En múltiples ocasiones he escrito sobre escribir. De un tiempo a la fecha, he hecho costumbre ir profundo hacia mi interior para indagar sobre las motivaciones que subyacen a esta pasión. Ignoro si otros escritores hacen el mismo ejercicio. Y siempre me detengo en este punto de la reflexión, la palabra escritor. Llamarme -autocalificarme- como escritora, es algo fuerte para mí, por las calidades que supone este ejercicio y por la propia concepción que tengo de la figura del escritor. Yo crecí entre libros, en casa había lo que llamábamos «el cuarto de estudios»; eran cuatro estantes repletos de libros de sexualidad, historia, filosofía, naturaleza, literatura mundial y cuentos, más un amplio escritorio sobre el cual mi padre colocaba toda suerte de mensajes reflexivos y profundos. Entonces era normal para mi sacralizar el oficio y a quienes lo ejercían.
Pero les decía que no sé si esto de reflexionar sobre escribir es algo que ocurra a otros. Yo me pregunto de dónde surge esa necesidad de comunicar, de escribir, sobre qué, a quiénes y las múltiples razones que puedan surgir.
En mis inicios, en el blog de poesía y relatos, tuve la ¿soberbia? idea de empezar a contar y decir cosas en la forma más excelsa posible; muchos le llamaron poesía, otros versos o prosas. No tenía la más mínima idea de qué era un soneto, un verso, ignoraba la técnica, desconocía qué era la voz poética, cuántos tipos hay y muchas cosas más sobre las que me empapé más luego. No había leído a Cortázar, menos a Pizarnik. Apenas a Neruda y Benedetti, aunque sí habia disfrutado a Whitman. Para entonces comprendí que mis motivaciones eran absolutamente egoístas, porque escribir se convirtió en un recurso para la propia existencia, muy a pesar de mi ignorancia en el campo. Eventualmente, con las herramientas que la tecnología actual coloca a la mano de personas como yo, que publican en medios digitales, llegó a mi mente la desacralización del oficio de escritor, y fue cuando decidí que sí, escribiría, y lo haría bien. Recibí la noticia con la seriedad que ameritaba y en esa estoy, escribiendo.
Y que conste, mi nueva visión de la cosa no implicaba un menoscabo hacia aquellos que apelan a los medios inmateriales para dar a conocer su creación. Convencida soy de que el arte puede manifestarse en muchas formas posibles, sin que esto comprometa su esencia y calidad. No obstante, sé de muchos escritores que se reconocen como tal -o son reconocidos como tal- solo cuando han publicado su primer libro físico.
Y me sigo haciendo preguntas. ¿Son importantes en sí mismas, o si bien lo son para mí y nada más? No lo sé. Lo cierto es que están ahí, junto a mi necia necesidad de explicarme las cosas, de entenderlas para poder abordarlas de mejor manera. Mi necesidad de contar, de decir, de hacer saber a otros qué pienso de tal o cual tema; decir de mis creencias, ver en experiencias personales la oportunidad de reflexión de un colectivo imaginario que habita en mi mente, del cual no tengo número, pero que se existe. ¿Es un acto de egoísmo? ¿O será mi manera de canjear compañía? Yo escribo, tú -ella, él, muchos, pocos- me lees.
¿Pasará igual con otros escritores? ¿Se escribe para el lector o para sí mismo? ¿Quiere el escritor contar, decir, o es el lector quien espera que le cuenten, le digan? ¿Es realmente un camino de doble vía? Sé por experiencia que la letra, más que todo, es compañía; he experimentado el oscuro sabor de una página en blanco, mientras el cursor titila en la pantalla como lo hacen los astros, a lo lejos. Sé lo que se siente que las palabras se suiciden a media garganta, ¡sí!, a media garganta, por que escribir es hablar y la palabra es voz. Escribir es como una ruta de la que nadie puede devolverse una vez que empieza a recorrerse, y aunque los medios en los que esta pueda manifestarse ahora son variopintos y están a la disposición de un universo vastísimo, sigue siendo sacro el ejercicio de compilar palabras de una manera que adquieran forma digerible para una mayoría.
Cuando empecé a publicar mis textos más allá de las redes sociales, uno de los temores que ocupó mi pensamiento fue llegar a un día sin tener qué decir. Olvidé que para que tal cosa pasara primero debía dejar de sentir, y solamente muerta esto ocurriría. Finalmente, entre el hecho de saber que la experiencia de vida es en sí misma fuente inagotable de temas, descubrí lo que pienso es la gran paradoja del oficio: Sí, escribir es un acto egoísta, pero es un egoísmo altruista; toda vez que tus letras se escabuyen de ti para llegar a los ojos del lector, dejan de pertenecerte, dejan de ser tu compañía. Quizá esa sea la razón de que persista esa fuerte necesidad de volver a la palabra, y de que duela tanto que esta, en ocasiones, se niegue a ser escrita.