Una amiga mía murió inesperadamente hace unas semanas. Ella, aparentemente, gozaba de buena salud y seguía cuidadosamente su alimentación y ejercicios. Era lo suficientemente joven como para esperar aún muchas buenas cosas de la vida. Sin embargo, aquí está el dilema. Ninguno de nosotros sabe si nos queda un minuto o varios años de vida. Para mi amiga, le fue imposible prever un aneurisma repentino que de un momento a otro, le inundó y le disolvió el cerebro. Tanto daño sufrió que fue imposible hacer algo por salvarla. Ella simplemente se fue. Adónde partió depende de nuestras creencias religiosas o espirituales. Sus restos materiales ya están bajo tierra.
Lo que le pasó a ella nos puede, en cualquier momento, suceder a nosotros. Somos una especie extraña. Nacemos y pronto descubrimos que esta vida es temporal, algo prestada y que lo único que desconocemos es cuándo aparecerá la enfermedad y la muerte. Para lidiar con la angustia, nos hacemos los ingenuos y preferimos pensar en otra cosa. Cuando lo hacemos, tenemos a nuestra disposición varias estrategias: negar, desconectarse, creer en la vida después de la muerte, en la resurrección, en una fusión maravillosa en el cosmos y muchas más. No tengo necesidad de numerarlas porque las conocemos demasiado bien. De hecho, no hay espacio muchas veces para prepararse. Mi amiga estaba a punto de tomar un baño en la tarde y estoy segura que muchas preocupaciones pasaban por su mente. Su marido leía un libro en la sala. Era una tarde común y corriente. Es esta la manera en que morimos la mayoría. Unos pocos lo hacen en circunstancias extraordinarias como los que, en un ataque terrorista, mueren protegiendo a niños o los que prefieren morir, en los campos de concentración, en lugar de otros inocentes condenados. Los demás, perecemos en accidentes absurdos o por las traiciones de nuestro propio cuerpo.
El ser humano es una especie paradójica, capaz de amar y odiar a una o a otra persona en similares y distintos momentos o hasta amar y odiar a una de un minuto a otro. Tratamos tanto de domesticar la vida que perdemos la perspectiva de cómo se nos esfuma de las manos. En los funerales, nos decimos constantemente esto, pero una vez fuera de ellos, volvemos a angustiarnos por las más ridículas nimiedades.
Vivo ahora en un país que tiene fama de pacífico. Como no nací aquí, en Costa Rica, existen costumbres a las que aún no he logrado acostumbrarme. La gente es cortés y considerada. Pero por esto se paga un precio: la distancia emocional. Es como si el refinamiento y la discreción fuesen barreras para no hurgar, ni ser hurgados, más allá de unas palabras amables. En el funeral de mi amiga, ya no están las lloronas de antaño que se alquilaban para pegar gritos por los difuntos. Ahora se dicen unas palabras de consuelo y los anteojos negros cubren, si es qué hay, las lágrimas.
Ahora regreso, temporalmente, a los Estados Unidos, que se ha convertido en un país en que el decoro y la cortesía no aparecen por ningún lado. La manera de enfrentar a la angustia del vivir es cada vez más por los gritos y los insultos. Cuando esto no es suficiente, algún adolescente saca un rifle y mata a sus compañeros. Además con nuestro presidente la vulgaridad se ha puesto de moda.
Ante este panorama, extraño la distancia emocional latinoamericana que nos ofrece la cortesía y el refinamiento. Tal vez mantener la distancia emocional sea una forma de protegernos de estas agresiones.
En este momento alguien está naciendo y alguien más está siendo asesinado. Alguien está siendo amenazado y alguien recibe amor. La mayoría de nosotros posiblemente compartimos ambas. Y todos sabemos que estamos, en el fondo, esperando morir o esperando que alguien a quien nos hemos apegado inexorablemente lo haga. ¡Qué especie!