Todo esto empezó una semana antes del festejo del Día de las Madres. Para variar, el tiempo me estaba ganando y como de costumbre no tenía ni idea que regalarle a mi mamá. «¿Qué se le puede dar al que todo lo tiene?», era el mejor pretexto para esconder mi flojera mental. La creatividad no me daba para encontrar algo que la hiciera sonreír y que verdaderamente le gustara. El peor castigo de una hija con mente perezosa es una madre exigente. Mamá no era de esas mujeres complacientes que se fascinara con un calcetín con botones mal cosidos, ni se alegraba de recibir una tarjeta impresa que pudiera firmar a las carreras, ni se tragaba el cuento del súper regalo cuando recibía un roperazo.
Así, cada año se repetía el mismo ritual. Casi a las últimas, empezaba con las listas absurdas y las evasivas interminables: ¿un florero? Ya tiene muchos. ¿Un portarretratos? No le gustan las fotos. ¿Un kit de sombras, polvos y labiales? No se maquilla. ¿Un boleto a París? No le gusta viajar. En cambio, mi hermana siempre llegaba con el regalo perfecto: entradas para una obra de teatro, un par de aretes, un juego de moldes para hacer waffles en forma de corazón, sartenes con la última tecnología para que no se peguen los alimentos, una bufanda, una caja de chocolates. Lograba que mi mamá la viera con esos ojos de agradecimiento que yo con mis regalos mal envueltos jamás llegué a conseguir.
¿Cómo le hago?, ¿cómo le hago?, ¿cómo le hago? El fantasma de la mente en blanco rondaba a mi alrededor y me comía a mordidas el cerebro. Sentía que la materia gris se me derretía como gelatina de grosella y que el líquido rojo se me salía por las orejas y, de todas formas, ni una sola buena idea me iluminaba la mente. Primero me entierro un tenedor en la pierna que preguntarle a mi hermana cómo le hace. Encendí la computadora y consulté a mi mejor consejero. Abrí el buscador y entré en contacto con mi oráculo. Tecleé la duda máxima: ¿Cómo le hago para conseguir el mejor regalo para mi mamá? En segundos, el buscador comenzó a rastrear todas las páginas que su motor le permitió. Seguro, que el “Crawling", y los “webmasters” lograrán decidir, con la ayuda del gran universo Internet, cómo resolver mi problema.
En el catálogo inmenso que de páginas rastreadas que pesa más de cien millones de gigabytes, comenzaron a brotar alternativas. Entré a los primeros enlaces: fórmulas muy caseras que no me convencían: haz una breve descripción de tu mamá, de lo que le gusta hacer, de sus preferencias, de su talla, de su color favorito. ¿Quién conoce toda esa información de su madre? Ni idea de cuál sea su platillo consentido ni la flor que más le gusta. Tal vez ni le gustan las flores. Seguí saltando de un enlace al otro hasta que llegué a la puerta del Infierno.
Los que se imaginaron la escultura de Auguste Rodin ni idea tienen de lo equivocados que están. El umbral de la perdición es, en pocas palabras, un portal que permite comprar productos a precios sumamente bajos. Tiene un catálogo que va desde ropa, electrodomésticos, artículos para las mascotas, para el coche, para la cocina. En fin, el lugar perfecto para encontrar el detallito del día de las madres que necesitaba y quedar mejor que la ñoña de mi hermana. Lo que más me sorprendió fueron los precios. Casi se me salen los ojos al ver un vestido de cuatro dólares y un reloj inteligente por doce.
Me tallé los ojos. No podía dar crédito a tanta belleza. La variedad de artículos superaba los límites de la fantasía y como la imaginación nunca ha sido mi fuerte, me sentí como una niña con helado de vainilla. En ese portal ni falta hacía ser creativo, estaba fascinada. El sitio todo lo hacía por mí, hasta pensar qué me podría interesar. En un abrir y cerrar de ojos me sentí como pez en aguas profundas. Todo era tan amigable y tan sencillo que parecía un sueño. Encontré una serie de sugerencias que fui metiendo a mi carrito electrónico: una taza de porcelana que decía a la mejor mamá del mundo, un juego de toallas con la inicial de su nombre, un sombrero para la playa, un juego de cepillos de cerdas naturales, un tapete de baño… Metí todo lo que me gustó y al momento de pagar, el total de la cuenta representaba una cifra muy cercana a lo que me hubiera gastado en un sólo regalo. Por supuesto que les di el número de la tarjeta de crédito con gran felicidad. Me sentía tan orgullosa de mí misma que decidí agregar algunas cosas para mí como premio. Soy la mejor hija del mundo.
