Tarímbaro es el nombre de un pueblo en Michoacán México. Quiere decir «el lugar de los sauces» en el lenguaje purépecha de la región.
Los amaneceres, en aquel lugar de los sauces, congregaban nubes rosadas en formas tenues de algodón, cada vez que la niña venía a visitar la hacienda de sus abuelos. Los pájaros aprendían trinos nuevos y ensayaban arreglos, junto a miles de ranas arbóreas de diferentes tonalidades, de voz y piel. Los sueños volaban como aves migratorias, y se posaban en los ramajes, esperando la llegada de la niña de Tarímbaro. Se arremolinaban despiertos, como la imaginación de un poeta enamorado, y se contaban cuentos mientras esperaban su llegada, mientras esperaban quien sería el ganador del premio de ser soñado.
Las mariposas monarca, en migración hacia un lugar al norte de Tarímbaro, designaban una delegación para visitar la hacienda cuando la niña estaba en ella. Llegaban volando su típico baile, zigzagueando el camino de la vida, y se arremolinaban alrededor de ella por unos momentos, posándose en su cabello, enmarcando aquel cuerpo delicado de inocencia, saludándola como flores cayendo del cielo.
Las plantas se engalanaban, con sus fragancias más hermosas, y las rosas orgullosas, sobresalían en el jardín, para lucirle a la niña de las sonrisas dulces, la de las carcajadas de campanas de iglesia en domingo de pueblo pequeño.
Yo nunca conocí a la niña de Tarímbaro. La sentí una vez, a través de los ojos de la mujer amada, escondida entre los escombros de vivir y los sueños adoloridos, allí estaba en un espacio interior, con sus monarcas en el pelo, rodeada de música como siempre. Desde ese entonces me dediqué a visitarla y a rendirle homenaje, a desyerbar los parajes, alrededor de su jardín escondido, para que pudiese salir a caminar sin que se lastimasen sus pies, y volver de nuevo a correr libre como el viento, como en la hacienda de sus abuelos.
Le narraba cuentos, como el abuelo Ernesto, para despertar su imaginación y devolver las alas a sus sueños, para ayudarla a salir de su reclusión, a derramarse plena en el castillo de mujer que la aguardaba, como ave de paraíso entre sus paredes de feminidad. En mi imaginación, intuía, que la niña de Tarímbaro al fusionarse con su disfraz de feminidad iba a redescubrir su ser, y a convertirse en inspiración, para otras niñas de su género de alma, que escondidas vagaban en el interior de otras mujeres, tímidas, ocultas de la vida, evitando derramar su sabiduría y su pureza, en un mundo tan seco de alma, tan hambriento de poesía.
Y me dediqué a ella, como jardinero a un rosal abandonado. Pude ver, como renació la niña y se hizo mujer, y como la mujer que la rodeaba se perdonó a sí misma, y se hizo otra vez niña, y juntas se abrazaron y se fundieron en un ser de luz maravilloso, que sembraba semillas de alegría a su paso, que entrelazaba corazones afines y celebraba la vida de las gentes, que amaba sus hijos con horizontes de amores viejos, y transformaba entornos, para que ellos y todos los otros niños caminaran rumbos de mañana, entre pájaros cantores con trinos ensayados, y ranitas de todos los colores y voces en acordes, recibiendo amaneceres en rosa, posibilitando el albergue de los sueños escondidos, en los ramajes del bosque de la vida.
Cuando despertó plenamente la niña en la mujer que la encerraba, los jardines estaban despejados, los abrojos removidos, los caminos limpios, trazados. Mi oficio de jardinero ya no era necesario. Me senté en un banco, de una plaza de ésas, donde se conocen las parejas en amores secretos y profundos, a mirar girar el mundo, y desde lejos de vez en cuando, daba algún consejo a la niña-mujer de Tarímbaro, quien ahora sembraba jardines por sí misma, en parajes abandonados y rotos.
Ah, mi niña de Tarímbaro, encontrada en los ojos de la mujer amada, hoy te alejas de mi vida mientras yo entro en mi atardecer. Gracias por prestarme las nubes en color rosa, y las mariposas anaranjadas, los conciertos de las ranas y los pájaros. Gracias por devolver por un rato la energía a mis manos, por reactivar mi imaginación para contarte, para describirte, para enamorarte, para descubrirte, para inmortalizarte, en una epopeya narrando tus amores, tus sueños, tus victorias, tus encuentros con este hombre de paso, a quien reverdeciste.
Siempre te recordaré niña de Tarímbaro. Siempre estarás en mi corazón, conmigo. Si alguna vez puedo serte útil para la realización de tus sueños, si alguna vez descubres algún espino en tu camino por el jardín, llámame, mis manos son para ti, mientras tengan movimiento.
Nunca volví a recrear a la niña de Tarímbaro, pero ella se convirtió en la dulzura más grande de mis pasados, y como una melodía de esas sublimes, me acompañó hasta el final de los recuerdos. Me cuentan, que después de mis tiempos ella floreció aún más, y que su obra de amor fue tan grande, como sus sueños en la hacienda de niña, y que regresó a Tarímbaro al final de sus días. Que solía sentarse en el balcón de su casa de campo, ahora la anciana-niña, a releer algunas de las canciones y las historias que yo le imaginé, cuando la arrullaba para animarla a salir de su recinto y volverse plena de su ser.
Con sus cabellos blancos y la mirada en lejanía, la abuela-niña de Tarímbaro, se remontaba en el tiempo y volaba en imaginación para encontrarme, en aquellos lugares donde la vida se destila fuera de obstáculos y restricciones, donde juegan libres los amores y van de la mano las niñas de Tarímbaro con los poetas enamorados, porque no existe el tiempo, ni las limitaciones. Y allí daban rienda suelta a su soñar. Y recordaban sus pequeñas escapadas cuando él era jardinero y ella era niña escondida.
Y se reían juntos, sus carcajadas rebotando en las paredes de la catedral del universo, mientras ascendían en las escaleras espirales que llevan a todos hacia adentro, y allí en sus corazones se encontraban de nuevo. En aquel mundo interior, donde todo era lugar de sauces eternos. En Tarímbaro. En Tarímbaro.