Me encanta mi trabajo, pero he de decir que después de un año sin apenas un momento libre, necesitaba con urgencia unos días de descanso para desintoxicarme de todos esos términos complicados que debo utilizar cuando reviso los textos médicos. De modo que me propuse barrer hasta el último rincón de mi cabeza para desalojarlos y dejar espacio para cuestiones más frívolas.
¿Y qué mejor manera de entretener mi tiempo que viendo la televisión? Sí. Eso hice. Tomé el mando con autoridad y comencé a brujulear entre la selva de cadenas que llegan al televisor no sé por qué extraños mecanismos, pues siempre he creído que la televisión es cosa de magia. En mi particular safari topé con una serie que cuenta las divertidas peripecias de los vecinos de una comunidad situada en un barrio periférico de una gran ciudad. ¡Qué comunidad más extraña!, pensé, ¡esto solo pasa en la tele! Mientras miraba la pantalla, sin darme cuenta, mis pensamientos viajaron al barrio de Chamberí, al portal que albergó mi infancia y comencé entonces a recordar a algunos de sus vecinos.
María y Víctor vivían justo al lado de mi casa, él era comercial de una fábrica de pilas y ella había sido modelo; la cercanía propició que fueran muchas las tardes que yo pasara con aquel matrimonio, me encantaba escuchar a María cuando me contaba el enfado de su madre cuando se dio cuenta de que su hija se había hecho un vestido de fiesta con las cortinas del salón para conocer a representantes y llegar a ser modelo. Lo consiguió, y prueba de ello eran las fotografías que orgullosa lucía en su casa. Pero había un punto de tristeza en aquella pareja: no habían podido tener hijos, y cada vez que mi madre volvía del hospital con un nuevo bebé (aquella casa vio nacer a tres de los siete hermanos), María decía con cierto pesar: «Otra vez se ha equivocado la cigüeña».
También en el sexto piso vivía un abogado de buena familia que tenía un hijo al que daban todos los caprichos. «Es hijo único, qué suerte», pensábamos mis hermanos y yo. Pero la realidad es que aquel niño se pasaba las tardes mirando desde su ventana cómo nosotros jugábamos en nuestro «cuarto de los juguetes». Intento recordar su sonrisa, pero no encuentro esa imagen en mi cabeza.
Cuando bajábamos por las escaleras pasábamos como una exhalación por el quinto piso, en el que residía una viuda con su hijo, casi un hombre, que estaba afectado por algún tipo de trastorno mental que no recuerdo. Era una mujer oscura que se había visto en la necesidad de realquilar todas las habitaciones de su casa para sobrevivir y mantener a su hijo. Decían algunos vecinos que aquel joven enfermo no dormía en una cama, sino en una especie de altillo que había junto a la cocina.
Y no era esta vecina la única que realquilaba habitaciones, ya que en el bajo vivía doña Elvira, que acogía a jóvenes universitarios, y entre ellos al primer hombre de raza negra que habíamos visto en el barrio: un altísimo estudiante africano que despertaba la curiosidad de todo el vecindario, pues en aquellos años, principio de los años setenta, era anecdótica la presencia de extranjeros, y lo más parecido que conocíamos eran los anuncios de Cola-Cao y Conguitos o la adorable familia bantú de las cartas que entretenían nuestras tardes. Parece que aquel negocio no le daba a doña Elvira los beneficios deseados, así que dedicó las alcobas a otro tipo de actividades más lucrativas… se decía que era una madame y que prestaban allí sus servicios «señoritas de honor distraído».
Pero retomemos el desfile de vecinos. En el cuarto piso vivía una estupendísima y voluptuosa mujer, una mujer de bandera… ¡una vedette! En sus tiempos había trabajado en los teatros de toda España haciendo revista, y en esos años de lujo conoció a un hombre atractivo y adinerado con el que vivió hasta que él perdió su fortuna y ella su precioso talle. Desde entonces, la vida ya no fue tan alegre.
Un torero y su esposa ocupaban uno de los pisos de la segunda planta. Sí, un torero menudo y delgado cuya mujer parecía una muñeca hecha carne. Todos los vecinos sospechaban que tal vez la profesión de él era una tapadera para justificar su demasiado ociosa vida, mas uno de los días de la Feria de San Isidro salió de la casa vestido de luces, disipando con ello las dudas sobre su ocupación. Compartía el maestro rellano con un matrimonio serio y estricto que presumía de la esmerada educación de sus dos hijas, aunque lo que ignoraban es que sus dos adolescentes retoños, al caer la tarde, tenían la «inocente» afición de bailar el hula-hop en paños menores para goce y disfrute de los estudiantes que residían en el colegio mayor que teníamos enfrente.
Retrataré escuetamente al portero de la finca, Julián, un hombre con una «pata de palo». Había sido en su juventud guardagujas en una estación de tren con tan mala fortuna que en un accidente perdió una pierna. A pesar de ello, corría como el viento tras los chiquillos de la casa cuando hacíamos alguna pillería.
En fin, solo resta dar unas pinceladas sobre la numerosísima familia que vivía en el último piso: la mía, aunque creo que esa historia la dejaremos para otra ocasión, pues necesitaría páginas y páginas.
Cuando regresé de mi ausencia y retomé el hilo de la serie pensé: «Quizá los personajes no están tan alejados de la realidad… al menos de la mía». Y seguro que tú, que estás leyendo estas líneas, si echas la vista atrás recordarás a algún vecino peculiar, estrafalario… ¿o tal vez seas tú mismo ese personaje?