En comparación con las grandes civilizaciones indígenas de México y Perú, cuyas riquezas desataron la voracidad de los conquistadores españoles, el territorio que configura la cintura del continente americano era insignificante para ellos. Sin embargo, irónicamente, su tamaño y delgadez desencadenarían otras apetencias ya en el siglo XIX, pues ese rasgo geomorfológico era ideal para abrir un canal que uniera los dos grandes océanos y acelerara el comercio mundial. Varias potencias europeas, al igual que EE.UU. fijaron su mirada en Centroamérica y, en particular, en la frontera entre Nicaragua y Costa Rica, pues el cauce del río San Juan y el lago de Nicaragua conformaban una vía acuática natural casi completa de mar a mar.
Pero en EE.UU. la visión era más abarcadora y hegemónica. Gobernado el país por los esclavistas sureños, deseaban expandirse y anexar nuevos territorios a la Confederación de Estados Sureños, y así incrementar su representación en el Congreso y el Senado, lo que les daría un inmenso poder frente al creciente movimiento de los norteños, que eran abolicionistas y promotores de la industria. Ya habían incautado territorios a México y erigido nuevos estados para aumentar su cuota de poder, y ahora su sueño era la Federación Caribe, formada por la apetecida Cuba y los países de la cuenca del Caribe, incluyendo los centroamericanos; su núcleo sería Nicaragua, donde el perenne conflicto entre los liberales y los conservadores había debilitado tanto la institucionalidad, que una especie de «fuerza salvadora» podría ordenar los destinos del país.
De manera subrepticia, esta misión le fue encomendada al abogado, médico, periodista y militar William Walker, quien se instaló en Nicaragua en junio de 1855 con su propio ejército, y mediante hábiles maniobras se convirtió en su presidente en julio de 1856. Sin embargo, los aviesos sueños de Walker y los esclavistas abortarían, gracias a la respuesta oportuna de los ejércitos centroamericanos, y en particular el de Costa Rica, conducido por nuestro presidente Juan Rafael Mora en la muy cruenta pero gloriosa Campaña Nacional de 1856-1857.
A pesar de ser nuestro héroe mayor y libertador nacional, este visionario estadista —a quien nuestro pueblo le llamaba don Juanito— sería derrocado por sus enemigos políticos dos años después, el 14 de agosto de 1859, y deportado a El Salvador. Además, en su intento por retomar el poder un año después, el 30 de setiembre de 1860, fue fusilado en Los Jobos, en el litoral de Puntarenas, por los mismos —ahora al servicio del Gobierno golpista, encabezado por su cuñado José María Montealegre— que él había guiado no solo con sus vibrantes proclamas y arengas, sino sobre todo con su ejemplo de combatiente en los propios frentes de batalla. Dos días después le sucedería lo mismo al general salvadoreño José María Cañas Escamilla, cuñado y casi hermano suyo.
Lo que se conoce acerca de lo ocurrido a don Juanito en sus días finales lo debemos especialmente a testimonios de primera mano, como el de su sobrino Manuel Argüello Mora en varios relatos de su libro Obras literarias e históricas, así como al diario personal del cónsul inglés Richard Farrer. Todo ello, más detallada y copiosa documentación de diverso origen, lo sintetizó con gran claridad el eximio historiador don Carlos Meléndez en el libro Dr. José María Montealegre. No obstante, son muchas las preguntas que permanecen sin contestar. Por fortuna, gracias al empeño y a las facilidades que hoy nos da la tecnología para consultar fuentes documentales otrora poco accesibles, algunos hemos hallado materiales inéditos de gran valor, que poco a poco hemos ido divulgando.
Durante mis pesquisas acerca de los alemanes involucrados en las confrontaciones de esos días —unos a favor, y otros en contra de don Juanito—, hace unos años me topé en el Archivo Nacional con un inmenso mapa de Puntarenas, trazado por el ingeniero alemán Francisco Kurtze a solicitud del Gobierno; mide 48 X 80 centímetros, y fue impreso en colores por la casa litográfica Sarony, Major & Knapp, en Nueva York. Encargué que me lo redibujaran y, por fidelidad histórica, lo incorporé en mi artículo Luctuoso setiembre: el informe del Dr. Alexander von Frantzius sobre los sucesos de 1860 en Puntarenas; lo hice porque en el croquis que Meléndez incluye en su libro aparecen las acotaciones de Kurtze, pero sobre un mapa de Puntarenas en el siglo XX.
