Además de una amistad prolongada y cabal, tengo un curioso vínculo profesional y académico con el Dr. Jaime García González. De formación es agrónomo y yo biólogo, pero en el transitar de nuestras vidas, y sin abjurar de nuestras profesiones, él ha incursionado fuertemente en el campo biológico, y yo en el agronómico. Es decir, hemos saltado las barreras ficticias que separan a las disciplinas y las profesiones, con la conciencia de que los nuestros son campos complementarios e interdependientes, y que ambos aspiramos a una visión y una práctica humanistas en nuestro quehacer científico. Es por ello que, colegas de afanes, nos comunicamos con frecuencia, ya sea para intercambiar información, despejar dudas o plantearnos nuevas interrogantes.
Como una grata anécdota, debo contar que una noche de fines de noviembre del año pasado nos topamos en el edificio municipal de Barva, en Heredia. Fue una sorpresa mutua hallarnos en ese sitio. Yo acompañaba al Dr. Jorge León Sáenz -economista e historiador- y a su esposa Olga Marta, pues el alcalde deseaba que sustentáramos ante los ediles las razones por las que debiera declararse hijo predilecto del cantón al Dr. Jorge León Arguedas, eximio botánico y genetista, nacido ahí. Pensé que Jaime había llegado con el mismo fin, pues trató muy de cerca a don Jorge, además de que escribió una biografía muy completa sobre este preclaro científico y maestro. Pero no. Insistente y tenaz como es, junto con el grupo ambientalista Bloque Verde, él deseaba convencer a los concejales -como lo ha hecho con éxito en numerosas municipalidades-, de que se elimine el uso de herbicidas sintéticos en parques y otros predios públicos.
Puesto que teníamos mucho tiempo sin vernos, aprovechamos tan inesperado encuentro para, cuando ya los sabrosos alisios de fin de año refrescaban la noche, departir un rato en el parque de esa añosa y bella ciudad. Y fue entonces cuando, entre un ir y venir de asuntos y proyectos, me contó que, estimulada en parte por nuestro libro Los viejos y los árboles -que publicáramos en 2002-, había una escritora y apasionada educadora española llamada Lola Pereira, residente ambulante por 24 años entre Santa Teresa de Cóbano, San José y su natal Coruña, que tenía concluida una novela histórica acerca de los conservacionistas Olof Wessberg y Karen Mogensen. Asimismo, me relató que, gracias al sueco Tommy Asberg -quien vive en Montezuma-, fue posible conseguir y traducir varias cartas enviadas por ellos a sus familias, lo cual aportó invaluable materia prima para escribir la novela. ¡Cuánta alegría me causaron estas noticias!
Conviene hacer una digresión y referir que, debido al impulso y los esfuerzos de Jaime, la revista Biocenosis, de la Universidad Estatal a Distancia, publicó hace cuatro años un número conmemorativo del 50 aniversario de la Reserva Natural Absoluta Cabo Blanco, obra de estos tenaces y valientes conservacionistas. En esa oportunidad, me había invitado a escribir un artículo que intitulé Los sueños premonitorios de doña Karen, basado en la entrevista que le hicimos en 1989 -junto con los colegas Wilberth Jiménez y Emilio Vargas-, para el libro ya citado.
Ahora, pocos meses después, la buena nueva ha sido que, con el título Mensajeros del futuro, la novela vio la luz, gracias a la editorial de la Universidad Estatal a Distancia. Y, como si esto fuera poco, el gentil y generoso Jaime me obsequió un ejemplar.
Expectante, debo confesar que al ojearla -y hojearla-, me embargó una rara sensación, pues me parecía extraño que una obra calificada como novela tuviera un prólogo, una nota explicativa de la autora, una sección de agradecimientos, varias fotos insertas, una cronología de don Olof y doña Karen, y un apéndice con un texto y abundantes fotos. Es decir, lo percibí más como un documento histórico que como una obra literaria.