En instantes me llegó un correo electrónico anunciándome que el pedido estaba confirmado y me sugería bajar una app a mi teléfono inteligente. ¡Qué maravilla! Aplaudía y sonreía. No necesitaba estar pegada a la computadora para poder comprar lo que quisiera. Los mensajes con sugerencias de lo que me podría gustar eran certeros, parecía como si mi mejor amiga hiciera las recomendaciones.
El portal diseñaba consejos como si estuviera pensando en mí todo el tiempo. Me mandaba reseñas y tuits y yo agradecía que el sitio tuviera un conocimiento tan profundo de mis gustos y predilecciones. Entendía perfecto que yo no quería cosas sofisticadas y de grandes marcas y siempre tenía alternativas baratas. Al principio, la ropa que pedí me quedó chica. Las tallas del sitio son una o dos más pequeñas que las de las tiendas regulares, pero fue mi culpa por no leer las advertencias ni consultar la tabla de equivalencias. Como todo era tan barato, no me daba tristeza deshacerme de lo que no me ajustaba, o de lo que no me gustaba, o de lo que ya me aburría. Si tiraba algo por equivocación, no me importaba. Todo era tan barato que, lo de menos, era volver a comprar. Incluso, les perdonaba que las cosas llegaran rotas o en mal estado: total, las podía volver a pedir. Ahora cada que iba a visitar a mi mamá, le llevaba muchos regalos. En ocasiones, llegaban a la casa cosas que ya ni recordaba haber pedido.
Las alertas se hicieron cada vez más frecuentes y más agresivas. El teléfono móvil vibraba todo el día por los avisos del portal, en el muro de Facebook estaban los anuncios, si estaba trabajando en la computadora, la campanita me avisaba que ya había aparecido una nueva oferta. Y, claro… no había forma de que yo pudiera desperdiciar la oportunidad de adquirir una ganga. Dejaba lo que estuviera haciendo para atender el mensaje del portal. Una vez, casi me atropellan al cruzar la calle, el conductor no se fijó que estaba metida en la pantalla del teléfono viendo las novedades del sitio. Era tan relajante ver faldas, pantalones, cosas para la casa, bolsas, zapatos, plumas, chamarras, aparatos raros. Dejé de salir con mis amigas: se enojaban conmigo porque no les hacía caso, no entendían que hay ofertas que duran unos cuantos minutos y si no las aprovechas se te escapan. Mi jefe me empezó a llamar la atención e incluso me pidió que no entrara con el celular a las juntas, ¿qué le quitaba que de vez en cuando consultara si ya había algo nuevo en el portal?
El día que llegó el estado de cuenta de la tarjeta de crédito, casi me fui de espaldas. El saldo a pagar era equivalente a un mes de renta, por primera vez no mi iba a alcanzar para solventar el total, así que decidí cubrir el monto mínimo. No puse atención en lo que tendría que pagar de intereses. La emoción de recibir por mensajería algo, hacía que me despertara sonriendo y me durmiera pensando en mi última adquisición. Total, ya pagaré el mes que viene. No sé cuántas veces dije lo mismo.
No hay que ser un genio de la economía para entender el efecto multiplicador que resulta cuando incrementas el nivel de gastos y el de ingresos permanece constante. La curva entre el precio y la cantidad que yo quería seguir demandando terminaba en el infinito. Claro, el equilibrio entre lo que podía pagar y lo que seguía comprando estaba totalmente desbalanceado. El deseo de ahorrar y la necesidad de seguir metiendo cosas al carrito de compras, cosas que realmente jamás iba a usar, estaban acabando con mis nervios.
Ojalá hubiera sabido que una economía sencilla y realista implica un balance entre el consumo y la inversión. Si alguien me hubiera explicado que los gastos de consumo dependen básicamente de la renta personal disponible no estaría a punto de rematar mi carro para pagar la tarjeta de crédito. Ahora que lo pienso, la cara de mamá cada que recibía un ventilador que se conecta del celular o una bocina inalámbrica era muy similar a la que ponía cuando le regalaba lo primero que encontraba en el ropero. ¿Qué cara me pondrá cuando le pida prestado para pagar mis deudas? Ya volvió a sonar la alerta, hay una nueva oferta.