Sin embargo, además, en la bibliografía de dicho libro hay una referencia bastante atípica, que reza así: «Unos costarricenses. 1861. Exposición histórica de la revolución del 15 de setiembre de 1860. Acompañada de algunas reflecciones [sic] sobre la situación del país, antes y después del 14 de agosto de 1859. (Con un plano de las operaciones militares ocurridas en Punta Arenas del 15 al 28 de Setiembre de 1860 por consecuencia de la invasión de Don Juan Rafael Mora de la República de Costa Rica). Imprenta del Gobierno. San José de Costa Rica».
Y decimos que es atípica, por tres razones. En primer lugar, no hay un autor individual, sino colectivo y anónimo. En segundo lugar, el hecho de que lo publicara la imprenta del Estado le da el carácter de historia oficial, de modo que los supuestos autores no eran cualesquiera costarricenses, sino gente perteneciente o muy cercana a los círculos de poder; Meléndez, gran conocedor, que cita el documento tan solo una vez —en una nota al pie de la página 115—, señala que tanto el plano como el folleto fueron publicados por el gobierno. En tercer lugar, pareciera que el plano era un apéndice del texto, pero en el Archivo Nacional es completamente independiente, al punto de que se le puede localizar con la signatura Mapas y Planos-8145.
Bueno..., ¿y el texto? Me di a la tarea de buscarlo pero, a pesar de la ayuda de los eficientes y solícitos funcionarios del Archivo Nacional y de la Biblioteca Nacional, mis esfuerzos resultaron vanos. Desilusionado, dejé el asunto ahí.
Pasó el tiempo, mucho tiempo, hasta que un día ocurriría lo imprevisto. En efecto, en febrero de 2014, con motivo de la celebración del bicentenario del nacimiento de don Juanito, hubo exposiciones de documentos interesantes y valiosas, en varias entidades. Y, en esa ocasión, mientras recorría con la mirada las vitrinas de una sala de la Biblioteca Joaquín García Monge, en la Universidad Nacional —no muy lejos de mi casa—, quedé atónito: ¡ahí, frente a mis ojos, estaba lo que tanto había buscado!
En adelante, todo fue muy sencillo. Gracias al Dr. Juan Durán Luzio, apreciado amigo y por entonces curador de la Sala de Libros Antiguos y Especiales de la citada biblioteca, me permitieron fotografiar —con los cuidados propios de estos menesteres— el anhelado documento; por cierto, en su carátula hay un gran yerro tipográfico, pues se consigna 1869 y no 1859 como el año de los sucesos. Debo decir que me fue muy útil para la escritura del artículo Itinerarios de barco: don Juanito Mora rumbo al patíbulo, pues contiene detalles inéditos, de gran valor para reconstruir los acontecimientos de aquellos infaustos días.
Sería muy extenso referirse al contenido de este librito, de un centenar de páginas, pero sí es impresionante lo bien escrito que está. Asimismo, los argumentos parecen muy convincentes a primera vista, sobre todo para alguien que no esté enterado de cómo ocurrieron los hechos. Pero los sesgos son evidentes cuando lo ahí señalado se coteja con la realidad. Por ejemplo, se dice que don Juanito «manifestóse muy resignado con su suerte, muy complacido por las atenciones y respetos de que era objeto, [y manifestó] estar satisfecho, dando su entera adhesión al cambio que se había verificado». Además de inverosímil por sí mismo, esto lo desdijo don Juanito casi de inmediato en dos cartas escritas a bordo del vapor Guatemala, que lo conducía al ostracismo.
En fin, quien lo analice podrá hacer sus propias valoraciones, pero lo que me interesa destacar en este momento es el asunto de la misteriosa autoría de este opúsculo.