Para peores, ya en el prólogo se mencionaba el alevoso y misterioso asesinato de don Olof en 1975 -cuando iniciaba un inventario con el fin de justificar que se estableciera un parque nacional en Corcovado, en la península de Osa-, que por anticipado imaginaba yo que era el elemento central de la trama del libro. Por tanto, creí que sería algo así como la Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez. No obstante, dejé a un lado mis reticencias, y empecé a leerlo con gusto, pues me parecía muy bien escrito. Pero pronto me desconcerté de nuevo, pues ya por ahí de la página cuarenta estaba narrado en detalle y por completo lo ocurrido a don Olof…, y restaban casi trescientas páginas de lectura. Pensé que la autora había «quemado» la urdimbre de su obra y, con escepticismo, me pregunté cómo habría de continuar y qué nos narraría entonces.
Sin embargo, al avanzar en la lectura, entendí con claridad la intención de Lola. Fue entonces cuando, entusiasta, no pude contenerme, y devoré el libro en cuatro noches consecutivas, presa de ese magnetismo que solo los buenos escritores pueden provocar en los lectores. Y es que en realidad el argumento no se agota, porque doña Karen tiene vida propia, y sigue adelante a pesar de las adversidades, sobrellevando de varias maneras la crudeza de la ausencia de su amado compañero.
Ahí Lola despliega sus dotes de escritora, pues recurre al contenido de las cartas ya citadas para alternar y jugar con los tiempos y llevarnos, una y otra vez, del presente al pretérito y del pretérito al presente, y así ofrecernos una especie de visión atemporal de los hechos, que sobrepasan en mucho la muerte física de don Olof, con un regusto a eternidad. Al final, y eso es lo más importante, Lola nos lega una historia bien construida, redonda y completa, que se prolonga hasta la muerte de doña Karen muchos años después, en 1994. Es decir, un conmovedor relato de la inextinguible relación amorosa de esas criaturas silvestres llamadas Olof y Karen -él sueco y ella danesa-, así como de sus preciados sueños de comprometidos y sacrificados conservacionistas.
Cabe indicar que, al escribir su libro en capítulos bastante cortos, Lola corrió el riesgo de provocar una fragmentación de tan atractiva trama. Pero no ocurrió así, pues con gran habilidad los conectó mediante un invisible hilo que los traspasa y les confiere amarre y coherencia. Asimismo, debe destacarse que la prosa de Lola es de una gran riqueza, e invita a sumergirse en su texto. En mi caso, simplemente me dejé llevar por el fluir de sus palabras, como cuando un ave cesa en su esfuerzo de batir las alas, las pliega y planea en medio de una corriente de viento. Disfrutar a plenitud, se llama eso.
Asimismo, además de su grata prosa, por momentos realmente poética, en esas reflexiones y soliloquios nos parece estar escuchando el tono cálido y la cadencia de la voz de doña Karen, así como el íntimo palpitar de sus sentimientos de mujer. ¡Es como si la propia doña Karen hubiera escrito esos capítulos! O, dicho de otra manera, como si ella se valiera de Lola -quien no la conoció, pero que interiorizó a cabalidad su dolor, sus sueños y sus actos-, para narrar en primera voz su dura cotidianidad, luchando por asimilar la honda pena que laceró su alma por siempre. Sinceramente, además de admirar la destreza de Lola como escritora, eso me sobrecogió. Aunque lo cierto es que no me extrañó, pues tengo la certeza de que los espíritus de doña Karen y don Olof «deambulan ingrávidos y etéreos por la vastedad boscosa y marina de esos lares, como seres tutelares de las demás criaturas silvestres que cohabitan con ellos», como lo escribí alguna vez a propósito de la intangible e indisoluble relación de ellos con Cabo Blanco.
Para concluir, conservacionista como lo soy, así como apasionado de la literatura desde mis días de colegial, estoy convencido de que los datos cuantitativos, los argumentos y el discurso científico son insuficientes para convencer a cierto tipo de público acerca de los serios problemas ambientales que aquejan al país y al planeta. Por tanto, hay otras opciones, como la música, la literatura y las artes plásticas, que pueden tocar fibras íntimas de esas personas, sensibilizarlas y persuadirlas, de modo que se unan a la causa del conservacionismo.
En tal sentido, la novela aquí reseñada, por estremecedora y bien escrita, no puede ni debe pasar inadvertida. Búsquenla y léanla, amigos lectores -sobre todo aquellos que ignoran quiénes fueron doña Karen y don Olof-, y percibirán que, tras llegar a la última página y cerrar el libro, algo importante, muy importante, habrá cambiado en sus vidas.