Su nombre completo era Anna Moana Rosa Pozzi. Fue actriz pornográfica, presentadora de televisión y política italiana. Como dice una de sus tantas biografías, una mujer, una leyenda. Es inútil ocultarlo: la estrella porno, gracias a su clase y su inteligencia representaba un ícono del erotismo, pero también una mujer a la que admirar.
Conocí a Moana un día a principios de marzo de 1993, me la presentó Alessandro Consiglio, un amigo diseñador, el mismo que había inventado la famosa corona de flores de la Cicciolina.
Todo comenzó en el Palazzo delle Esposizioni, en una calurosa tarde romana, era el único lugar fresco donde podíamos encontrarnos. Llegué puntual, de acuerdo a mi sentido de puntualidad, cinco minutos antes. Ella también fue muy puntual. Era de una belleza deslumbrante. Las miradas de la gente eran todas para ella, pero ella parecía no percibirlas, tenía curiosidad y yo también, mientras la gente que nos rodeaba nos auscultaba.
Pidió una coca-cola; yo, un té frío con limón. Me contó sobre su proyecto de presentarse al mundo cultural de la ciudad, había publicado una revista distinta, distinta a su manera, distinta de las otras revistas, y quería que el evento fuera extraordinario. Me habló de su amistad con Mario Schifano, con Enrico Ghezzi, Marco Giusti, con el director Luca Ronchi, sobre su relación con el arte, con el éxito, con su objetivo de lograr el éxito a cualquier precio.
Moana Pozzi había nacido un 27 de abril, como yo.
Yo, de sus películas, hasta ese momento había visto poco y nada, pero de ella sabía todo o casi todo. Al verla y hablarle, me di cuenta que no la conocía en absoluto. Nada sabía de su pasado con las monjas ursulinas, de su llegada a la capital y de su incursión, primero en el teatro y luego en el cine arte.
¡Demasiado lento todo! ¡Pasos pequeños, pequeños! ¡No tengo tiempo!
dijo, y en efecto, el tiempo, desgraciadamente, le habría dado razón.
Nuestro segundo encuentro tuvo lugar en un local, un antiguo cine en el centro, cerca del Vaticano. Estaba vestida como para una escena de cine, lencería y un largo abrigo de piel que cubría hasta sus pies. Quedé sin aliento, su perfume intenso, tal vez era simplemente Chanel Nº 5, me pareció algo único. En ese tiempo, mi militancia de animalista en Animal Amnesty me hizo ser bastante agresivo e intolerante frente a ese largo abrigo de piel. ¡La aparición de Moana envuelta en esa piel me dejó estupefacto! Los paparazzi inmediatamente la bombardearon con flashes, mientras ella jugaba con ese pelaje y su diáfana desnudez. Sus piernas eran largas, los tacones de aguja la hacían aparecer altísima. Cinco minutos después de la llegada de Aldo Busi, las dos estrellas se entregaron como alimento al caos de luces.
Me impresionó que en ningún momento olvidó que tenía una cita conmigo, me miraba, sonreía. Pero el momento no era propicio para hablar de lo que nos convocaba, por lo que aprovechando una pausa, me dijo que sería mejor cenar en su casa la semana siguiente. Llegué a la Olgiata junto Luca Franco, un amigo (él no sabía dónde estábamos yendo, había que ir en auto y yo no conduzco), y después de pasar los filtros convencionales entre portero, citófono, etc. etc. Nos encontramos frente a su puerta. Ella misma nos la abrió, sin una muestra de maquillaje, con buzo rosado, zapatos planos.
«He cocinado para ti», me dijo, mientras Antonio Di Ciesco (su novio en ese momento), abría una botella de Barolo (mi amigo Luca no hablaba). Nos mostró su casa. En la mesita de la sala, bien en vista, varios dibujos de Schifano, su dormitorio era un chiche. «He elegido cada cosa», me dijo, haciéndome notar dos espléndidos trompe l'oeil, una obra del artista estadounidense Ron Genereux. La amenacé diciéndole que contaría que había estado en su habitación con ella y ella rió. *«Es verdad», agregó. Luego se habló sobre los detalles, de la lista de invitados.
