Dígolo por si no se había dado cuenta. ¡Todo el mundo a los refugios, los hombres y las botellas primero! Visto que no habrá suficientes plazas para todos, hay quien percibe esto como una oportunidad de negocio.
Las almas pías, los expertos, los analistas internacionales, los politólogos y otros chamanes ofrecen una explicación luminosa sobre las razones que llevaron a Donald Trump a declararle la guerra comercial a China. No hace falta cogitar mucho, los chinos son malos, eso ya lo sabíamos desde niños, cuando veíamos las películas de Hollywood sobre la guerra de Corea (1950-1953).
Donald anuló unilateralmente el Alena o Nafta –Tratado Comercial de América del Norte–, poniendo a México y Canadá en una situación insostenible. En su divina estulticia, Piñera diría que los EEUU no son un país honorable porque «los países honorables honran los tratados que firman». Donald retiró a los EEUU de las negociaciones del Tratado Transatlántico, para luego declarar fríamente que los europeos son «enemigos» comerciales. Donald sustrajo al Imperio del Tratado TransPacífico alegando la mala fe de los países que lo integran.
Todo eso, según las almas pías, los expertos, los analistas internacionales, los politólogos y otros chamanes, es pernicioso y contraproducente, un retroceso hacia el proteccionismo, una suerte de mala leche para con sus aliados –léase vasallos– tan leales, tan fieles, tan obsecuentes. El areópago de opinólogos estima que se trata de un conjunto de medidas incomprensibles y reprobables, a tal punto que, si no se tratase de los mismísimos United States of America, habría que cañonearles e invadirles con el loable propósito de abrir, por la fuerza si fuese menester, sus tan jugosos mercados al dulce comercio y a la no menos apacible libre competencia.
Ahora bien, tratándose de China, la cosa es distinta. Como dice la prensa financiera: «las críticas contra China están, en gran parte, justificadas». La pregunta cae de cajón. ¿Cuáles son pues las razones que justifican una guerra comercial contra China?
La respuesta es más sencilla de lo que uno pudiese imaginar. Donald se escuda tras argumentos esgrimidos por la propia Unión Europea. En el año 2001 China adhirió a la Organización Mundial del Comercio (OMC), una entelequia sucesora del General Agreement on Trade and Tariffs (GATT) encargada de velar por la libertad de comercio y los intereses de las multinacionales.
La OMC –creada en el año 1995– no forma parte de la ONU, no tiene nada que ver con los acuerdos de Bretton Woods, ni con los organismos allí creados como el Banco Mundial y el FMI. Su sede está en Ginebra, y hasta hace poco su regente era el inenarrable Pascal Lamy, un «socialista francés» tan amigo de los mercados como cualquier «socialista» de cualquier otro país.
Al ingresar en la OMC, si es que te dejan –China, Rusia y otros países tuvieron que vencer la hostilidad de «Occidente»–, se supone que te comprometes a respetar las reglas de la economía de mercado.
Para entender de qué va el tema hay que saber que la OMC no es sino una gran oreja que escucha todo el día los mensajes que centenares de lobistas y cabilderos le hacen llegar por cuenta de las corporaciones multinacionales. Las reglas de la OMC no atienden tanto a los intereses de los Estados que forman parte de ella, como a las exigencias de gigantescas empresas transnacionales que disponen del dinero que hace falta para pagar un lobby permanente en Ginebra.
Y ahí está la clave de todo: las más grandes grupos industriales europeos han presionado a la UE y a sus respectivos Estados para negarle a China la calidad de... «economía de mercado». Gracias a esa astucia China no puede exportar libremente sus productos a la Unión Europea. Para ser más precisos, no puede exportar productos que entren en competencia con los de los conglomerados europeos. La libre competencia es buena, pero en tus pinches mercados, no en los míos.
De eso se agarró Donald, y esa es la razón por la cual la guerra comercial contra Canadá, México y la Unión Europea es mala, y la guerra comercial contra China es buena. Simple como una de tus manos, decía Neruda.
El diario Le Monde publicó una nota en la que su autor confirma cándidamente lo que acabo de explicar:
«El país (China) no se transformó en una economía de mercado tal como habían esperado los países occidentales cuando aceptaron en el año 2001 su adhesión a la Organización Mundial del Comercio».
Que más del 85% del PIB chino sea la obra de empresas privadas, y que tales empresas sean en gran medida el producto de la masiva inversión (invasión) de capitales provenientes del mundo capitalista, no basta. China debe –lee bien, debe– conformarse a la voluntad de los países occidentales.
Lo que molesta es que el Estado chino sostenga e impulse diferentes sectores industriales públicos, estratégicos para el desarrollo del país. Molesta que aún haya empresas públicas y que China no quiera privatizarlas. Occidente juzga «escandaloso» que China haya lanzado el plan Made in China 2025, que se propone hacer del país el líder mundial de la innovación tecnológica gracias a la potente intervención de los poderes públicos.
Hace una semana el presidente Xi Jinping declaraba:
«Nuestras empresas públicas deben hacerse cada vez más fuertes, mejores y más grandes. Las declaraciones y argumentos que nos dicen que ya no necesitamos empresas públicas o que debiésemos reducir su número, son falsos y parciales».
Para la horrorizada prensa europea nada debe estar por encima de la «ley del mercado». Por eso el diario Le Monde estima que las garantías que China le ofrece a los inversionistas privados no valen nada: «Promesas bienvenidas por los inversionistas, pero que no deben esconder lo esencial: la ley del partido (comunista chino) prima por sobre la ley del mercado».
China no debe adoptar políticas económicas orientadas a la defensa de los intereses del pueblo chino, sino a la defensa irrestricta de la supremacía del mercado. Punto.
De modo que si Ud. no se había enterado, espabile. Estamos en guerra.