Cada vez que nos enfrentamos a una representación operística podemos ingresar a una especie de «tierra de nadie», un lugar más allá del tiempo y el espacio en donde lo único que discurre son nuestros pensamientos, nuestros deseos. No existe otra cosa. Es así que somos capaces de desdoblarnos, o más bien separarnos de ese yo contingencial que está sentado en alguna de las butacas presenciando la ópera La juive (La judía). El quinto acto está a pocos minutos de concluir y con ello el final de la obra. Toda la tragedia de la trama se concentra en este momento: Rachel puede salvar su vida si acepta lo que le propone su padre, renunciar a su fe.
Es entonces que decidimos hacer una cosa distinta a lo habitual: repetir la escena no ya como espectadores sino poniéndonos en la piel de Éléazar y la de su hija en ese momento final en que son llevados al cadalso para que salten hacia las llamas y así cumplan su condena a muerte. De pronto, el padre le dice a la hija que hay una manera de salvar su vida, y es convirtiéndote al cristianismo. Éléazar tuvo esa opción asimismo, abjurar de su condición y salvar la vida. Pero para él eso significaría la «verdadera muerte». Sin embargo le dice a la hija que tiene la posibilidad de elegir: morir como judía o vivir como cristiana. Y ella rechaza la propuesta sintiendo lo mismo que el padre, y salta, ante el júbilo del pueblo que canta que se han vengado de los judíos.
Escenas atrás Éléazar ha cantado la hermosa aria (y también la más famosa pieza de la obra) Rachel, quand du Seigneur:
Raquel, cuando la gracia
protectora del Señor
a mis manos temblorosas
confió tu cuna,
consagré mi vida entera a tu felicidad.
¡Y soy yo quien te entrega al verdugo!
Pero oigo una voz que me grita:
¡salvadme de la muerte que me espera!
¡Soy joven y me aferro a la vida!
¡Oh, padre mío, salvad a vuestra hija!
Y yo soy el que te entrego al verdugo,
¡Rachel, te entregaré al verdugo!
Rachel, soy yo,
¡yo que te entrego al verdugo!
Con una palabra de oración
¡Puedo salvarte de morir!
¡Ah! Abjuro para siempre mi venganza,
Rachel, ¡no, no morirás!
¿Venganza? Nos ha surgido la duda de si Éléazar es más bien un hombre vengartivo y rencoroso que solo desea usar a Rachel para sus propósitos egoístas. O quizá no es así, y solo se trata de una aterradora lucha interna de sus deseos, entre el bien y el mal, entre la luz y su ausencia. ¿Cuántas veces al enfrentarnos a una situación hemos tratado de verla desde la otredad, y no simplemente desde nuestra perspectiva? No es tan simple, pues para ello tenemos que vencer nuestro propio ego, o por decirlo de otra manera, «nuestro deseo de recibir placer en beneficio propio». Nuestra naturaleza es egoísta. Todo lo que hacemos en el mundo está guiado por nuestro deseo de recibir placer, un premio, obtener algo que nos complazca. Desde luego que en ello hay distintos grados y formas del ego. Tanto en nuestros deseos más simples (sexo, alimento, dinero, casa, etc), como en aquellos más complejos (sabiduría, reconocimiento, fama, etc) hay una serie de categorías de premiación de los placeres del mundo; pero llega un momento en el que ya nada de «este mundo» nos satisface. Queremos algo más sublime, algo frente a lo cual todo los otros placeres son solo bagatelas. Queremos respuestas a preguntas como, ¿cuál es el propósito de la vida? ¿Qué es la muerte? Incluso, ¿qué es la vida? ¿Cómo se creó el mundo, (el universo, la existencia)? ¿Qué es la realidad?
