Finalizaba mayo de 1923, cuando un día aparecieron en la prensa un anuncio y una noticia totalmente inconexos, pero a los que el destino les daría amarre y sentido un año después, como se verá pronto.
En efecto, en el Diario del Comercio, en un pequeño recuadro ubicado en medio de varios anuncios, se leía lo siguiente:
«Gerardo Rovira. Contratista, constructor, escultura, arquitectura y ornamentación. Dirección: 275 varas al Sur del Hospital».
Asimismo, en la página siguiente figuraba una noticia intitulada «Política yugoeslava», en la cual se aludía a algunas pugnas entre los representantes de varios de los países del nuevo Reino de Yugoeslavia, constituido después de la Primera Guerra Mundial.
Para ese entonces Rovira era un profesional consolidado, pues había construido edificios de gran factura, como lo sabemos ahora gracias al libro Gerardo Rovira Aponte. Catalán arquitecto precursor, de su coterráneo y colega Josep Armengol Villanueva, presentado hoy.
De padre catalán, quien emigró hacia Puerto Rico y se casó ahí -también lo conocemos en detalle gracias a dicha obra-, él nació en 1881, de modo que tenía la nacionalidad española, dado que Puerto Rico no se independizó sino en 1898. Asimismo, como sus padres regresaron a España cuando los EE.UU. invadieron y tomaron la isla, él aprovechó para estudiar arquitectura en Barcelona. Tras graduarse y ejercer su profesión por un tiempo, cuando frisaba los 27 años se mudó a Costa Rica, en 1908, buscando dónde expresar su potencial creativo. Aquí se casó con doña Manuela Redondo Fonseca, originaria de Cartago, con la que procrearía diez hijos.
La calidad profesional de Rovira comenzó a hacerse palpable sobre todo con algunas innovaciones en las técnicas constructivas, como lo resalta Armengol, lo cual le permitió trabajar con Jaime (Chame) Carranza Aguilar y José Francisco (Chisco) Salazar Quesada. De la relación con estos arquitectos, resultaron bellas y sólidas edificaciones, como las del Almacén Koberg y Echandi, la Librería Lehmann, la librería e imprenta de María viuda de Lines, el Templo de la Música, y muy posiblemente la Ferretería Macaya, según Armengol.
Ahora bien, fue en abril de 1923 que nació legalmente el Club Unión, y en febrero del año siguiente se iniciaba la construcción de su edificio, en pleno corazón de San José. Diseñado y dirigido por Salazar al inicio, así como supervisado por Carranza después, le correspondió a Rovira ser su constructor.
Era un año difícil, pues el 4 de marzo de 1924 el Valle Central había sido seriamente estremecido por el terremoto de San Casimiro, y los enjambres sísmicos se prolongaron por largo tiempo. En medio de tales circunstancias, un día de fines de abril apareció por ahí un joven forastero en busca de trabajo. Era mi padre Pasko, quien frisaba los 31 años de edad, y cargaba en su alma el peso de haber enviudado cuatro años antes, dos años después de retornar del frente de batalla, en la Primera Guerra Mundial. Albañil de oficio -que aprendió de su padre Niko-, y con unos pocos ahorros en su bolsillo, había arribado a Puerto Limón el 24 de abril y, enterado de que el sismo de San Casimiro abría la oportunidad para hallar su sustento, decidió abordar el tren hacia la capital.
Ya ahí, se acercó al predio donde empezaba a perfilarse lo que sería el regio edificio del Club Unión. Preguntó por el jefe de la construcción. Se aproximó a Rovira, once años mayor que él. Le era muy difícil conversar, pues su idioma era el serbo-croata, inservible para la ocasión. Al respecto, alguna vez escribí que
«no sé en qué idioma se comunicarían -pues entonces papá no hablaba español-, pero supongo que fue en el hondo e infalible lenguaje del corazón, así como en la reveladora mirada, apremiante, conmovedora y solidaria de los inmigrantes».
En tales apuros, quizás se valió de señas, así como de algunos vocablos aprendidos durante una corta estadía en Italia, tras abandonar su nativa Croacia -por entonces parte de Yugoeslavia- y cruzar el mar Adriático en busca de un mejor porvenir. Su meta era establecerse en California, donde residía Niko, su hermano mayor. Lo cierto es que Rovira lo contrató.
A propósito de idiomas, él contaba que la primera palabra que pronunció en español fue «¡Tabla!», gracias a lo cual uno de sus compañeros colocó rápidamente una tabla para que afianzara su pie y no se cayera del andamio en el que estaba subido. Al escribir esto, evoco las palabras con las que Gabriel García Márquez inició su provocadora alocución -aquella en que proponía desterrar la ortografía para siempre- en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Zacatecas, México, en 1997. Narraba el Premio Nobel que «a mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: "¡Cuidado!". El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: "¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?". Ese día lo supe». ¡Ya ven!
