A estas alturas de la historia de la humanidad, pareciera que la mitología ha dejado de ser lo que en la Antigüedad era, e incluso se dice que la ópera tampoco goza de buena salud. Sin embargo, en cuanto a la ópera, es todo lo contrario: nunca antes se había representado tanto en tantas partes del mundo y en tantas culturas; y esto es así porque los argumentos están basados principalmente en la psique, que en griego denomina lo que vendría a ser «el alma humana». De allí derivan palabras como psicología, psicosomático, y miles más, que bien se ve que pertenecen al mundo de Orfeo y su amada Eurídice.
¿Por qué entonces decir que es algo pasado de moda? ¿Cómo podíamos referirnos, incluso en el lenguaje científico a estos temas y otros tantos de la medicinas, el arte, la filosofía, etc., sin acudir al legado griego? No podemos, porque dicho legado es parte de nuestro inconsciente colectivo, ese mar arquetípico que conforma el metalenguaje con el que nos comunicamos. El idioma español, para citar un ejemplo en el campo de la lingüística, está conformado por alrededor de un diez por ciento de palabras de raíz griega.
Ahora, si vamos al metalenguaje, la venganza representada por arquetipos es entendible para la inmensa mayoría de la humanidad, con sus excepciones, que en las matemáticas se llamarían “singularidades”. Konrad Junghänel, destacado especialista de la música barroca, a la hora de abordar una ópera como director, sostiene su estética en el texto, que dicta la diferencia fundamental con otros géneros musicales en donde no hay participación de la palabra. Sus razones son más que válidas desde el punto de vista tradicional operístico: es solo mediante el lenguaje (musical y verbal) que podemos acceder con un buen grado de credibilidad a la atmósfera o mundo propuesto por una obra lírica.
Ya hemos hablado con anterioridad de la suspensión del descreimiento en el artículo dedicado a Los maestros cantores de Núremberg, en donde considerábamos la puesta escénica como elemento de acercamiento a la esencia de la cosa (según Hegel). Pareciera entonces que ahora nos contradecimos. Realmente no. Entonces decíamos que el acierto en la creación de un espacio virtual a partir de una puesta escénica está en relación directa con la compenetración que logra en el espectador, para con ello, llevarlo a ese espacio que no pertenece ni al escenario ni al mundo contingencial del observador, sino que es una creación propia. Esto es cierto desde muchas perspectivas, y la más sencilla se da asimismo en el mundo cotidiano, pues todo lo que percibimos merced a los sentidos se transforma en impulsos eléctricos que son luego procesados por el cerebro para reproducir la imagen de «nuestra realidad». Percibimos así una reproducción del objeto a partir de nuestra experiencia y filtros culturales. Luego, cuando recreamos un mundo estimulados por el arte lírico-musical, el proceso no difiere en cuanto a su mecanismo de formación, sino en la cercanía que tiene con nuestra cotidianidad creada a partir de la palabra. Es decir, la palabra representa la esencia de la cosa y funciona al mismo tiempo como desencadenante del universo conocido (nombramos lo que conocemos) y puente hacia realidades por conocer si se potencia su función de «esencia de la cosa».
Volvamos entonces al subtítulo: la palabra en el infierno. En conversaciones con el director Junghänel durante la producción de Orfeo y Eurídice, de Christoph Willibald Ritter von Gluck, nació en cierto modo la inquietud de este corto artículo. Junghänel planteaba que tanto la música como el lenguaje verbal, poseen más recursos a la hora de provocar la recreación de un mundo inexistente en nuestra cotidianidad, que el simple punto de vista geográfico temporal. El infierno, por ejemplo, al que desciende Orfeo a ver a su amada, debe su existencia a los arquetipos humanos, a la moral, la religión (algunas, al menos) y otros elementos que se relacionan con nuestra cotidianidad evocados desde un espacio virtual que hemos comenzado a crear en la niñez. El infierno (lo mismo que el paraíso) reside en nosotros. De esa manera, la ópera (y el arte en general) es un mecanismo mediante el cual potenciamos la función de los arquetipos. Está en nosotros, sin embargo, usarlos para bien o para mal, y con ello caemos en un estado que podríamos llamar paraíso o infierno. Está aquí y ahora. No hace falta ir a ningún lado. Dichos estados dependen de nuestro ego (otra palabra del griego), de cómo nos relacionamos con los demás.