Abismo

El sótano de mi vecina era el nombre de un tugurio en Ámsterdam. Un lugar muy iluminado con luces de colores que salían de bulbos de neón y que daban un aspecto muy sombrío. Trabajé ahí limpiando la barra y asistiendo al cantinero, un hombre alto con manos de enano que se ganó la fama de preparar los mejores tragos del Barrio Rojo. Un tipo malhumorado que no tenía el menor pudor para regañarme en medio de la gente ni para quitarme la mitad de las propinas si algo no le gustaba.

En El sótano de mi vecina inventaron una técnica muy eficiente para fumar marihuana. Cortaban una botella de plástico, de esas de refresco de dos litros, y le deban forma de máscara de soldador, pero le dejaban la boquilla. En esa forma, fabricaban un vaporizador muy efectivo y barato. Encendías el cigarrillo, inhalabas profundo y expulsabas el aire por la embocadura. Enseguida, aspirabas el humo. El dueño decía que esa era una manera más sana de consumo de cannabis, pero ¿qué otra cosa podía decir? Tenía el lugar a reventar.

Todos los días eran iguales en El sótano de mi vecina. Se abría a las doce del día y se cerraba a las tres de la mañana. A mí me tocaba rolar turnos. Entre semana empezaba a trabajar a las diez de la noche y acababa cuando se iba el último cliente y los viernes y sábados hacía el turno de día. Cuando mis padres me preguntaban cómo iban mis estudios, me daba pena confirmarles lo que ya sospechaban: perdí la beca el primer semestre y tuve que empezar a trabajar para pagar la colegiatura.

El ritmo de trabajo no era compatible con el de los estudios y, sin darme cuenta, la prioridad se la llevó conseguir para el pago de la renta y tener un lugar en el que el sueldo incluía dos comidas diarias. Nada mal para mi situación, pésimo si imaginaba lo que hubiera sido quedarme en casa y estudiar allá. Tal vez ya habría terminado la carrera y estaría trabajando en las empresas de mi padre.

Resplandor

A veces, El sótano de mi vecina se salía de la rutina y hacía fiestas de disfraces. El tema de ser alguien que en realidad no eres no decae en el interés de la gente y mantiene vivos a los clásicos. Entre los neones que alumbraban el lugar tanto como un cabo de vela, podías adivinar a varias Marilyn Monroe, Sherlock Holmes, Mickey Mouse y uno que otro Piccachú. Tuve que frotarme los ojos varias veces para afocar la mirada. Creo que hasta tenía la boca abierta. Un barco de velas venía flotando, bajando las escaleras en dirección a la barra.

Una sonrisa intermitente, como la del Gato Cheshire me hizo sentir la Alicia que dibujaron para la película de Walt Disney. Una hilera de dientes blancos aparecía y desaparecía. El barco surcaba un mar invisible y se abría paso entre la bruma y el olor a hierba quemada. Te toca atender, me ordenó el cantinero que desapareció detrás de las cajas de cerveza. Los ojos me lagrimeaban y creí que todo se debía a los efectos de tanto humo y de tanta gente con caretas de plástico disfrutando de sus vaporizaciones.

¿Por qué elegiste ser monja?, me preguntó la sonrisa mientras colocaba el barco de velas sobre la barra. No supe cómo contestarle a una figura flotante. Me limpié las manos con el trapo sucio con el que tallaba la barra y pasé un trago gordo. Se rio. Me sentí amenazada por un gato de bigotes largos. Extendí los brazos para mostrar las amplias mangas de la cogulla. Era como una polilla buscando protección. Eres perversa, ¿te doy miedo? Entonces, la voz tomó forma. Se despojó de la máscara de nylon negro, como las que se usan en los teatros mudos de Praga y aparecieron los ojos más gatunos que jamás he visto: eran del color de hierro oxidado con una hendidura de la que salió un resplandor que me traspasó las pupilas, corrió por el esófago, bajó a la entrepierna y dejó las rodillas con la fortaleza de una gelatina. Sentí que pisaba grava.

Azar

Elegí ser monja porque me pareció muy adecuado vestirme así en un lugar como El sótano de mi vecina. Nada más conveniente para una chica que quería dejar de ser la que limpia la contrabarra, la que tiene sueños despierta y se duerme en el salón de clases abatida por el cansancio. Quería llamar la atención y ser algo distinto, al menos esa noche, antes de volver a lo de todos los días: tallar, oler a desinfectante y a cloro y a las flores frescas del campo del líquido quitamanchas. Pero la túnica negra no fue la mejor idea: me mimetizaba con la oscuridad del lugar. Por lo menos, la tela, aunque rasposa, era calientita y esa noche no pasaría frío. No le dije todo eso. Sólo lo primero, eso de que me pareció adecuado. Tampoco le dije que era el disfraz que se rentaba más barato porque nadie se lo quería llevar.

La señora del local de disfraces me hizo un descuento fenomenal, casi casi me lo regaló. Tuve la impresión de que me lo hubiera dejado gratis o que incluso me hubiera pagado con tal de que me llevara. Entonces lo elegiste por casualidad. Lo dijo como si hubiera leído mis pensamientos. Las velas del barco sobre la barra estaban hinchadas y se abatían de un lado al otro. Parecía que de un momento al otro zarparía y se elevaría para dejar atrás El sótano de mi vecina. Sentí que la piel de la nuca se me ponía de gallina y una sensación de frío me recorrió el hueco de la columna vertebral. ¿No me reconoces?

Viento

Con agilidad se subió a la barra y de un brinco estaba al otro lado del mostrador, parado junto a mí. No me reconoces, ¿verdad? Apartó la tela de la capucha del hábito. Lo hizo con gran delicadeza. Un aroma a resina de árbol entró como una corriente de aire por las fosas nasales. Recorrió con ambas manos el nacimiento del pelo junto a las orejas, jaló con cuidado el lóbulo y tocó las pequeñas arracadas que siempre traigo puestas. Jugó con un mechón. Los dedos eran blandos y sus movimientos firmes. Acercó esos labios sonrientes.

Es difícil explicarlo. La dulzura del melocotón y la piña palidecían ante ese gusto misterioso. Una serie de hebras jugosas como pegadas a un hueso, apacibles y blandas con un punto ácido y jugoso me obnubilaban la razón. Palidecí al tiempo que temblaba. Un vendaval me tomó por la cintura. La fiebre me elevó el pulso y las evaporaciones me mantenían la temperatura en alto.

Aún no me reconoces, ¿verdad? Puso el dedo índice en la punta de la nariz. Entonces, lo comprendí todo. Era el mismo escalofrío que sentía en el salón de clases, cuando el chico de la última fila me observaba. Siempre aparté la mirada. Nunca tuve tiempo, las facturas no esperan. Hoy van a tener que esperar. Busco al cantinero para despedirme, no lo encuentro. Miro por última vez el ejército de enmascarados vaporizantes que están en El sótano de mi vecina. Agito la mano para decir adiós. Nadie se percata. Monto la cubierta del barco de velas y me dejo llevar por el Portavientos.