Del abuelo gallego se han difuminado los recuerdos, como los trazos de un ave migratoria, en el numeroso clan de las seis familias que se asentaron en Chile, y con mayor razón -numerosa y olvidadiza- del centenar que las sucedieron. Pero una querida prima aún atesora algunas remembranzas del abuelo, compartidas con él en cierto rincón rural de Santiago de Chile que yo no quisiera olvidar. También el primo mayor, postrado en la cama del hospital, hace un par de años, le recordaba con definitiva nostalgia.
Recuerdos imprecisos, desvaídos, quizá porque esa es la forma en que todos nos extraviaremos en la niebla del olvido, cuando ya nadie podrá recordarnos, ni para bien ni para mal, como se dice, puesto que la memoria de la tribu suele ser dura y descarnada con los perdedores o desafortunados, según se mire, esos que no triunfaron de acuerdo a cánones sociales, aunque el fracaso sea, a la postre, la materia imprescindible de las artes y el destino mayoritario de una especie irremediablemente desolada como la nuestra (por algo el paraíso se ubica fuera de este mundo).
Ya relaté aquella notable anécdota, ocurrida en el barco que trajo a la familia matriz desde Galicia, cuando el abuelo vendió al capitán, en trueque oportunísimo, su biblia de cubierta de plata maciza, cambiándola por un traslado de toda la familia, desde la tercera clase hasta la primera, quizá gesto premonitorio del mejor pasar que aguardaba a esos «labradores propietarios» en tierras sudamericanas, porque, con diferencias de fortuna y de rango, podemos afirmar, sin arbitraria estadística, que el resultado fue positivo para casi todos, exceptuando quizá al tío que falleció de peritonitis, en Buenos Aires, a los veinte años (salvo que el enigmático destino le hubiese deparado el temprano paraíso).
Me hubiese gustado conocer más de la vida del abuelo en Galicia, de sus experiencias como seminarista en Tui, de sus aventuras amorosas en Ourense; sobre todo, de su misterioso viaje a Cuba, desde donde regresó, según contaba el hijo primogénito, vestido con elegante panamá, sombrero de pita de anchas alas y un gran reloj de leontina, pero sin un duro en la cartera.
El pasado domingo escuchamos y vimos –mi compañera y yo- al poeta Juan Carlos Mestre, recitando su extraordinaria poesía. Me llamó la atención este breve poema que transcribo, versos que parecieron evocar al abuelo, instándome a escribir estos trazos imaginarios de su viaje y estancia en Cuba, donde tantos gallegos emigraron, entre ellos el padre de Fidel Castro Ruz, procedente de Láncara, cerca de la «bien murada» Lugo.
Retrato de Familia
«Ciego de Ávila, provincia de Camagüey, isla de Cuba. Mi abuelo tocaba el clarinete y tenía un cinturón con hebilla de oro.
Esto sucede en 1920, delante de una tela pintada con pájaros que habrían de ser multicolores.En una calle de La Habana, recién llegado de Vigo, Leonardo Mestre le compró a su novia una peineta de carey.
Están los dos, él lánguido de ojos y con un traje de lino. Ella, bajo la luz de los trópicos, es bella y me mira.
Han conocido el ancho cielo y los grandes peces de los mares. Su juventud es dichosa como la aventura que acaban de descubrir.Entonces se han colocado para la fotografía y con ella, como el que es alegre y vencido por el amor, entran en el hermoso sueño de la vida. Ya nada pudo separarlos, sólo ellos saben por qué fue aquel el instante preciso del milagro.
Yo podría continuar esta historia pero no sé si en 1920 había chevrolets en Cuba».
(Juan Carlos Mestre)
La historia de viaje del abuelo a Cuba comienza en junio de 1915, cuando embarca a bordo del vapor Coblenz, con destino al puerto de La Habana. Un primo suyo, residente en la isla caribeña desde 1905, le instó a viajar, para que conociera allí, con sus propios ojos, las posibilidades de emigrar con toda la familia y hacerse rico, de acuerdo al sueño equívoco de todo emigrante.
«Primero tienes que pasar aquí una temporada, por lo menos los tres meses del verano, para que veas cómo se da la faena de la cosecha de caña» le había escrito el primo, en una breve carta, llena de faltas de ortografía que repugnaron al ex seminarista, digno cultor del prestigioso castellano, hábil con la lengua gallega de marineros y campesinos para escribir y leer -amanuense de circunstancias-, la correspondencia de los iletrados paisanos con sus parientes de la diáspora… La última frase del primo aventó sus críticas: «Pronto irá boleto para La Habana».
Era cosa de aprovechar, pues, las oportunidades y forjarse un porvenir, trabajando en alguno de los múltiples y promisorios negocios emprendidos por los gallegos en la «isla dorada», como se la conocía en la aldea de Santa María de Vilaquinte, Chantada, Lugo, según testimonios epistolares de parientes emigrados, que elogiaban aquellas maravillas surgidas como árboles del pan en la otra ribera del mar.
