En la cotidianidad, la rutina fluye en una serie de actos repetitivos. A media mañana, cuando los rayos del sol entran por puertas y ventanas, por los entresijos y ranuras de la casa, los detalles culinarios no despiertan un interés histórico, pero resulta tan fácil interpretarlos como alegría. El eje por el que corre lo original y lo significativo se aparta de lo habitual y lo banal, o eso fue lo que nos han hecho creer. Si hago a un lado la cortina y nos asomamos por la ventana, la veremos usando la ropa de diario. La misma camiseta blanca, los jeans deslavados, no por un efecto de moda sino por el uso y la batalla de todos los días, los zapatos planos, el mandil que también le sirve de trapo para secarse las manos. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo algo despeinada, algo descuidada, algunos mechones se le escapan y le dan una armonía difícil de entender y sencilla de apreciar. Se quita las guantes de plástico color rosa que usa para lavar los trastes. Se mueve acompasadamente mientras extiende el mantel sobre la mesa y pone los platos y los vasos en cada lugar. Desaparece tras la puerta abatible de la cocina y regresa con servilletas de tela que va doblando, una por una, con cuidado para que queden como una especie de figura de origami que adornará el espacio. El día a día no parece ser un tema filosófico, no nos detenemos a pensar en el mundo cotidiano ni hacemos muchos esfuerzos por entenderlo.
Abre el cajón del mueble del comedor en el que guarda los cubiertos y saca los tenedores, los cuchillos, las cucharas y las cucharillas. Toma uno al azar, lo pone contra la luz y lo examina. La plata se mancha con facilidad, dice mientras lo deja sobre la mesa. Vuelve a la cocina y trae dos trapos de franela. Uno amarillo que está mojado y otro rojo que está seco. También trae un cepillo de dientes viejo y un tubo de dentífrico a base de bicarbonato. Toma una pequeña cantidad y la frota con los dedos hasta hacer una pasta blanca que esparce sobre la cucharita del postre. La cepilla con suavidad, sin obviar las partes pequeñas con relieves. Talla cada pieza hasta que queda sin manchas, pasa primero el paño amarillo y luego la seca con el rojo. El minutero avanza mientras ella se ocupa de que queden como nuevos. Los pone en cada lugar de la mesa, tal como lo hace todos los días, mientras los minutos se escurren entre las comisuras del reloj, sin que nadie lo note porque siempre está ahí, porque ya olvidamos cuando fue la primera vez que lo hicimos y desconocemos en que instante lo dejaremos de hacer.
Sale al jardín y corta del floripondio que está rebosante, una serie de bulbos blancos y forma un ramillete que pone en el florero que coloca como centro de mesa. Va por la canasta del pan y por la jarra del agua. Al terminar, valora el trabajo. La mesa está lista, se sienta en la cabecera, se lleva las manos a la cara y comienza a llorar. Se pasa la mano por el pelo y deja que las lágrimas rueden por las mejillas y se pierdan en la comisura de los labios.
Mientras todos tienen un lugar, mientras todos tienen un rol que desempeñar y lo hacen, todo está bien. ¿No es eso lo que siempre le dijo su padre?, la voz le sale como una especie de costura mal hecha. No importa. Nadie escucha. Sólo nosotros que la espiamos a través de esta ventana. Ella joroba la postura y nos permite ver un título universitario que cuelga de la pared y está en un marco enorme, con muchos adornos y un vidrio antirreflejante. También notamos otro cuadro que tiene un reconocimiento por treinta años de servicio. De hecho, dice de entrega y servicio. También, podemos ver las fotografías que adornan esa misma pared. Hay una fila de tres marcos con caritas de bebes, dos niñas, un varón. Son niños sonrientes y regordetes que se ven menos lindos de lo que sus padres han logrado valorar. Encima, colocaron un retrato que nos recuerda el cuadro de La Boda de Francisco de Goya y Lucientes.
La imagen es interesante. Una joven de perfil, vestida de blanco con un velo de blondas muy largo, aparece en el centro. Luce muy digna, adivinamos que hace un gran esfuerzo por no perder la compostura, por mirar al frente. Pero le da una importancia excesiva al lo que ve. Tanta, que no mira al fotógrafo que toma la imagen que fijará el momento previo a la boda. Mira al frente. Sí, nos damos cuenta. Va a casarse con ese adefesio con cara de mono que tiene detrás. Imaginamos. Tal vez, nos damos cuenta de que ella procede de una familia pobre, que está dispuesta a mercadear con los encantos de su hija para ascender socialmente. Él, ya queda claro, tiene dinero. Pero es tan bruto y tan feo que sólo puede seducir a una mujer para convertirla en su esposa si agarra a billetazos al personaje adecuado. Las figuras que salen en la fotografía están colocadas en forma de friso, bajo un arco de piedra. Parece que el padre de la novia es ese señor de casaca verde que saluda animadamente al cura. Los invitados del fondo miran a la pareja y muchos no pueden reprimir una sonrisa maliciosa, a medio camino entre la crítica de unas y la envidia de otros. Los niños de la izquierda esperan ansiosos a que el padrino de la boda les lance unas monedas, una costumbre típica de bautizos y no de otro tipo de eventos.
Es como si la fotografía nos revelara esa serie de pequeñas represiones, de reglas que le dictan a un individuo qué hacer y cómo hacerlo dependiendo de barrio en el que se nace, de convenciones colectivas tácitas que se aceptan como una especie de contrato social que se admite sin revisar. Se establece así lo que sea conveniente, aunque no le convenga a uno, y que no es otra cosa que una normativa que busca evitar la disonancia, la excentricidad, en busca de una suerte de neutralidad. Los personajes de la imagen permanecen como usuarios y beneficiarios de las reservas relacionales contenidas en la vecindad, en un universo social que no admite transgresiones.
La disposición de los personajes es curiosa, tanto el primero como el último, un niño y un anciano respectivamente, dan la cara al espectador y están subidos a un banco, por encima del resto. Todas las figuras que rodean a los novios están colocadas más o menos por orden de edad. Es como si el fotógrafo hubiese querido plasmar una sucesión de las edades del hombre, con el acontecimiento de la boda como paso intermedio. El suceso que brinca por encima de la cotidianidad.
El pelo tan negro de la novia del retrato contrasta con los mechones rubios y canos de la mujer que se limpia la nariz con la esquina del mandil. ¿Usted sabe lo que ocurrió en medio de esa cotidianidad perfecta, mientras se pone la mesa para sentarse a comer como todos los días? Las dimensiones de la vida van entramando las apariencias y caemos en el engaño. O, será que en el transcurrir de mañanas, tardes y noches se escurre la banalidad de la vida.
Voy a cerrar la cortina, no está bien espiar a una mujer que llora.