Empecemos por contextualizar la situación: este es un artículo escrito por una persona occidental, urbana, nacida y criada en la segunda mitad del siglo XX, con hábitos, naturalmente, que hablan de esa historia previa; y buena parte de sus lectores -si es que los hay- quizá pueda tener más o menos similares características. Dicho rápidamente: para nosotros, occidentales modernos pertenecientes a esa generación que describíamos, el tatuaje es un elemento más o menos «raro», con cierto toque exótico. No está en nuestra historia más antigua como cultura. (Vale aclarar también que quien escribe no está en contra de la práctica actual de los tatuajes; sólo se abren consideraciones sobre su utilización).
El término «tatuaje», con una cierta variación en el deletreo, ha sido adoptado en las diversas lenguas occidentales vigentes. La palabra fue llevada a Europa en el año 1771 por el capitán inglés James Cook al regreso de su primer viaje por los, así llamados en aquel entonces, mares del Sur. Durante la travesía navegó alrededor de las costas de Nueva Zelanda y Tahití.
El capitán Cook escribió en su bitácora sobre esta práctica, sumamente rara para los ciudadanos occidentales de ese entonces:
«Manchan sus cuerpos pinchando la piel con los instrumentos pequeños hechos del hueso, que estampan o mezclan el humo de una tuerca aceitosa [...]. En esta operación, que es llamada por los naturales "tattaw", las hojas dejan una marca indeleble en la piel. Se realiza generalmente cuando tienen cerca de diez o doce años de la edad y en diversas partes del cuerpo».
Los tatuajes fueron una práctica euroasiática en los remotos tiempos del Período Neolítico, encontrándose incluso en algunas momias egipcias con una antigüedad de hasta 7.000 años. Puede hallárselos en las antiguas culturas china y japonesa hace unos 4.000 años. 2.500 años atrás se expanden por las islas del Pacífico. No aparecen nunca en las culturas americanas prehispánicas.
En Europa los invasores nórdicos llevaron la costumbre del tatuaje a las islas británicas hacia el siglo X. Era el orgullo de estos guerreros tener símbolos y crestas tribales de sus familias sobre la piel. De hecho, es ésta una costumbre que todavía sobrevive entre algunas familias de linaje aristocrático, particularmente en Escocia. Incluso parte de la iglesia católica animó a tatuar a sus miembros en los siglos XVII y XVIII. Hoy día algunos sacerdotes han seguido la costumbre, y los diseños religiosos tatuados en el antebrazo o el pecho son considerados tradición en diversos pueblos búlgaros y los eurasiáticos católicos.
La función de los tatuajes es diversa: distintivo social, religiosa -formando parte de innumerables ritos-, cosmética. En ciertas ocasiones se ha hecho un uso horrendo de él, como en el caso del sistema de identificación de los judíos en los campos de concentración mantenidos por el régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial, utilizándoselos de igual modo que la marca que se le hace a veces al ganado en pie.
Lo cierto es que no hacen parte de la cultura cotidiana de toda la población occidental como algo histórico, como legado cultural milenario ya incorporado. Es más: para gente occidental por arriba de las tres décadas de edad están asociados a prácticas de ciertos grupos más bien marginales (el hampa, las prostitutas), o muy puntuales, como los marineros. Su uso como ornamento «chic» es algo muy reciente. ¿Nueva moda? ¿Nuevo fetiche de consumo?
Sí, sin ningún lugar a dudas. Nuevo «nicho de mercado» descubierto hace unos pocos años, y eficientemente explotado. Lo que hasta hace poco tiempo no era sino patrimonio de presidiarios, ahora pasa a ser símbolo «sexy», o marca identitaria de ciertos grupos, juveniles fundamentalmente. Obviamente el cambio no se dio por casualidad, por generación espontánea; alguien lo planeó, lo puso en marcha. Y alguien saca provecho de eso, sin dudas. ¿Los usuarios, los compradores, los que pagan por estas nuevas mercaderías de moda?
En algún sentido también sacan beneficios: se tatúan porque los satisface. Pero sabiendo que la sociedad capitalista de consumo hace de cada cosa una mercadería vendible, es ya difícil saber -cuando no imposible- dónde termina lo necesario y dónde comienza lo superfluo, dónde lo producido llena necesidades y dónde las necesidades son inventadas por la misma dinámica del sistema. Si alguien se beneficia en este nueva «cultura del tatuaje» que se comenzó a difundir hace algunos años en países occidentales, hay que pensarlo ante todo en términos económicos -y por cierto no son los tatuados.
Llevar tatuajes en el cuerpo puede ser bonito o no; a quien le gusten, les resultarán bonitos -valga la perogrullada- y no dejará de agregar nuevos y más sofisticados diseños cada vez; y quien quiera aborrecerlos también está en su derecho de hacerlo. Lo que queremos destacar aquí es que se los ha convertido en una nueva mercadería para consumir, una más de tantas, una más que se impone y que termina por ser «agradable».
Eso muestra que los gustos, los criterios estéticos, la cultura en general, son implementados por algunos grupos detentadores de poder; y demuestra también que la gran mayoría sigue al rebaño, sigue las imposiciones. Hace apenas unos años, en Occidente, los tatuajes eran cosa de delincuentes; ahora son artículos cuasi-eróticos, o modas de ciertos segmentos. ¿Quién produjo el cambio? Sin dudar que puedan ser muy bonitos, o excitantes, lo que podemos extraer del fenómeno es la manipulación escondida: son una mercadería más que se terminó imponiendo.
Esto es sólo para demostrar cómo el sistema capitalista hace de cualquier cosa un objeto de consumo más, fetichizándolo, imponiéndolo como necesario; esa es su razón de ser, independientemente que el modelo económico-social en juego sea pernicioso, insostenible, injusto. Y eso no tiene límite: el tatuaje simplemente puede ejemplificar la tendencia.
Pero ese modelo es absolutamente insostenible a la larga, porque la voracidad del consumo pone en entredicho la misma sobrevivencia de la fuente de todos los recursos, es decir: la Naturaleza; por tanto hay que detenerlo, hay que cambiarlo. De eso depende nuestra sobrevivencia como especie. ¿Qué hacer entonces?
Sólo una sociedad de la información, una sociedad de gente informada y pensante, podrá suplir el modelo del consumo ciego y desbocado. Debemos apuntar a un modelo de mayor racionalidad, de mayor equilibrio con el medio ambiente, donde no seamos compradores compulsivos de cada novedad que ofrece el mercado. Y desde ya nos apuramos a decir que un pensamiento alternativo, un pensamiento socialista, no es «aburrido», «pesado» y «anti-sexy» porque pueda cuestionar, por ejemplo, el porqué de esta nueva tendencia de los tatuajes. Es crítico, nada más ni nada menos; lo cual puede ser enormemente dinámico, irreverente, pícaro. Incluso excitante. Y quien quiera, por supuesto, que se tatúe.