Cada mañana, cuando me preparo para dejar a la niña en el colegio, generalmente ya estoy vestida. En ocasiones es cuestión de calzar los zapatos, agarrar la cartera, el manojo de llaves y partir. Hago algo, siempre lo hago, es una manera de hacer la última revisión de mi misma, así no haya hecho nada distinto en mi atuendo: mirarme al espejo en la brevedad que puedan ofrecerme uno o dos segundos.
Es de esta forma que, un día tal, caigo en cuenta que llevo meses usando los mismos aretes. Sepan que lo primero que hago al llegar a casa al final de la jornada es quitarme los aretes, algún anillo de fantasía barata -uno de los que compré para aquella cita y que venían en juego de tres-, alejo los rizos de mi frente con una banda elástica y me visto con ropas de estar de esas anchas y suaves. Luego, miles de cosas, hacer la cena, ver tareas del colegio, revisar mochilas y cambiar mudas de ropa, jugar (lo que equivale a tirarme al piso y volverme niña, aunque una bien cansada), escribir, si me apetece, leer, ponerme al día con los correos y una que otra cosa.
Al día siguiente, ya vestida para salir, voy a donde guardo mis joyas de fantasía, que no es más que una caja de fuerte material azul oscuro donde antes habitó una camiseta de Ralph Lauren. Busco y rebusco: argollas enormes, zarcillos que cuelgan como lágrimas de Sauces, otros tan escandalosos como una lámpara de estilo renacentista. Al final, en una esquina de la caja, brillan discretos y con vibrante tono dorado mis aretes pequeños, que, de hecho, los compré para mi hija.
Sin dejar de ser hermosos, son discretos. El brillo que desprenden sus cinco simulados pétalos ahuecados y rellenos de Zirconia, apenas dan luz a mi rostro. Su diseño, es como una especie de cristal de nieve aumentado, como un asterisco con ínfulas de flor de sol.
En otra esfera de mi realidad reciente, desde hace meses dejé de maquillar mis ojos. Raras ocasiones coloco algo de sombra en los párpados, pero el rizador de pestañas caducó y el lápiz negro que usaba para darle «profundidad» a mi mirada, lleva una relación muy pacífica con el sacapuntas. Para que usted, estimado lector, comprenda el significado de lo que digo, debe saber que en mi país las mujeres «se producen» a diario para ir a trabajar, para quedar con las amigas, para ir al supermercado. La apariencia (buena) es algo tan «importante» que incluso es requisito en algunos anuncios de empleo. El mundo de la moda ha parido esta palabra como sinónimo de arreglarse con especial esmero, de manera que yo me he esmerado muy poco.
Hubo una ocasión en la que me puse unos tacones y no me reconocí, menos me gusté. Pero los zapatos eran míos y muchas veces gocé y disfruté con ellos, no eran tan altos. ¡Esto ya ameritaba una buena charla, pero no con el psicólogo! Como bien apunta mi hermana mayor, yo pienso demasiado sobre las cosas, y esa vez me propuse conversar/pensar con la chica del espejo, o sea, yo mismísima.Con lo cruda que puedo ser a la hora de revelarme las verdades, develar mis esqueletos y desnudar mis propios misterios, bastaron un rato de soledad, varios minutos de introspección -con un mínimo de sesgo- y varios sorbos de café para dar con la respuesta:ntodo este tiempo he procurado no hacerme notar, pero, ¿por qué?
Bueno, ahí lo tenía: la razón, pero, ¿y las motivaciones? Fui por más café, más soledad y más minutos. Todo tenía que ver con mis episodios de ansiedad, angustia y llanto, los cuales fueron agudizando desde octubre hasta finales de diciembre. Todo conectaba con los rasgos que siempre han sido mi marca, mi sello: la alegría, ser una dicharachera y parlanchina, y por supuesto, todo eso incluía las preguntas de mis compañeros en el trabajo, los comentarios, los consejos y las opiniones, y en esa misma línea, las demandas de la familia. Este tiempo me descubrí escurriéndome por los pasillos, aprovechando los horarios de menos tránsito hacia la cocina en la oficina, parándome de mi silla lo menos posible. Aunque, siendo honesta, no todo ha sido malo, porque la belleza de mi mirada todo este tiempo estuvo escondida tras «la profundidad» que da el lápiz negro, y ahora puedo verla. ¡Ah!, también descubrí que, según algunos, yo «antes» era linda, lo cual me ha servido para replantear o al menos revisar mis ideas sobre qué es belleza y qué no, por qué y quién lo dice.
De ahí, de ese descubrir mi razón y mis motivos, vinieron las preguntas y sus respectivas respuestas. Esta mutual de preguntas-respuestas es tan necesaria para crecer y conocerse como lo es el sol en la fotosíntesis, igual ya lo he dicho antes. Llegué a varios acuerdos con la chica del espejo, aunque me los reservo, pero vamos bien, ella y yo vamos recorriendo el camino, pocos pasos a la vez.
Recordé la muerte de mi madre. Estuve años sin pintar mis labios de rojo, así no más, sin siquiera decidirlo, me pintaba y, al mirarme al espejo, de inmediato iba por una toalla de desmaquillar. Llegó el día en que reflexioné el porqué de ese sencillo gesto, cuando nunca tuve problema para llevar la boca roja. De esto hace más de una década y no sabia tanto de mí como ahora, y luego de mucho pensar, hoy caigo en la cuenta de que para mí, pitarme los labios de rojo era sinónimo de mi habitual alegría y esa no la había recuperado.
En este mismo momento, con tanta tecnología distractora a la mano de todos, me imagino lo difícil que será -o ya es- llevarse bien con uno mismo, o al menos llevarse, que ya es algo. Y más todavía, lo atrevido que puede llegar a ser el conocerse a uno mismo, o al menos intentarlo. Quizá esa sea la razón de que la tendencia de muchos sea culpar a los otros y esos otros culpar a los unos. Todos mirando al frente, pocos hacia dentro. Yo les aseguro que puede estar oscuro dentro, pero llega un tiempo en que la luz aparece, y no lo hace sola, viene con poder y paz.
Por ahora, me siento muy bien con mis aretes pequeños. Ya sé qué significan. Definitivamente no me gustan los pintalabios rojos, pero no tiene nada que ver con mamá; los zapatos altos son una verdadera tortura, no sé quién diablos inventó eso de sostener sobre unos inocentes dedos prácticamente todo el peso del cuerpo en nombre del glamour, yo paso. El lápiz de ojos, bueno, esa es otra historia, una que no me animo a contar, solo puedo decirles que cuando descubrí el motivo, pequeñas gotas de cristal tibio intentaron hacer casas de campaña sobre mis cachetes. Sobre eso trabajo.