-Es extraña esta vida –dice el poeta Benito, y apura el cuarto vaso de vino con un acusado temblor en la mano derecha.
-Si me permites –agrega-, te leeré mi último poema. Y lee, con voz cascada, a trompicones, con tos cavernosa:
«Volviendo a la colina
Al último horizonte que cabe en mis ojos y en mis manos
A mi unidad
A mi architextura
A mí
Limpio y claro
Como una cuerda nueva
Ya reconocida por tus poros y mi sangre».
-Es harto rara la vida, Benito. Y para los poetas como tú, como Teillier y Cárdenas, como el Tote España y también para muchos que ni escriben ni poetizan. Extraña vida, Benito.
«No creo en presentimientos, ni temo
A los agüeros. Acepto el veneno,
La calumnia. No existe la muerte,
La vida es eterna. No hay que temer
A la muerte ni a los diecisiete,
Ni a los setenta. Sólo hay vida y luz,
Ni oscuridad, ni muerte hay en este mundo.
Todos estamos a la orilla del mar
Y soy de los que eligen la red
Cuando la eternidad pasa de largo.»Soñé esto alguna vez, lo sueño ahora,
Sé que lo volveré a soñar de nuevo,
Todo se repetirá, todo reencarnará,
Y usted soñará todo lo que yo soñé.»Allá, lejos de nosotros, lejos del mundo,
La ola una y otra vez golpea la orilla
Y en ella hay estrellas, personas, pájaros,
Realidad, sueño y muerte... en la ola eterna.»No necesito fechas: fui, soy y seré,
La vida es el mayor de los milagros.
Solo, como un huérfano, en él yo vivo.
Solo, entre espejos, cercado por reflejos
De mares y ciudades, vivo en la embriaguez.
Y la madre llorando toma al niño en el regazo».
¿Y si fuese este poema de Arseni Tarkovski una respuesta a Benito, o una réplica a mi escepticismo encabalgado en los bordes de la copa que el esmirriado vate besa como si fuera la última que va a beber esta tarde aciaga?
Está viejo Benito; estamos todos viejos aquí dentro, también afuera se posa el polvo de una vejez irremediable. Benito busca una habitación donde cobijarse. Puede pagar por ella ciento treinta mil pesos (doscientos dólares) al mes. Le quedarán ciento cincuenta de la jubilación, para el té, el pan y el vino cotidiano. Porque Benito casi no come, le basta el azúcar del vino y el alcohol incapaz de curar la tristeza, pero necesario para emborracharla como a una matrona a quien se le sueltan las trenzas y el corpiño después de besar a Baco, apurando quizá la última libación.
-¿Y qué pasa con tus hijos, poeta? ¿Ya no piensan ayudarte?
-Solo si yo dejara de beber, pero eso es difícil… es imposible a estas alturas. Ellos no se dan cuenta que el vino es una cuerda sutil que me guía despacio hacia la muerte; si se cortase, caería yo en el foso donde me espera el Minotauro… ¿Te queda dinero para otra copa?
-Queda, Benito. Y si se acaba, Antonia nos fía lo que falte.
-¿Crees en la otra vida, amigo?
-No, la vida es ésta, única, amada y terrible, pero sobre todo extraña.
(Hablo con algunos contertulios. Nadie tiene el dato de un cuarto para Benito. Ni siquiera Magdalena, la poetisa del parque Bustamante, que sabe de precarias duermevelas y de sueños en sobresalto. Hay quienes me dicen que nadie le alquilaría una pieza al poeta, viéndole en esa traza de borracho irremediable, aunque sea inofensivo y de cura tranquila, después de todo).
-¿Y usted, conmiserativo lector, no sabe de una pieza para Benito?
El agobio de Benito parece transformarse en mi propio agobio. De la carpeta virtual de mi teléfono móvil extraigo un párrafo de Walden, escrito por mi admirado Thoreau, para leérselo a Benito, como quien derrama el agua refrescante sobre la cabeza del exhausto peregrino:
«Fui a los bosques porque quería vivir libremente, enfrentarme sólo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido… Quería vivir con profundidad y absorber toda la médula de la vida, vivir de manera tan severa y espartana como para eliminar cuanto no fuera la vida, abrir un amplio surco y arrasarlo, arrinconar a la vida y reducirla a sus términos inferiores… La mayoría de los hombres, a mi juicio, se halla en una extraña incertidumbre respecto a si la vida es cosa de Dios o del diablo y ha concluido, algo precipitadamente, que el principal fin del hombre es ‘glorificar a Dios y gozar de él por siempre’.
»Vivimos aún de manera mezquina, como hormigas, aunque la fábula nos dice que hace mucho fuimos transformados en hombres; luchamos con grullas, como pigmeos, error tras error, golpe a golpe, y nuestra mejor virtud acaba en un superfluo e innecesario abatimiento. Nuestra vida se pierde en los detalles. Un hombre honrado no necesita sino contar con sus diez dedos y, en casos extremos, añadir los diez dedos de sus pies, y dejar el resto…».
-Moure, tus lecturas y bienintencionados consejos no me sirven para este trance. Parecen admoniciones de una abuela o monsergas de cura trasnochado… No pretenderás que me aísle en la ribera de una laguna, con estos pulmones precarios y acezantes ni que suba a las cumbres en busca del Nirvana…
-No te alteres, Benito… Trato de encontrar algún consuelo en las palabras que tú y yo amamos; no en balde eres poeta.
-Gracias, amigo, pero mientras no solucione el problema real, práctico y urgente, de alquilar una habitación, seguiré sumido en esta extrañeza existencial, por decir lo menos… ¿Te quedan monedas para otra copa?
-Sí. Para eso no faltará, aunque esta vida siga siéndonos tan extraña.
¡Salud!