Mi padre se instaló a pocas cuadras de su lugar de trabajo, en el Paso de la Vaca, donde alquilaba una pequeña pieza. Tuvo la fortuna de hallar ahí cerca la protección de Emilio Quirós, un buen hombre que era sastre y masón, y quien le hizo más llevaderos sus días de incertidumbre ante el futuro, así como soportar la nostalgia por su muy lejano terruño y su familia.
Poco a poco fue aprendiendo español, así como acrecentando su amistad con Rovira, quien se convirtió en una especie de ángel tutelar. Tanto le gustó a su patrono el esmero y perfeccionismo con que mi padre desplegaba sus labores, que buscó cómo prolongar la relación entre ambos. De hecho, continuaron trabajando juntos en tan espléndido edificio, el cual se inauguró el 7 de noviembre de 1925. Sin embargo, para entonces ellos ya no estaban ahí. Porque los constructores y los obreros no asisten a los grandes festejos. Alejados de toda pompa, bajo abrasadores soles, lluvias insolentes y temidas rayerías realizan en silencio su tenaz labor, y al final, como recompensa, se quedan con la íntima y honda satisfacción del deber cumplido.
En realidad, mientras avanzaban las obras del Club Unión, había ocurrido algo que para mi padre sería providencial y determinante en su vida. En efecto, como el terremoto de San Casimiro tuvo su epicentro en Orotina, el cercano cantón de Naranjo sufrió tanto el serio embate del evento sísmico, que su iglesia quedó muy maltrecha. Ante esta situación, con gran visión y osadía, el padre español José del Olmo se propuso erigir un nuevo templo, y de altos quilates.
Encargados inicialmente los planos al ingeniero herediano Manuel Benavides Rodríguez, fueron descartados por modestos, por lo que a inicios de 1925 se contrató a Rovira para que los elaborara. Cuatro años después, en palabras aclaratorias suyas por la prensa, y a propósito de la inauguración del templo, pues alguien escribió que su arquitecto fue el famoso Teodorico Quirós Alvarado, Rovira manifestaría que
«el señor cura del Olmo y yo nos propusimos construir la iglesia: él apoyando en un todo mis ideas, y yo creando y consultando obras de arquitectura, para orientarme y dar vida a la obra que se inaugura mañana, y que seguro admirarán por su belleza de líneas, especialmente la fachada».
Lo cierto es que ya en marzo de 1925 se habían iniciado las obras en Naranjo. Rovira empezó a supervisarlas mediante visitas mensuales de inspección, que le eran pagadas a 50 colones cada una, según consta en documentos contables que forman parte del libro Naranjo y su iglesia, publicado por el padre del Olmo. En las cuentas saldadas, este rubro aparece hasta mediados de agosto, lo cual sugiere que fue en el propio agosto o en setiembre que se trasladó allá con su familia, pues las labores ya demandaban su presencia a tiempo completo. Fue entonces cuando invitó a mi padre a que lo acompañara, para enfrentar su nuevo desafío arquitectónico.
Es decir, papá nunca estuvo desempleado, gracias a este buen hombre que, más que su patrono, era su amigo leal. Asimismo, ignoraba Rovira que, al dar ese paso, aquel forastero solitario dejaría de serlo, pues frente a la esquina sureste de la iglesia vivía Carmen Quirós Rodríguez, una hermosa muchacha que cuatro años después se convertiría en su esposa, y con la que procrearía once hijos, de los cuales el menor soy yo.
Durante su estadía en Naranjo, mi padre se hospedó en la casa familiar o pensión de las hermanas Rojas Corrales, y fue haciéndose amigo de lugareños, como mi tío Ricardo, gracias a quien conocería a mi madre. Dedicado por completo y con gran rigor a su trabajo, destacó en sus labores, al punto de que fue el único operario al cual -como consta en documentos oficiales- se le hicieron cuatro cuantiosas retribuciones complementarias a su salario, entre abril y diciembre de 1927. Cabe suponer que esos pagos adicionales obedecieron a que le correspondió chorrear 12 de las 14 inmensas columnas del templo -hoy son 16-, según lo narrara Eugen, mi hermano mayor, en un testimonio escrito para la posteridad.
Conviene acotar que, por discrepancias con el padre del Olmo, Rovira no culminó la obra. Desde enero de 1928 quedó a cargo de los suizos Augusto y Venancio Induni Ferrari, más sus sobrinos Pío Albónico Induni y Aurelio Induni Fasola, por cierto ancestros de Carlos Alvarado Quesada, actual Presidente de la República. Con ellos trabajó mi padre, también. Como una curiosidad, los Induni y Rovira vivían a dos cuadras de distancia, en la capital, en el barrio Santa Lucía.
