escribir una novela. De hecho, le decía a mi sobrino que quisiera que lo escrito que le envié fuera parte de una novela. Tal vez su consejo ahora de que escriba un cuento sea el mismo que di a quien me envió sus cuentos y le respondí que escribiera una novela; sólo que al revés, lo que viene a ser distinto, pues se supone que una novela es más que un cuento (o que incluso un libro de cuentos).
Lo que sea, cuento o novela, el problema no consistiría, al menos según alguien que escribió bastante, y muy lograda y admirablemente, en tan sólo «escribir bien», o aun «maravillosamente bien», ya que «eso lo puede hacer cualquiera», sino en «la calidad de la escritura», concepto sobre el que enuncia en general sus propias apreciaciones, así como de continuo categóricamente sobre otros autores, acerca de todo lo cual, sin embargo, cada quien puede por cierto tener las suyas personales (ya que, como se sabe, en materia de gustos sí que no hay nada escrito; y agrego que lo de «maravillosamente», viniendo de quien lo escribió, podría ser intencionado).
No es fácil, por ende, saber a qué atenerse; hete aquí que, por otra parte, leo en un texto sobre cómo escribir ficción que un escritor y crítico de nota habría dicho: «si un escritor no escribe, es porque no lee» (lo que se corrobora en lo tanto escrito por el autor antes citado, donde efectivamente hay de manifiesto muchas lecturas). En el caso de mi interés, sin embargo, la afirmación podría ser concluyente, sólo que de nuevo en sentido opuesto: pues no escribo, pero he leído siempre todo lo que puedo; al punto que podría argüir que he leído hasta un libro sobre los escritores que no escriben (o que dejaron de escribir, o que incluso de plano no escribieron), aunque justamente me dejó la impresión de que no sería porque no leen (o porque hayan dejado de leer, o no hayan leído), sino más bien lo contrario.
Por ejemplo, apenas llegado adonde estoy, leí una novela. En la novela, el protagonista ha partido también de viaje. Tiene asimismo un sobrino; increíble, el sobrino se llama también Pablo. A poco de que el protagonista llega allí donde va, el sobrino lo ve de pronto pasar, sólo por casualidad, «como en un sueño raro (…) y le siguió con la vista hasta que desapareció al doblar una esquina». Leí hace ya tiempo otra novela, en la que un personaje, de visita en Venecia, da vuelta en una esquina y se encuentra de regreso a la época en que ocurre la obra de Shakespeare que transcurre en la ciudad, y de lleno en su trama. Me pregunto con qué podría encontrarme al tornar aquí una esquina: alguna vez me pareció que iba a encontrar de pronto al primo de mi sobrino que mencioné antes (y supe después que, efectivamente, el primo de mi sobrino había estado aquí en esos mismos días). Resulta que mientras pensaba en el cuento que escribir a mi sobrino, mi sobrino escribió además una novela, y su novela ocurre justamente en Venecia (una ciudad en la que, aparte de todo lo demás, es especialmente fácil extraviarse; pero que mi sobrino recorre con gran versación, en cada capítulo al tenor de un distinto escritor, de distinto origen, periodo y estilo); y luego incluso otra, que arranca del relato de un mito en Grecia, pero se consuma en la terrible realidad de una población de Santiago.
En la novela que leo ahora, el protagonista es en cambio un escritor que desde hace tiempo no escribe. Un amigo, también escritor, le sugiere tomar como punto de partida un párrafo de otra novela, en la que un personaje que camina por la calle casi es aplastado por una viga que cae desde lo alto de un edificio. El personaje libra indemne, pero el episodio le produce un vuelco existencial: «Se sintió como si le hubiesen quitado la tapadera que cubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo», dice su autor. Cae en cuenta de que la vida puede terminar en cualquier momento, de manera imprevisible; en que ha vivido equivocado, persistiendo en la vida que lleva sólo por inercia; y resuelve cambiarla tan súbitamente como pudo perderla: se va a otra ciudad sin dar aviso a nadie y sin cuidado previo alguno, y empieza una nueva vida.