¿Por qué recurrir al anonimato, y no dar la cara por lo ahí manifestado? Es obvio que el documento era oficial, pero al ser suscrito por «Unos costarricenses», como si se tratara de una especie de frente cívico, se actuó con falta de elegancia, y también de hombría. Bueno..., en realidad no se les podía pedir más, pues así actuaron en el juicio sumario y amañado que le hicieron a don Juanito, además de que traicionaron la palabra empeñada, en cuanto a que no fusilarían a nadie más que a él, lo cual no ocurrió así.
Sin embargo, ¡cosas de la vida!, quizás sin quererlo, alguien delataría al autor del prólogo. Fue un muchacho que años después descollaría como secretario de Instrucción Pública, en el célebre gobierno liberal de Bernardo Soto. En efecto, a punto de cumplir 18 años de edad, el joven abogado Mauro Fernández Acuña adquirió el librito el 7 de noviembre de 1861, fecha que estampó junto a su nombre en la última página del librito. Pero, además, al final del suculento prólogo, de nada menos que 12 páginas, escribió el nombre de Uladislao Durán M.
Al indagar sobre esta persona, todo encajó. Por ejemplo, dos años antes, entre las primeras medidas del Gobierno golpista, figuró la clausura del periódico Crónica de Costa Rica, para sustituirlo por la Gaceta Oficial de Costa Rica, y su primer director fue justamente Durán Martínez, nombrado el 7 de noviembre de 1859, pero no solo en ese puesto, sino que también como director de la Imprenta Nacional. Además, el 17 de setiembre de 1859 había salido a la luz el periódico Nueva Era, promovido por el Gobierno y, aunque en los primeros 14 números el abogado alemán Fernando Streber fungió como su redactor principal, después fue reemplazado por Durán Martínez, quien permanecería en el puesto hasta octubre de 1860.
Y por si no bastara con esta muestra de confianza plena del Gobierno hacia él, como este abogado era oriundo de Nueva Granada (actual Colombia), pero ya tenía 19 meses de residir en Costa Rica, el 22 de noviembre de 1859 había solicitado su naturalización. No tuvo que esperar mucho. El 19 de enero de 1860 recibió la aprobación de parte del Gobierno de Montealegre, «en consideración a los servicios que ha prestado y que presta a la República», y que, obviamente, continuó prestando.
En síntesis, aunque Durán Martínez no fue el autor del opúsculo, todas estas evidencias sugieren que fue el encargado de recopilar, ensamblar y editar discursos, cartas, el diario del ejército y algunos partes de guerra, así como otros textos más extensos, redactados por otros partidarios del antimorismo, y quizás hasta por él mismo... cuando ya era costarricense.
Para concluir, es oportuno mencionar que el librito permaneció en la biblioteca personal de don Mauro, quien falleció en 1905. Cinco años después, en enero de 1910, el Dr. Mauro Fernández Le Cappellain, hijo suyo, lo obsequió al general Juan Bautista Quirós Segura, según consta en una anotación de éste debajo del nombre de su antiguo dueño; Quirós ejercería la Presidencia de la República en 1919, por tan solo dos semanas, tras la caída del tirano Federico Tinoco. Y, puesto que él se casó con Florinda Isabel Quirós Quirós —nieta del citado militar—, el librito llegaría a las manos del bibliófilo y genealogista Enrique Robert Luján.
Según me contaron en la Sala de Libros Antiguos y Especiales, Robert había solicitado a su hija que donara su biblioteca a alguna institución pública del país, y ella la ofreció al sacerdote Benjamín Núñez Vargas, primer rector de la UNA. Sin embargo, no sería sino en la administración del rector Jorge Mora Alfaro que se instalaría el citado recinto, para albergar esta y tres valiosas colecciones más, con la curaduría de los académicos Juan Durán, Carlos Francisco Monge y Margarita Rojas.
Así que, gracias a esta oportuna donación, es que hoy tenemos con nosotros tan importante documento, que ojalá en algún momento pudiera ser digitalizado y colocado en el portal de la Biblioteca Joaquín García Monge, para que así cualquier persona pueda consultarlo, de manera instantánea.