Hacía tiempo que no miraba las estrellas. Casi hasta creo reconocer a la Osa Mayor o Menor, no sabría decir, con lo mal que se me ha dado siempre la orientación.
Hacía tiempo que no buscaba esas luces parpadeantes en un oscuro cielo nocturno, viudo de Luna. Con lo fácil que parecía poder encontrar el satélite desde este recóndito lugar de clima desértico. Inmensa isla del Mediterráneo que te atrapa en sus cristalinas aguas y te asfixia con su infernal brisa, que enciende la chispa sin necesidad de fuego.
Es hermosamente hostil, ahora que lo pienso. Asfixiantemente hermosa, podría decirse.
Echaba de menos mirar el cielo tanto como extrañaba escribir. Creo que llevo noches en vela, días de espanto, que tan solo indicaban un síntoma de mono. Y es que tal vez el mono también me lo provoca escribir. O quizás, sobre todo, es la falta de este ejercicio lingüístico la que convierte supuestos sueños pesadillas, la que provoca está sensación de náusea que tan bien describió Sartre y jamás pretenderé igualar.
La náusea que me acompaña tiene un deje muy amargo, como a hiel. De hecho, mucho de lo que vomito es bilis, es rabia, es un todo contenido que no sabe cómo huir de este laberinto mortal que es mi persona.
Y cuando te tengo ante mí sonrío y pienso... Seré estúpida... Es tan fácil como coger un boli y un papel, cualquier papel... Y se te pasa, si sigues el tratamiento y no lo interrumpes ni lo abandonas, se te pasa.
Pero no sigo el tratamiento. Me da miedo el remedio, supongo que más que la enfermedad. Prefiero rebuscar entre lo ya expuesto que exponerme de nuevo. Que exponerme así, que no sé ni quién soy.
¿Es posible que conforme pasa el tiempo esa idea que tenías tan clara sobre ti se vaya desdibujando hasta convertirse en una bruma? ¿Una sombra? ¿Llegará el día en que ni siquiera me reconozca ante un espejo? Sí, llegará. Y no me gusta este proceso.
Madurar, envejecer, morir... han llegado a parecerme sinónimos.
Pero hacía tiempo que no miraba las estrellas, y las estrellas me dan la vida, literalmente. Somos polvo de estrellas y únicamente esto, y el recuerdo que dejamos cuando nos marchamos, es lo que nos hace, de alguna mágica manera, eternos.
Somos polvo de estrellas que, de una u otra forma, permaneceremos en el universo. Me resulta mucho más consolador y romántico que la idea de una deidad esperando a castigarme, premiarme, perdonarme o lo que sea que quieran hacerme cuando ya no sea materia viva de este planeta.
De las estrellas venimos y a las estrellas volveremos y en el camino hermosas palabras dejaremos... Por lo menos, lo intentaremos.