En el quinto mes de desempleo el día amanece brillante y tibio, sin embargo, Leto Espina no encuentra razones para abandonar la cama. Se deja abrazar por las sábanas y las cobijas, se hace ovillo y se acurruca a pesar de que ya no tiene sueño. Le parece que ya transcurrió una eternidad que la separa del tiempo en que salía corriendo a la oficina y tomaba decisiones que hacían temblar a la bolsa de valores. Hoy su ámbito de elección se reducía a cosas tan simples como evaluar si lo mejor será pedir huevos o fruta para desayunar.
Hay ocasiones en que su situación le pesa más. Hay días en que se siente como una pastilla efervescente que se deshace en un vaso con agua perdiendo consistencia sin que haya algo para evitarlo. Ya habló con todos sus conocidos, ya envió su curriculum vitae a varios despachos de head hunters y lo subió a todos los portales de empleo. Lo único que ha recibido son llamadas de gente que le quiere vender algo.
No es una cuestión de urgencia económica, es la necesidad de sentirse activa, de sentirse viva, de encontrar algo que hacer. Su marido hace horas se fue a trabajar, sus hijas estudian una en Boston, la otra en Manchester, todos sus amigos trabajan y están ocupados y ella… no.
Enciende la televisión y huye de los infomerciales. Ya ha pedido cremas reafirmantes, aparatos para hacer ejercicios, pastillas milagrosas para devolver la juventud, artefactos para peinarse sin dañar el cabello y utensilios de cocina. Muchos los ha regresado, otros los ha tenido que conservar porque la compañía proveedora no tiene una política de devolución.
Se entretiene saltando de un canal a otro y termina enganchada en un programa que habla de la pintura del ruso Viktor Vasnetsov. Analizan un cuadro, no alcanza a escuchar el nombre completo, algo como la princesa que no sonríe. El cuadro está poblado de imágenes de personas haciendo reverencias a una mujer. En primer plano se aprecia a un músico tocando la mandolina, otro juglar tocando la balalaica, una figura ofreciendo una olla de oro, un escribano rindiéndole cuentas. La mujer, se entiende, es una princesa. Esta sentada en su trono, cerca de una ventana con una vista estupenda al pueblo. Vestida de blanco ocupa el lugar más importante del cuadro, su cabeza descansa sobre el brazo izquierdo que está recargado en el descansabrazos del trono, su mirada se pierde en el infinito y nada de lo que sucede a su alrededor parece darle un buen motivo para sonreír. La Tsarevna ignora el esfuerzo de su entorno para complacerla. Leto se identifica.
Antes de saltar a otro canal la pantalla le muestra otro cuadro del pintor ruso. Es de una niña sentada sobre una roca a la orilla de un lago. Con los brazos recoge las rodillas en las que recarga una cara con un par de ojos que se pierden en el reflejo. Leto se lleva las manos a la garganta, se sienta en la cama imitando a la de la pintura. La última pintura de Vsnetsov se titula La alfombra mágica. Un tapete volador viaja sobre un bosque de tonos grises y verdes, por encima de un par de lechuzas carroñeras. Un hombre, vestido de militar conduce el trapo fantástico acompañado de un ave fénix. A Leto le gusta la sensación de seguridad y fortaleza que tiene el personaje del cuadro, le molesta que las letras de los créditos del programa le impidan seguir viendo ese rostro. Cambia de canal.
En la tele está un hombre vestido de cuello alto y sotana. Está hablando de un grupo de niños refugiados que van a visitar el país para representar una obra de teatro. Leto se interesa, anota el número que aparece en la pantalla y llama, no lo puede evitar. Le informan que hay dos formas de ayudar: hacer un depósito en la cuenta bancaria de una institución con fines no lucrativos o recibir en casa a uno de estos niños por el tiempo en que estén en la ciudad. Se anota en la segunda opción, hay lista de espera, le llamarán si ha sido elegida, da las gracias y se mete a bañar. Al salir ya ha olvidado el asunto.
El padre Torres revisa la lista de las personas que se han ofrecido a recibir a los chicos en su casa. Son muchos. Debe elegir con cuidado, la prioridad es que lleguen a casas en donde se sientan a gusto y estén bien cuidados; que los anfitriones tengan disponibilidad de llevarlos y traerlos a los ensayos, de enseñarles la ciudad y de vigilar que no se escapen. Eso, que no se escapen. Lo importante es que regresen sanos, salvos y contentos después de haber vivido una experiencia que les enriquezca la existencia. No se trata de crear un conflicto internacional. El padre superior le dijo a Torres que tuviera mucho cuidado, lo único que les faltaba era transformar una buena intención en un conflicto diplomático. Eso quedaba claro.
Los nombres que lee en la lista le dicen poco. Decide palomear algunos y convocarlos a una junta para explicarles de que se trata. Leto es elegida. El esposo de Leto contesta la llamada en el teléfono fijo de su casa. Se entera de que han sido afortunados en la selección de candidatos. Le informa a su mujer de noticia que acaba de recibir y ve como se le llena de luz la mirada. El plan no le parece buena idea pero no tiene corazón para decírselo. Decide apoyar a su mujer, aunque en el fondo piensa que a los curas lo mejor es oírles sus misas y retirarse en paz lo más rápido y lo más lejos posible, sin embargo, guarda silencio.