El protagonista de la novela que leo decide seguir el consejo de su amigo, dado que «todos hemos pensado alguna vez en dejar la vida que llevamos y (…) deseado ser otro». Así es que empieza a escribir su novela. En la novela que escribe, el protagonista es un editor, harto de lo que es su vida. A poco de empezada la novela, el editor recibe el manuscrito de una novela. La noche del mismo día en que lo recibe, cuando aún no ha leído sino las primeras líneas, que lee de una ojeada al recibir el manuscrito, comprende que hay algo roto en su interior, que su matrimonio es un fracaso, que su vida ya no da para más. Entonces, mientras camina por la calle de regreso a casa llevando el manuscrito, una gárgola de piedra se desprende de un edificio y se rompe en pedazos contra la acera tras pasar a centímetros de su cabeza, y le deja claro que podría haberlo matado, que podría estar muerto, que se ha salvado por milagro; con lo que el protagonista de la novela que leo retoma el episodio de aquella otra novela que le fue sugerido por su amigo como referencia para escribir una novela: el protagonista de la novela que escribe coge un taxi, parte de inmediato al aeropuerto y compra boleto para el siguiente avión, que está por despegar, sin importarle a dónde va.
Ahora bien: el título de la novela manuscrita que recibió el editor es el mismo de la novela que estoy leyendo. Me queda a saber si la novela que estoy leyendo pudiera ser la del manuscrito, y mediante qué artificio narrativo; o si es sólo que su título está tomado de la del manuscrito, y por qué; o si es el título de la novela que leo el que le ha sido dado además al manuscrito, y por qué; o si pudiera ser que la novela que leo es la que está escribiendo su protagonista; o qué dirán la del manuscrito y la que escribe el protagonista de la novela que leo; o cómo proseguirá ésta; o cómo será la relación entre la del manuscrito y la del protagonista; o la de ambas con la que leo; y así, tal vez todavía otras conjeturas posibles.
Para el caso de lo que ahora escribo, lo que importa sin embargo son las caídas de la viga y de la gárgola. Pues durante el tiempo que viví antes donde estoy, durante una ida a un país vecino, caminando por una calle en Budapest, mientras admiraba la arquitectura de los edificios de la acera de enfrente, me ocurrió que de lo alto de un edificio de la acera en que estaba se desprendió un medio metro de una pesada cornisa, que se estrelló con estrépito sobre la misma línea por la que caminaba, a sólo un par de pasos míos, rompiéndose en trozos de hormigón que se esparcieron como esquirlas de granada.
Pero todavía más. En el país donde estoy de nuevo ahora, he visitado varias veces un pueblo cercano a la ciudad en que vivo. Hay en uno de los museos del lugar una colección de cuadros de un pintor. En su mayoría paisajes; oleos, acuarelas o dibujos. Pintura figurativa, salvo por cierto detalle sorprendente: en todos sus cuadros hay piedras o leños que caen a granel desde el cielo, como lluvia. Insólito; un hecho que, ya sea que se trate de vigas, gárgolas o cornisas, no pasa de ser un accidente excepcional -aunque pueda matar, causar vuelcos de vida, provocar viajes o dar pie a otra novela que no se sabe aún en qué termine- es en los cuadros del pintor una constante, como si fuera de naturaleza y ocurrencia normal. La primera vez que los vi, no conseguí en el museo mayor noticia sobre tamaña peculiaridad. Le comenté luego mi extrañeza a un amigo, mientras estaba en su casa.
-Es un pintor conocido -me respondió; -más raro es que no se haya fijado antes: aquí, al lado del piano, hay dos cuadros suyos…
Efectivamente, ahí estaban, a mi vista: dos acuarelas, ambas con piedras cayendo del cielo. El amigo me preguntó si había estado en el museo que hay en lo que fue la casa de familia del fundador de la primera dinastía reinante en el país que estoy tras su liberación del imperio otomano; el que efectivamente había visitado, y más de alguna vez.
-Pues el cuadro del fundador que cierra allí la exhibición -me hizo saber, -es también del mismo pintor.
Recordaba claramente la composición y colores más destacados del cuadro, a más de la desacostumbrada posición del prócer.
-Al menos en éste -pude entonces discurrir con cierto alivio, -no llueven piedras ni leños…
-Se equivoca -me hizo saber el amigo; -llueven ambos: piedras y leños.