El arte, entre otras maravillas, posee la cualidad de ser una especie de espejo en el que se refleja la sociedad, pero al mismo tiempo, puede ser el martillo que rompe dicho espejo para poder ver hacia adelante. Pues bien, para concentrar nuestras fuerzas en la relativa brevedad de este artículo, solo nos vamos a ocupar de un mecanismo fundamental que posee la humanidad para llegar a estas preguntas y también a sus respuestas: el libre albedrío, y para el caso que nos ocupa, trataremos de entender las acciones de Éléazar y su hija con los argumentos del libre albedrío, pero no desde la perspectiva imperante en la Europa en la que la obra se desarrolla, sino desde la mirada de la minoría a la que pertenecían estos dos personajes: el judaísmo.
La presencia de la ópera La juive en la cartelera mundial, a decir verdad, está llena de claroscuros. El estreno y las primeras funciones fueron recibidas con frialdad, para convertirse luego en un éxito en el repertorio francés de la grand opéra y en el mayor triunfo de Jacques François Fromental Élie Lévy Halévy como compositor operístico. Vendría entonces el olvido, con el cambio de los gustos estéticos y naturalmente, con el incremento del antisemitismo, hasta que fue reintroducida en el repertorio en la segunda mitad del siglo XX. Si bien la crítica es encontrada, la obra está llena de bellas melodías y un drama, concebido nada menos que por Eugène Scribe, que para los pelos de punta. La Juive fue altamente apreciada por autores como Richard Wagner, Guiseppe Verdi y Gustav Maler. De hecho, pareciera ser que Wargner pidió «prestado» él el efecto de órgano del acto I, para usarlo en su ópera Die Meistersinger von Nürnberg (Los maestros cantores de Núremberg) de 1868. Tuvo 550 representaciones hasta 1893 en París y conquistó un puesto en la ópera de Viena desde 1836 hasta 1933. Llegó a Múnich en 1931, pero el surgimiento de nacional-socialismo produjo que desapareciera del repertorio y fuera eventualmente olvidada hasta que fue rescatada por el régisseur John Dew, en 1988, en Bielefeld, y a partir de entonces regresara a cartelera.
Eugène Scribe, prolífico y reconocido dramaturgo y libretista de una quincena óperas, siempre estuvo asociado a movimientos sociales, como lo muestra su obra Gustave III; ou le Bal masqué, de la que posteriormente Antonio Somma elabora el libreto de Un ballo in maschera, musicalizada por Guiseppe Verdi. En La Juive se muestra la animosidad entre cristianos y judíos y como la ley desfavorece a los últimos. Otros, sin embargo, creen ver una atisbo hacia la libertad religiosa, plasmada en un amor imposible entre un cristiano y una judía. Muchas críticas reducen a Éléazar, a un judío rencoroso y vengativo, hecho que no está exento de antisemitismo y ceguera de análisis. Dan por descontado que su punto de vista es el correcto, aún sabiendo lo que acontece como preámbulo de la ópera. Es por ello que procuraremos mirar las cosas desde «el otro lado del espejo».
Para empezar, nos ubicaremos un poco en la época y geografía en la que ocurren los hechos, 400 años antes del estreno de la obra, en Constanza, justamente en los años del Concilio de Constanza. La Iglesia católica se encontraba en el llamado Cisma de Occidente, dividida por luchas de poder, y para los judíos fueron años de horror. Arrastrando lo mejor de la inquisición, en lo que entonces políticamente se llamaba Sacro Imperio Romano se ejecutaron grandes masacres de judíos. En el concilio, propiamente, entre las luchas de poder reinantes, se llevaron a cabo las ejecuciones por herejía contra Jan Hus, John Wycliff y Jerónimo de Praga. Desde 1378, la Iglesia se encontraba dividida en dos obediencias, una al papa de Roma y otra al antipapa de Aviñón. Desde el púlpito, Hus criticaba esa división, la corrupción moral de la Iglesia, y los abusos que cometía. Los restos de Wycliff, que llevaba ya varias décadas muerto, fueron exhumados y transportados a Constanza, donde fueron quemados. Hus fue quemnado junto a Jerónimo de Praga, y ello desembocó en la Guerra de los treinta años. La situación político-social no era un nido de rosas. En ese contexto se desarrolla La Juive, a grandes rasgos y sin dar los detalles de los miles y miles de muertos.