Leto regresa feliz de la reunión, no sólo va a recibir a uno de los niños por una semana, sino que se involucró en todos los planes y logística del evento. Lo primero está bien, lo segundo quién sabe. El esposo de Leto cierra la boca, no quiere manchar ese entusiasmo con escepticismo, además ya sabe que cualquier crítica lo conducirá a un pleito con gritos y llantos. No hace mucho, era una mujer tan sonriente, tan fuerte, tan emprendedora. Ahora, la mayor parte del tiempo estaba de mal humor o con lágrimas en el rostro y voz entrecortada. ¿Para qué criticar? Oponerse al plan era absurdo y ella hará lo que le venga en gana. Por otro lado, ¿qué derecho tenía él de arruinarle el único plan que la motivó a alejarse de la televisión?
El padre Torres terminó la reunión satisfecho y sorprendido. Nunca imaginó encontrar una persona tan entusiasta y que le ofreciera tanta ayuda de manera tan vehemente y desinteresada. Tal vez demasiado vehemente pero, ¿quién era él para ponerse quisquilloso a estas alturas? Por fin encontraba a alguien que le hiciera segunda en sus planes sin recitarle una enorme cantidad de razones y pretextos para no seguir adelante. Ya vería el padre provincial como esto no era una excentricidad sino un proyecto extraordinario. Le demostraría que la puesta en escena iba a ser un éxito redondo.
Leto no entiende porque su amiga la ve de ese modo tan extraño. Le cuenta como todos los días se levanta temprano, se arregla y sale de su casa; eso la amiga lo ve bien. Lo que le parece extraño es que ya tenga una oficina en la parroquia, nunca la vio como una beata-ratón de iglesia, pero decide reservarse su opinión. Escucha como el proyecto ha ido escalando niveles y como gracias a Leto las actividades planeadas para la visita de los niños refugiados se han multiplicado y mejorado sustancialmente. Es una buena obra, reconoce la amiga, lo mejor es la sonrisa de Leto, sin embargo, presiente que algo anda mal. Pero ¿por qué echarle a perder la ilusión si se trata de una buena obra?
El padre Torres está contento. También asustado. El proyecto avanza a velocidades vertiginosas, velocidades a las que él no tiene costumbre, pero, ¿quién se atreve a decirle algo a la señora Leto? Sobre todo, con tan buenos resultados: ya consiguió un mejor teatro para la representación, una invitación gratis del gerente para ir todo un día al parque de diversiones, mochilas llenas de regalos para los chicos. Y, lo más importante, ya había vendido todos los boletos para la función, con lo que la cuenta de cheques de la institución con fines no lucrativos llegó a niveles que él jamás imaginó ni en su mejor sueño. Ahora, no nada más el provincial estaría feliz, también el consejo parroquial que tanto lo criticó, lo alabaría.
Leto le presenta al padre Torres el informe con los avances del proyecto de la visita de los niños refugiados, aunque no sabe en que lugar se refugian, ni de qué se refugian. Sabe que vienen de algún lugar en el Caribe, o eso cree. Está complacida porque sabe que el sacerdote solo jamás hubiera llevado el proyecto a esos niveles. Faltan pocos días para la llegada de los visitantes, pero Leto se adelanta. Pregunta qué sigue. El padre Torres se anima a decirle que con el dinero recaudado piensa hacer algunas mejoras a la parroquia.
Leto tiene un río de sugerencias y no se detiene para metrallarlo con ellas. El cura la escucha, sabe que tiene razón, que sus indicaciones no sólo son válidas sino pertinentes, incluso muchas de ellas a él ni siquiera se le hubieran ocurrido. No entiende porque le duele la panza si su nueva mano derecha es una mujer de visión estratégica y acción. Sostiene una pluma barata entre sus dedos, juega con ella, la gira, se la pasa de uno a otro. Las vueltas del bolígrafo son cada vez más rápidas, miden. Miden la velocidad de palabras por segundo que emite esta mujer tan activa, el ritmo y tono con que se pronuncian. Es un movimiento mecánico, casi inconsciente. El malestar lo ancla a la silla, la imagen de esos planes ya concretados lo mandan más alto que el campanario de la iglesia.
Leto recibe en su casa al líder de la compañía teatral de niños refugiados. Es un muchacho de catorce años con el ceño fruncido, los hombros hundidos, como si cargara un gran peso encima y de piel tan oscura como el chocolate amargo. Es alto, bien construido pero muy flaco. Los muchachos vienen acompañados por dos maestros que se quedan en la casa parroquial.
¿Cómo te llamas?, le pregunta Leto por tercera vez. No logra comprender los fonemas. El chico se esfuerza en pronunciar su nombre lentamente: Muhammadu Ossofú. Pero la mujer no lo entiende, decide decirle Tito. La sonrisa de ambos trata de ser sincera, pero, claramente no hay entendimiento. El señor de la casa le resulta más simpático, trabaja menos en llamar su atención y en caerle bien. Guarda una distancia que al joven le resulta cómoda.
