Siempre quise venir. Veía las imágenes en lo alto de los Andes peruanos y anhelaba estar ahí. El efecto de la ciudadela de Machu Picchu que parece suspendida en la niebla de las montañas siempre llamó mi atención. He de ir, me decía. Es más, cuando en la preparatoria hicimos la bucket list que nos pidió la maestra de psicología, ya aparecía la intención de pisar las ruinas incas.
Me imaginé caminando sobre un crestón rocoso entre las ruinas que están rodeadas de hondos precipicios a los lados. Me intrigaba el misterio de esta ciudad construida por una raza extinguida hace tanto y que fue descubierta apenas en el siglo XX, casi por casualidad. Tal vez, la curiosidad me la inoculó la maestra de Historia Latinoamericana. Si cierro los ojos, la puedo escuchar diciendo: Machu Picchu permaneció oculta cuatrocientos años después de su caída. Se quedó encajonada entre las cumbres del Urubamba. Ese misterio encendió el deseo de estar aquí.
Quise llegar a estas ruinas. Pisar las piedras que fueron respetadas por la naturaleza. Visitar la Plaza Sagrada. Ver, en las laderas a su alrededor, las terrazas de cultivo que abastecieron en su día a sus pobladores. Se dio la oportunidad de tomar rumbo al sur y volar a Perú. Una pequeña escala en Lima, una noche de descanso en Cusco y al día siguiente tomamos el tren Hiram Bingham en la estación de Poroy. Iniciamos un recorrido tan espectacular como el que siempre esperé. Por las ventanas nos sorprendíamos con los distintos paisajes, campos exuberantes que se transformaban del ocre seco al verde salvaje y plantas de gran formato. Pasamos por pueblos coloridos y por horas disfrutamos una hermosa vista de los Andes.
Mientras el tren avanzaba a paso lento, a veces demasiado para mi paciencia tan frágil, nos ofrecieron un delicioso brunch y los guías se presentaron para explicar y aclarar todos los puntos más importantes e interesantes de la ruta. Ya me urgía llegar a contemplar las ruinas de Machu Picchu. La comida peruana es notablemente sabrosa, lo suficiente para luchar contra el aburrimiento de las horas de viaje. También nos sirvieron cocktails, y disfrutamos de show en vivo de bailes y danzas regionales.
Por fin, en medio de la selva, paró el tren. Continuaríamos el recorrido en autobús. Con la emoción, no me preocupó calcular el grado de inclinación de la pendiente que nos llevaría al destino. No me asomé por la ventana. Estaba muy entretenida verificando si mi teléfono tenía o no señal. Conexión a Internet no había. Bajamos y casi de inmediato vimos el Huayna Picchu que preside las ruinas de Machu Picchu, en lo alto de la cordillera andina sobre el río Urubamba. Misión cumplida. Había llegado al lugar anhelado. La explicación del guía se escuchaba a lo lejos… la grandeza de los edificios sugiere … en las cuidadosas relaciones de los conquistadores españoles posteriores a la caída del Imperio Inca, en 1533… no se menciona a Machu Picchu… la voz con acento limeño se oía lejos, como un arrullo.
Entramos a la aldea, paseamos por las calles, vimos las casitas de los labradores, pasamos a los talleres de los artistas, nos sentamos en el interior de un aula de la escuela. Llegamos a la piedra energética y nos cargamos del magnetismo que el guía nos aseguró que era la fuente de la eterna juventud. Puse las manos sobre la piedra y cerré los ojos para apreciar las cosquillas de rejuvenecimiento. Nada. Al abrir los ojos, ni mis hijas ni mi marido estaban ya a mi lado.
Caminé por un sendero de tierra y llegué a una escalera de piedra muy angosta que no tenía barandal protector. El desfiladero tomó proporciones desorbitadas al momento en que vi como mi hija pequeña bajaba saltando los peldaños de dos en dos. Entonces, todo empezó a girar en torno a mí. Era un mareo distinto al que se siente en un barco. La tierra se movía a velocidades incontroladas y el vacío se hundía bajo los pies.