Al regresar de Naranjo, Rovira volvió a su morada, la casa No. 871, sobre la calle 14 y entre las avenidas 8 y 10, muy cerca del Hospital San Juan de Dios. Durante 1928 se involucró en varias obras de mayor o menor cuantía, descritas por Armengol, y en 1929 emprendería otra edificación majestuosa, de estilo árabe. Se trataba del Castillo del Moro, encargado por el comerciante Anastasio Herrero Vitoria.
Con planos trazados por el diestro Rovira, él deseaba que mi padre lo acompañara de nuevo, pero ahora el asunto no era tan sencillo, pues su amigo croata había contraído nupcias el 6 de enero. En todo caso, para facilitarle las cosas le alquiló una casa de su propiedad, muy cerca de la suya. Y fue así como, poco después de cumplir sus compromisos en Naranjo -la iglesia fue inaugurada el 20 de abril-, a mediados de mayo mi padre se mudaba a la capital. Ya instalado con mi madre en esa casa, se dedicó de lleno a la edificación de la obra, erguida a unas veinte cuadras de ahí, en la intersección de la calle 3 y la avenida 13, en una esquina del señorial barrio Amón.
De esta joya arquitectónica tan singular, narra el amigo arquitecto e historiador Andrés Fernández que
«la vivienda se realizó con materiales y decoraciones interiores y exteriores traídos enteramente de España por su dueño, y se caracteriza por la profusión de arcos de herradura, ménsulas y almenas, encajes y filigranas, coloridos vidrios y mosaicos; y, rematando el conjunto, se ve una cúpula de bronce que evacúan las únicas gárgolas conocidas en San José: una obra para admirar».
Debe resaltarse que, para su construcción, Rovira le había asignado a mi padre la responsabilidad de actuar no como un obrero más, sino como su maestro de obras. Y, sin duda, los detalles y acabados de tan soberbia obra, concluida en 1930, denotan que papá cumplió con creces su delicada labor.
Esa fue la culminación de las tres obras en que ambos colaboraron, todas de gran calibre. Y ya después no habría más proyectos, al parecer debido a problemas de salud de Rovira, según lo sugiere Armengol en su libro. Por tanto, mis padres retornaron a Naranjo, con su primogénito Eugen en brazos, pues nació el 19 de octubre de 1929 en la casa del barrio Santa Lucía; ahí mismo fue engendrada Brunilda, la segunda de la prole, quien vendría al mundo en Naranjo, en marzo de 1931. En realidad, más allá de lo laboral, los vínculos afectivos entre ellos se mantuvieron por siempre, hasta la prematura muerte de Rovira, en 1940.
En el caso de mi padre, establecido en Naranjo, en el curso de los años laboró en la construcción de las escuelas República del Ecuador (en San Juan), República de Cuba (en San Juanillo) y República de Uruguay (en San Miguel). Además, dirigió las obras del Mercado Municipal, construyó varias casas de habitación y realizó numerosos trabajos en el cementerio local, así como en la iglesia. Asimismo, por un tiempo trabajó en la Cooperativa Victoria, en Grecia, al igual que en la sección de puentes de la Carretera Interamericana.
Un hecho muy meritorio, del cual dejó constancia escrita mi hermano mayor, es que entre 1950 y 1955, debido a varios sismos, a mi padre se le asignó la restauración de la iglesia, que tanto significaba para él en términos sentimentales. Junto con otros obreros, y aunque parezca mentira, a puro mazo y cincel debieron demoler las cúpulas originales de las dos torres, así como construir las actuales torres a un nivel más bajo, «al igual que las gradas del antiguo sitio en el que se encontraba el órgano y se situaba el coro, en la torre sur». A estas laboriosas y extenuantes obras se sumó la separación de las torres del resto del cuerpo del templo -en lo cual hubo mucha polémica, pero el tiempo y los hechos le darían la razón-, para evitar daños más graves en caso de nuevos sismos. Esto también lo hicieron a puro mazo y cincel.
En fin, ese fue el afanoso e infatigable hombre que muchos años antes se había presentado en aquel predio del Club Unión, y a quien don Gerardo Rovira -así pronunciamos su nombre hasta hoy en nuestros hogares, con inmenso respeto e imperecedera gratitud- supo valorar y acoger, como subalterno al principio, y como entrañable amigo después. Una amistad tan sincera, certera y perdurable que -a pesar de la ausencia física de ambos- subsiste, viva y vigente, como nos lo revelan el oportuno y meritorio libro de Armengol, así como el cálido convivio de esta tarde.
Para concluir, conmovido como lo estoy en este momento, ello me lleva a decir…, ¡salud, salud por siempre a la memoria de don Gerardo y de Pasko, impecables constructores de edificios y afectos!