Le muestran una habitación que huele a jabón y a ropa limpia. Nunca en su vida había dormido en un espacio tan grande y para él solo. Extraña a Aissata, su novia, desde que salieron del refugio no han podido estar juntos. Cierra los ojos y sueña con ella, con ella y con sus planes. Sonríe hasta que lo vence el sueño. Al día siguiente, todo es un torbellino de actividades: desayunar, salir a hacer compras, correr por el centro comercial. La señora lo llevaba de una tienda a otra: compró camisas, pantalones, camisetas, una loción, un par de zapatos, unos tenis. También le compró un teléfono móvil y una computadora portatil. Luego, a comer. Por la tarde, lo llevaron a los ensayos al teatro.
El padre Torres estaba feliz de que la compañía de teatro estuviera tan preparada para salir a escena. Cuando vio a la señora Leto llegar con el joven Muhammadu y le contaron lo de todos de regalos no supo qué pensar. Sintió dolor de estómago. Guardo silencio. Más le valdría haber dicho algo. Pero los días antes del estreno fueron avanzando a velocidades desiguales: a veces el tiempo volaba y otras parecía que se arrastraba. Especialmente en los momentos Leto quería controlar cada mínima expresión, el sacerdote sentía que el segundero no avanzaba.
Por eso, cuando Muhammadu le dijo a Leto que si podía ir con Aissata al centro comercial a dar una vuelta y ella contestó que no, el Padre Torres se atrevió a contradecirla. ¿Qué tenía de malo que dos chicos se fueran a despabilar un rato? Tal vez ellos se sentían igual que él y darles un respiro no le pareció mala idea. Pero padre, ¿y si se pierden? Leto trató de protestar, pero el padre se dirigió a los chicos: ¿Verdad que no se pierden?, ¿verdad que son orientados? Se miraron uno al otro y se volvieron al cura asintiendo tímidamente.
El chofer de Leto los fue a dejar al centro comercial y llegaron puntuales al momento de regresar. Esa noche, el chico le contó a Leto con una sonrisa enorme que esa era la mejor tarde de su vida, le dijo que le gustaría quedarse así el resto de su vida y jamás regresar al refugio. Sería magnífico que Aissata y él pudieran conseguir un trabajo, ir a la escuela y quedarse a vivir ahí por siempre.
¿Por qué dices eso, Tito? Eres un niño, no debes pensar en trabajar, debes pensar en estudiar. Puedo hacer las dos cosas, soy bueno con los libros y puedo ayudar en las labores de la casa, Aissata también podría. Leto se llenó de ternura y le explicó que eso no era posible, pero que no pensara más que en disfrutar estos días al máximo. Le recordó que irían a un parque de diversiones y la pasarían muy contentos. Cada día, después del ensayo Muhammadu y Aissata conseguían permiso para ir a caminar por el centro comercial y Leto les daba dinero para comprarse un helado.
Por fin, llegó el día del estreno.
Leto y su esposo se sentaron junto al padre Torres al centro de la primera fila del teatro. Los aplausos estallaron al finalizar la obra. Todo había sido un éxito: se habían alcanzado todas las metas. Los chicos tuvieron una experiencia fantástica fuera del refugio, la recaudación había superado las expectativas, los resultados habían sido estupendos.
Cuando Leto fue a buscar a Muhammadu y Aissata a los camerinos no los encontró. Supo lo que eso significaba. Supo que ella y el padre Torres habían cerrado la pinza y se enfrentaban a la circunferencia perfecta de una calamidad.
Han pasado cinco meses desde la última vez que habló con el padre Torres. Hace más de un año que tuvo que sacar sus cosas de la oficina en la parroquia. Fueron instrucciones del padre superior. Se imagina que aún sigue muy contrariado. El día amanece brillante y tibio, sin embargo, Leto Espina no encuentra razones para abandonar la cama. Se deja abrazar por las sábanas y las cobijas, se hace ovillo y se acurruca a pesar de que ya no tiene sueño. Le parece que ya transcurrió una eternidad que la separa del tiempo en que dejaba que Muhammadu y Aissata fueran al centro comercial a pasear y a comer helados. Ya no recordaba la época en que sus decisiones hacían temblar a la bolsa de valores. Extraña los días en que su ámbito de elección se reducía a cosas tan simples como evaluar si lo mejor será pedir huevos o fruta para desayunar. Hoy, por más que lucha, no logra encontrar paz. Todo pasó. Pasaron los interrogatorios, las búsquedas, las alertas, los reclamos internacionales, las citas en la secretaría de gobernación…
Volvieron los días en que se siente como una pastilla efervescente que se deshace en un vaso con agua perdiendo consistencia sin que haya algo para evitarlo. Con los brazos recoge las rodillas en las que recarga la cara, cierra los ojos y se pierde en el recuerdo. Nada de lo que sucede a su alrededor parece darle un buen motivo para sonreír.