Me pareció que quién estaba equivocado era él; pero no era cosa de discutir con el anfitrión, y se cambió de tema.
Volví al museo del prócer. Allí estaba el cuadro; su nombre es, justamente, El primer líder. Con la figura del líder de pié en primer plano en el centro, rojo el cielo, casi enteramente negruzca la figura y sus vestimentas, salvo un chaleco en otro tono de rojo, sin mangas y con adornos dorados, la mano derecha en la empuñadura de un sable apoyado en el suelo, el brazo izquierdo doblado a la altura de la cintura, la vaina de un cuchillo corvo sobresaliendo en el costado derecho de la figura, el cuchillo presumiblemente cruzado al cinto por delante pues un efecto extraño de la pintura sugiere que la mano izquierda está apoyada en su puño, ya que la figura está vista de espaldas a quien la mira, vuelta hacia la representación de una trayectoria de guerra marcada por una perspectiva de combatientes en pié a distintas distancias hacia el fondo, varios de ellos decapitados, una cabeza cortada en arreos de haber sido transportada entre los pies del prócer sobre el suelo, como ofrenda, pero que representa la suya, asesinado años más tarde y su cabeza enviada al sultán en Estambul, o podría asimismo haber sido la del príncipe Lazar, decapitado siglos antes en la batalla de Kosovo que se selló con la histórica derrota de sus armas, y cuya cabeza después nunca se encontró; y en derredor del prócer, desde lo alto del cielo enrojecido, piedras y troncos seccionados en grandes rollizos que caen como en lluvia…
No sé cómo es posible que no los hubiera advertido antes. Tampoco se sabe qué hayan significado para el pintor las piedras o leños que pintó en sus cuadros, ni si él mismo lo haya sabido; y, si lo supo, se negó siempre a decirlo, cada vez que se le preguntó. No hay razones para suponer que pudiera haberse inspirado en la novela dada como referencia al protagonista de la novela que leo para que escriba una novela, aunque fue publicada años antes de que el pintor naciera; ni tampoco hay siquiera razones para suponer que el autor de la novela que leo haya conocido la obra del pintor. Como no se sabe qué papel juegue en todo esto la casualidad, o las coincidencias, ni por qué ocurran; ni por qué se puede tener la suerte de sobrevivir a la caída de una viga, una gárgola o una cornisa; o por qué puede provocar un cambio de vida (o por el contrario, mantenerse igualmente la que se tiene); o cómo puede ser que no se adviertan las piedras o leños que caen a granel en un cuadro; o no saberse por qué han sido pintadas como si fueran también parte de lo real, aunque sospecho que esto ya no tiene tanto que ver con cada uno, sino que tal vez con lo real de la historia. Porque la única clave de interpretación posible que encontré, está esculpida en el lenguaje, que opera como testigo mudo de otros tiempos: en el idioma del país se dice «arrojar piedras y leños» por expresar enojo o condena; una remembranza de las lapidaciones que, en esta área del mundo, se practicaban en la época de la antigüedad griega y romana.
El pueblo del museo en que están los cuadros se llama Sremski Karlovci. Está a orillas del Danubio y sus orígenes datan de, al menos, los tiempos del Imperio romano. A fines del siglo XVII, fue el sitio en que durante setenta días se discutió el tratado de paz entre una coalición de potencias católicas (Austria, Polonia y Venecia, con apoyo del Papado) y el imperio otomano; con la mediación de Inglaterra y Holanda; y la participación de Rusia. En el lugar de las discusiones fue necesario construir cuatro puertas de acceso de similar importancia, para que los dignatarios de cada parte entraran al unísono y en igualdad de condiciones; y fue la primera vez que un acuerdo internacional se discutió en torno a una mesa redonda, de donde quedó la expresión. El tratado marcó el término de la penetración otomana en Europa y el comienzo de la declinación de su imperio. Aún así, difícilmente haya hoy fuera del país en que estoy quien sepa algo acerca del pueblo.
Tras la firma del tratado, en el mismo lugar en que se discutió, en la cima de una colina, se erigió una pequeña iglesia, con el nombre de Capilla de Nuestra Señora de la Paz.