Respira. Contrólate.
Aquí estoy, con el suelo dando vueltas, las manos y las sienes húmedas de sudor y las piernas ancladas a la tierra. Siento el corazón en la garganta. La sangre se agolpa en el cráneo. Tengo nauseas. Escucho golpeteos en el interior del oído. Con permiso, me dice la persona que viene atrás. Quiere que me haga a un lado. Me toca el hombro y siento que el vacío me jala. En vez de quitarme, me siento en el escalón de tierra. Tengo el rostro cubierto en lágrimas. Empiezo a respirar al ritmo de los giros del suelo. Hiperventilo. A lo lejos, oigo la voz de mi esposo que me dice que baje ya, que estoy estorbando.
La mente se desdobla. Sé que estoy obstruyendo el paso y no me puedo mover. Los pies son un par de ramas que echaron raíces en tierra Inca. Estoy en un cuello de botella y que si no me quito, la gente no podrá pasar, no hay forma para que mi cuerpo entre en movimiento. Un niño decide pasar por el filo del escalón. Trastabilla. La madre grita. Caen piedras al precipicio. El escuincle salta y cae con ambos pies delante de mí. Me ofrece la mano para ayudarme a bajar. Cierro los ojos y me hago concha. Abrazo con fuerza las rodillas. Me tapo la cara con las manos: Apúrate, es el grito general. No encuentro forma de ponerme en pie. Me siento tan ágil como una estatua de sal.
Un siseo me aturde y el campanilleo opaca las voces que me reclaman y me increpan: ¡muévete! Mejor, no oigo sus gritos. El hueco en el estómago crece. La inestabilidad aumenta si muevo la cabeza,si miro el vacío, siento que el suelo se va a desbaratar. Entierro los dedos en el escalón. Las pupilas empiezan a moverse en forma involuntaria, arriba, abajo; a un lado, al otro; círculos, espirales. Aprieto los párpados unos contra otros, con tanta fuerza, como si con ello sintiera alivio.
Escucho unos pasos. Es el guía que viene a rescatarme. Sube corriendo. Abro los ojos, pero poquito. Mejor que no corra. Contrólate. Verlo correr aumenta el pánico. Llega rápido. Estoy temblando. Se sienta a mi lado. Se va a caer, mi voz es un hilo. Cómo cree, no me caigo. Deme la mano. A ver, poco a poco. Mirada al suelo, un pie y luego el otro. No mire abajo. No, no, no miro abajo, no miro abajo. No me suelte, por su madre, no me suelte. Vuelva la mirada a la pared. No se asuste. Viene una llama. ¡Qué dice! El animal pasa majestuosamente a mi lado, me mira con desprecio y se olvida que lo estorbé. Uno, dos, tres. No cuente, es peor. ¿Falta mucho? No, no tanto. ¿Falta mucho? Ya casi, ya casi. ¿Ya? Respire, respire. Así, muy bien. ¿Prefiere bajar en reversa? ¿En reversa? No, no gracias. Todo gira a grandes velocidades.
Por fin llegamos. ¿Ya ve? No pasó nada. Respiro profundo y me recargo en el tronco de un árbol. Mi esposo y mis hijas lloran de risa. Se sostienen la panza y no pueden dejar de carcajearse. Los turistas que iban atrás de mí me ven con resentimiento. ¡Apúrense! Dice el otro guía, el autobús está por partir. Si no nos vamos ya, perderemos el tren.
¡Ya, en serio, contrólate! ¿O te quieres quedar a dormir aquí? El sólo imaginarlo me da la fuerza para salir disparada de ahí y subir al autobús antes que nadie. El efecto de la ciudadela de Machu Picchu que parece suspendida en la niebla de las montañas ya no me parece tan apetecible. Bucket list, benditas ocurrencias.