Decía con sabia sorna Joaquín Sabina: «el más capullo de mi clase (¡qué elemento!) llegó hasta el parlamento y, a sus cuarenta y tantos años, un escaño decora con su terno azul de diputado del Gobierno».
Y es que cuando uno piensa en los que mandan, ya sea en el trabajo, en el Gobierno o en la asociación en defensa de la hormiga ibérica, parece que las habilidades de muchos de ellos dejan mucho que desear.
Cuando aún somos jóvenes (e ingenuos), asumimos que el más listo de la clase será el que mejor puesto tendrá en el futuro. Cuando ya no somos tan jóvenes (ni tan ingenuos) encontramos al «más capullo de la clase» con un puestazo y una supina imbecilidad que le hace creerse cuando no Platón, Sócrates, aun sin saber que no sabe nada.
¿Cómo se puede explicar esta conjura de los necios? ¿Cómo hemos llegado a una “memocracia” que entierra el talento y destierra a los sabios?
La primera inferencia que deriva de estas preguntas es que la inteligencia es un bien necesario (y escaso). No conozco a nadie que públicamente quiera ser considerado tonto. Es decir, la inteligencia parece socialmente deseable. No en vano, la inteligencia permitió a una de las especies más “blandengues” físicamente dominar el mundo. ¿Cómo íbamos a pensar que semejante cualidad podría no ser ya tan útil?
Quizá, como decía el publicista italiano Pino Caprile en su libro Elogio de la imbecilidad, la inteligencia ya no es necesaria. En la sociedad occidental moderna, según este autor, el espacio para la inteligencia se ha reducido considerablemente. Los mecanismos sociales y la gran división de funciones se desarrollan a través de normas de conducta y tareas fáciles que no requieren un espíritu creativo e innovador.
Nadie necesita conocer el mecanismo de un microondas para calentar un vaso de leche. La tecnología simplifica la vida y no requiere el ejercicio de una inteligencia sagaz y divergente por parte del ciudadano medio. Ya no se necesita ser el más apto intelectualmente para sobrevivir. La sociedad occidental nos garantiza una cómoda supervivencia con agua potable en casa, caza y recolecta varia en el supermercado y penicilina en la farmacia.
Dice también Caprile que si en una isla pones a 50 estúpidos y 100 listos, al cabo de cien años solo habrá estúpidos. Las cosas, señala este autor, tienden a lo peor. Pero, ¿cómo llegan los estúpidos al trono desde el que pueden establecer su régimen de mediocridad?
En psicología, el principio de Peter explica cómo las personas menos capaces alcanzan puestos de mando: en cualquier jerarquía, toda persona tiende a ser ascendida hasta alcanzar su nivel óptimo de incompetencia; por tanto, todo cargo está destinado a acabar en manos de un incapaz; solo es cuestión de tiempo.
La siguiente incógnita que se presenta derivada de esta conjura de los necios es por qué los mismos necios no se dan cuenta de que lo son. Muy al contrario, muchos parecen creer estar muy por encima del resto de los estupefactos mortales cuyas vidas dirigen.
El efecto de Dunning-Kruger señala que las personas con escaso conocimiento tienden a pensar que saben mucho más de lo que en realidad saben y a considerarse más inteligentes que personas mucho más preparadas. El agravio, según la doctora Kruger es doble: los más incompetentes «no solo llegan a conclusiones erróneas y toman decisiones desafortunadas, sino que su incompetencia les impide darse cuenta de ello».
Aun así, para que haya un líder hacen falta seguidores; para que haya un jefe, hace falta quien le nombre. Parece que la sociedad asume esta mediocridad ya que las personas tienden a aceptar la opinión de la mayoría que, con frecuencia, coincide con la de los miembros más influyentes del grupo. Sirva el ejemplo que aparece en El rompecabezas del cerebro: la conciencia, publicado de forma gratuita por el grupo de investigación de la Facultad de Psicología de la Universidad de Granada: si el jefe de un departamento es reacio a aceptar las brillantes sugerencias de un joven subordinado, que le aventaja en inteligencia, simplemente por ser alguien con menos edad y experiencia, algunos empleados se mostrarán de acuerdo con él para evitar un posible conflicto; otros, verán en ese compañero un potente competidor. La inteligencia, así considerada, debe ocultarse para no desatar la ira del estúpido y el acoso psicológico del idiota.
El consuelo que nos queda a los damnificados por el mandato de los necios es sabernos más inteligentes por no regentar su puesto. Aunque si nos sabemos más inteligentes que los demás, según el efecto de Dunning-Krugger, quizá es que en realidad no lo somos y solo es cuestión de tiempo que, tal y como augura el principio de Peter, lleguemos a una posición destacada.
Sea como sea y en lo que nos incumbe, una cosa está clara: no es país para listos.