Como muchas iglesias, tiene un reloj de cuatro caras, las que dan hacia cada uno de los cuatro lados del edificio, aunque -contrariamente a lo que es habitual- el reloj no está en la torre del campanario, ya que la iglesia no tiene torre, sino en el cuerpo frontal del edificio, donde está también el campanario; y una de sus caras no se ve desde fuera, sino que da hacia el interior, en recuerdo de la insistencia otomana en la puntualidad de las reuniones, a fin de que el acuerdo se alcanzara a concluir en el período que sus astrólogos consideraban de buen augurio para sus intereses; en los costados de la capilla, las maderas divisorias de los vidrios en las ventanas ovales del primer nivel tienen la forma de cruces superpuestas, a semejanza de la bandera británica; mientras en las ventanas del nivel superior tienen la forma de la cruz patriarcal de doble travesaño que solían enviar de obsequio los pontífices, la que se repite en las subdivisiones de la división mayor, y terminan arriba en arcos de semicírculo que siguen los de las ventanas, cruzados por rayos que podrían ser los del sol; en tanto la planta de la capilla tiene una inusual forma elipsoidal, como la de las tiendas de campaña del ejército otomano; y se tuvo el buen cuidado de construirla con asimismo cuatro puertas similares, cada una orientada hacia uno de los cuatro puntos cardinales, representando la distinta proveniencia de los partícipes en el tratado, y la puerta hacia el sur, que correspondía a los otomanos, fue dejada tras el altar; aunque, cuando terminaron de ser expulsados del país, fue tapiada para que nunca pudieran regresar…
Cercana a la capilla, frente a su entrada opuesta al altar, en un costado de la colina, hasta poco tiempo atrás a la sombra de un árbol frondoso y tal vez más que centenario que fue cortado no hace mucho, está la tumba de uno de los dignatarios que discutió el tratado, quien falleció de una fiebre galopante durante los días que duró la discusión, y fue sepultado con honores antes de que el acuerdo se concluyera, hace ahora más de tres siglos. Era uno de los representantes de Venecia. El paso del tiempo ha desdibujado buena parte de su escudo de armas, quizás un mirlo sobre una corona, y las inscripciones de su sepultura, escritas en latín, sin que se pueda ya leer su nombre, ni sus títulos, ni las fechas, ni quién sabe si su nombre se recuerde en alguna otra forma; y no queda de él sino lo que bajo el granito de su lápida, que está a ras del suelo, entre el pasto, pueda quedar de sus restos.
Tal vez por la asociación de Venecia con el mar, o con los viajes, o por tratarse también de una colina, o por el descuido del lugar, su sepultura me recuerda la de Vicente Huidobro, de frente al océano en su país natal, que es el mío, y su epitafio: «Abrid la tumba: al fondo de esta tumba se ve el mar». En cierto modo, me llena de nostalgia. Y me hace pensar en que la inscripción de la lápida del representante de Venecia bien podría a su vez decir: «Abre la tumba: verás el fondo de la historia».
Pero la primera vez que la vi, me hizo sobre todo recordar lo que pensé cuando libré por poco de que me aplastara aquella cornisa. Sin que haya sabido por qué, me acordé entonces de un cuadro de Roberto Matta, pintura surrealista abstracta; de palabras que Matta habría dicho en relación a su pintura («trato de encontrar un microscopio para contemplar el espíritu»); y caí recién ahora en cuenta de que lo había recordado porque el cuadro representa lo que bien podría ser una disección completa, y porque una de aquellas esquirlas pudo haberme trepanado la cabeza; y hasta me acordé del nombre que Matta dio a su cuadro: Abrir el cubo y encontrar la vida. Concluyo que tal es de lo que en realidad se trata.
Llegado a este punto de mi propio viaje, regreso al principio: no es sólo que la realidad se parece a la ficción, o aun que la supere. Es que, como señaló mucho antes un autor ajeno a la exuberancia, o a la desmesura, la realidad, al menos la realidad humana, incluso imita al arte (¿no se ha visto acaso, por ejemplo, Gemma Bovary?).
He aquí el cuento que enviaré en fin a mi sobrino.
El cuento de lo real parecido; o de cómo es que la realidad a su vez reproduce a la ficción