El abuelo tenía entonces treinta y seis años; había nacido en octubre de 1879. No era tal vez la mejor edad para emigrar (¿la hay buena, acaso?) y de seguro él no intuía que iba a desgajarse del lar una década más tarde, junto a su mujer, a sus tres hijas y cuatro hijos. Recordaría entonces las peripecias de la navegación a La Habana, desde el pequeño puerto de Vilagarcía, en el vapor Coblenz, de la Cía Norddeutscher LLoyd (Mala Imperial Alemana), que cubría el trayecto, teóricamente, en doce días. Debido a inusuales trombas marinas y a desvíos provocados por el avistamiento en altamar de buques ingleses, la travesía del paquebote alemán fue cumplida en dieciocho interminables días antes de avistar La Habana.
Contradiciendo la supuesta condición marinera de los gallegos, el abuelo vomitó a lo largo de cinco jornadas seguidas y perdió igual cantidad de kilos de peso, aunque esto mitigara en un par de centímetros la comba de su barriga de asiduo parroquiano en los bares de Chantada. El séptimo día su estómago descansó y pudo ingerir las grasientas sopas germanas, con sus abundantes coles hervidas y las rancias salchichas fálicas irguiéndose entre las papas.
Durante las dos últimas singladuras disfrutó relativa calma del mar sobre cubierta. Allí la conoció: una paisana gallega de Erbedeiro, diez años menor, que viajaba a La Habana para hacerse cargo de documentos y pertenencias de su marido, muerto semanas atrás en una reyerta con un mestizo cubano.
La mujer vestía de riguroso negro, lo que no siempre indicaba el luto entre las campesinas gallegas… (esto lo dijo Rosalía).
El abuelo, sin mayores escrúpulos, se declaró soltero sin compromiso, inaugurando, quizá sin saberlo, una tradición asaz recurrida por los varones de la tribu, al menos en sucesivas generaciones de donjuanes sureños.
El abuelo no precisó de poemas románticos o modernistas para conquistarla; le bastaron sus elocuentes y cálidas palabras, subyugadoras como cobras y certeras como el aguijón de la avispa. Dentro de una de las chalupas de salvamento, cubiertos con la pesada lona marinera, ambos se unieron en el más antiguo de los rituales humanos.
De los numerosos trabajos que el primo propuso al abuelo, ninguno le resultó atractivo, ni siquiera posible de ejecutar para él... Se trataba de oficios manuales con despliegue de fuerza física y sudor, acrecentado por el clima húmedo del trópico. No es que el abuelo careciera de vigor, pero hubiese querido un trabajo de escribiente o de tenedor de libros, ocupaciones en las que destacaría, medio siglo más tarde, alguno de sus nietos.
Veinte días después de su arribo a la fascinante ciudad de La Habana, el abuelo fue requerido como controlador de entradas y salidas en una bodega portuaria. La paga era escasa, pero le bastaba para comprar cigarros habanos, comer de manera satisfactoria y beber cerveza y ron; de vez en cuando, un brandy con puro encintado en el café-bar Lugo, donde encontró coterráneos demasiado rústicos para sus pretensiones intelectuales. Se alojaba en casa del primo, que vivía con una mulata, durmiendo en un viejo sofá que abandonaba con las primeras luces del alba.
A las cinco de la tarde salía de la bodega e iniciaba una interminable caminata por las calles de la ciudad, durante dos o tres horas. No sabemos en qué pensaba, ni caeremos en el falaz recurso del narrador omnisciente, pero de seguro recordaba a la abuela y a los hijos, con honda morriña… Echaría en falta la modesta comodidad de la casa campesina, el vino rojo y espeso, la escopeta, el perdiguero y la yegua negra; los libros de su biblioteca y también las tascas de Chantada, las partidas de tute con viejos amigos y la charla semanal sobre las recientes novedades literarias de Madrid…
Los viernes, a las siete vespertinas, solía citarse con Ella, cuando ésta lograba sortear la vigilancia de una cuñada mayor, hermana de su difunto esposo, que la celaba, advirtiendo en la joven viuda ciertas señales de resurrección vital, brillos mal disimulados en la mirada, signos que nunca escapan a la femenina intuición.
Eran los suyos encuentros intensos y fugaces, donde ambos parecían compartir, con cierto encono de enamorados, la filosa melancolía de culpas nunca asumidas.
Una mañana en que el abuelo atendía su rutinaria y aburrida labor, divisó tras el ventanal de la oficina la figura negra y delgada de Ella, apoyada en el dintel del portón. Mal presagio –pensó- dirigiéndose con presteza a su encuentro.
-Creo que estoy preñada, –musitó Ella, con sus ojos llenos de lluvia remota.
Al cabo de dos meses, el abuelo regresó a la aldea, sin aviso previo. Apareció una tarde de finales de agosto, cuando las mujeres tornaban de las eras. Un coche de caballos le dejó en el umbral de A Touza. Los perros ladraron, alborozados. La abuela abrió el portal, conteniendo la sonrisa y el pulso bajo la llorosa mirada. El abuelo lucía apuesto, con su traje blanco de lino, sus zapatos bicolores de cabritilla y el albo sombrero de indiano.
Sacrificaron un cordero. Hubo cálida recepción y fiesta íntima. El abuelo no traía regalos ni dinero, pero sobre la leve curva del vientre brillaba una hermosa leontina, unida a un reloj de plata que iba a marcar, para la abuela, horas de callada desdicha.