El día del famoso evento finalmente llegó. Era un sábado a las 22.00 horas. La elección de los invitados fue muy agotadora. Había elegido no invitar a ninguna de sus compañeras de trabajo, no quería que apareciera Riccardo Schicchi, tampoco Cicciolina, que vivía en Nueva York junto a Jeff Koons, nadie de ese ambiente.
El menú a base de caviar (lo preparó Claudine, la esposa del actor Víctor Cavallo), ríos de espumante, juke box, música de los años sesenta, camareros, artistas y actores todos bellísimos (Alberto Alemanno, Paolo Angelosanto), estaban vestidos a la Querelle de Fassbinder. El local era un hotel de día, incluso con sauna, cerca de la estación Termini, situado al inicio de Vía del Viminale, casi en Piazza dei Cinquecento, justo en frente del Museo Nacional Romano del Palazzo Massimo. Una estructura construida en 1920 y proyectada por el arquitecto Oriolo Frezzotti (Roma, 1888 - 1965), diseñada para recibir a los pasajeros de la cercana estación, donde Moana (lo supe solo entonces), había filmado su primer porno.
Su llegada fue muy glamurosa, ella se veía impresionante, llevaba un vestido rojo de lentejuelas, realizado por Alessandro Consiglio, similar al que usó Marilyn en Los hombres prefieren las rubias. Hubo una explosión de flash, me giré para mirarla, pero las luces de los flash eran cegadoras mientras ella bajaba sinuosamente. Quien estaba allí dice que fue una noche memorable. Yo estaba demasiado ocupado con Federica Manzitti a desviar a la prensa, seguir a Moana, hablar con el músico Silvano Bussotti, con Roberto d'Agostino, con el crítico de arte Ludovico Pratesi y algunos otros personajes.
Al día siguiente, la prensa titulaba MOANA'S CLUB: Para «Estrictamente Personal»
Ya hay quienes piensan en el post-referéndum, ofreciendo después de tanta tensión y tanto esfuerzo, encuentros liberatorios. La primera en la lista es Moana Pozzi, que organizó un evento «estrictamente personal», reservado a pocos de los tantos admiradores y a aquellos, entre intelectuales y artistas, que desde siempre habían deseado conocerla, pero que no se atreven.
La ocasión es la presentación de Moana's Club, un álbum de setenta imágenes, en color y en blanco y negro, casi todas dedicadas a la «educación emocional y erótica» de la «estrella del sexo». Junto al álbum hay imágenes de artistas y fotógrafos famosos, desde Robert Mapplethorpe, Diane Arbus a Andy Warhol, reproducciones fotostáticas de «maestros del erotismo».
El álbum terminaba en la contraportada con una imagen de su coño todo dorado.
El día después yo partía a Santiago de Chile. Me ausenté un par de meses. La última vez que la vi fue un año después, en mayo, en un evento para recaudar fondos para la investigación sobre el sida en el Teatro Colosseo. Primero llegó Antonio, quien además de ser su esposo (se habían casado meses antes de incógnito en Las Vegas), era su maestro de buceo. Hubo poco público debido a una huelga de transporte público en Roma, «mejor así», dijo Antonio, «Moana no se siente muy bien»; pronto llegó y todas las miradas fueron puestas en ella, lucía más delgada que de costumbre, angelical.
Luego, el evento terminó y Moana se fue, dejando un sobre que contenía un cheque por quinientas mil liras. Antes de irse, se confesó en voz baja: «estoy regresando de India, desde entonces no me siento bien, nadie comprende lo que tengo, de todas maneras, India es un país de mierda».
Pasaron los meses, y en septiembre, apenas habiendo regresado de un viaje al extranjero, mientras desempacaba la maleta encendí la televisión, era la hora de las noticias. Vi su rostro y luego la noticia:
Moana Pozzi muere en Lyon, Francia, en una clínica donde estuvo hospitalizada durante tres días.
Recuerdo que el hecho me impactó tanto que toda esta historia la he conservado casi para mí, como un secreto suyo, como un secreto mío.