«Una lámpara humilde ... que revele las raíces, ... que haga crecer la oscuridad protectora ... contra la luz cruel y sin memoria».
(Jorge Teillier)
Los días felices no existieron jamás como un estado permanente de satisfacción, porque vivían con nosotros el desasosiego y la zozobra, alternándose con instantes de dicha, esos momentos donde canta la esperanza y el aire parece tener una densidad embriagadora que respiramos con la avidez sin pausa de los enamorados.
Pero algo había que nos reconfortaba, abriendo los anhelos de la niñez, de la adolescencia y de la primera juventud, como una ventana que ofreciera un horizonte sin límites a los sueños que cada uno acariciaba en los rincones de la Casa (algo de esto parecen contar las viejas fotografías familiares, con su sencilla y fraternal compostura, en ese frontis que semejaba el ámbito de una seguridad inexpugnable); algo encarnado en la piedad de la memoria, en esa reconstrucción que se parece al trabajo paciente de un jardinero, desbrozando la tierra para expulsar lo espinoso y aciago.
Era un hálito misterioso –ahora creo saberlo- que aventaba la muerte, conjurando su atroz sigilo de serpiente nocturna. Me lo ha revelado un hermoso poema de Jorge Teillier:
Nadie ha muerto aún en esta casa.
Los presagios del nogal
aún no se descifran
y los pasos que regresan
siempre son los conocidos.Nadie ha muerto aún en esta casa.
Lo piensan las pesadas cabezas de las rosas
donde el ocioso rocío se columpia
mientras el gusano se enrosca amenazante
en las estériles garras de las viñas.Nadie ha muerto aún en esta casa.
Ninguna mano busca una mano ausente.
El fuego aún no añora a quien cuidó encenderlo.
La noche no ha cobrado sus poderes.Nadie ha muerto pero todos han muerto.
Rostros desconocidos se asoman a los espejos.
otros conducen hacia otros pueblos nuestros coches.
Yo miro un huerto cuyos frutos recuerdo.Sólo se oyen pasos habituales.
El fuego enseña a los niños su lenguaje
el rocío se divierte columpiándose en las rosas.
Nadie ha muerto aún en esta casa.
Una vez, siendo niño, mientras contemplaba a mi padre derrochar su impresionante vitalidad, le hice una pregunta afirmativa:
– ¿Son fuertes los gallegos, verdad?
– Sí –me respondió –, quienes hemos sobrevivido, lo somos...
Era una afirmación terrestre de la existencia, un poder que asociábamos al sudor, al músculo en perenne rebeldía contra la caducidad y la impotencia. Todo reposo, toda apatía, parecían pecaminosos. Allí latía el pulso que negaba los despropósitos de la muerte, como si ella fuese una amenaza forastera, lejana y ajena. Nuestros padres se marcharon a la otra orilla, dejando un centenar de descendientes, entre hijos, nietos y biznietos. Sobre ellos, sobre nosotros, la muerte ha permanecido distante, raras veces ha cruzado el umbral con su artera guadaña, como si gozáramos de una extraña protección, tal vez una gentil adarga de rostro materno, ese escudo con forma de corazón del Hombre de la Mancha, tejida con los hilos memoriosos de los días felices.