No hay duda, soy un imbécil. Jamás en la vida una persona como yo, tendría una oportunidad así y aquí estoy al fresco de la noche, parado en la banqueta, sin saber qué hacer.
Todo sucedió tan rápido y un tarado como yo no puede con el vértigo. Lo primero que me hechizó fue caer en la cuenta que esos ojos eran así. No eran efecto de Photoshop. Verdes, quizás grises y a la vez tan claros que se distinguía una serie de pequeños puntos, tan perfectamente alineados debajo de las pupilas, que las hacían ver como un par de rayas. Sí, esas pequeñas manchas negras en el iris le daban un aire felino que acentuaban los rasgos de la cara. Parecía como si sólo esos ojos importaran. Como si de ellos emergiera una planta con tallo grisáceo, velludo y ramificado que se te enredara al cuerpo. También estaba el hechizo de ese cuerpo convertido en santuario a base de ejercicio: pechos firmes, vientre planísimo, piernas fuertes y un escote que me jalaba la mirada. Pero, ante esos ojos, todo lo demás se subordinaba.
La conocí tres días después que me nombraron director de la línea deportiva de lentes, justo el día que lanzamos los de temporada de playa. La invitaron a la fiesta inaugural por ser la imagen de nuestra marca y la única modelo nacional que aparecía en la lista de la agencia Topmodeling, una de las más prestigiadas en Nueva York. Mi gerente de relaciones públicas me la presentó en el momento en que llegué al evento en el que le presentábamos a los medios la nueva colección y no se separó de mí un solo instante. Platicamos durante toda la fiesta, brindamos con copas de champaña y al final, para mi sorpresa, me invitó a cenar a su departamento al día siguiente. No creía toda mi suerte.
Peinarme para que no se notaran las entradas de calvicie, elegir la ropa para disimular el volumen del abdomen y tratar de no lucir tan chaparro junto a ella, pensé que sería la parte más complicada. Buscar estacionamiento cerca de su casa, me probó que habría desafíos más complicados que librar. Al bajar del coche me di cuenta que había abusado del agua de colonia, hasta me sentí mareado con el aroma tan penetrante a vetiver y lavanda. Toqué el timbre del interfono y una chicharra abrió la puerta. Un gato entró conmigo. Subió junto a mí los siete pisos. En los edificios viejos del centro de la ciudad no hay elevador. Cada escalón fue un gran reto deportivo. Llegué a la meta jalando aire por la nariz y la boca, con el pulso agitado y con perlas de sudor en la frente. Sentí que tenía rodetes mojados en la camisa a la altura de la axila. Agradecí que la puerta del departamento estuviera abierta, pues llevaba las manos ocupadas con un enorme arreglo de rosas, una caja de chocolates y con una botella de vino que me tardé siglos en elegir. El gato se me metió entre las piernas y casi me tropiezo al entrar.
Me esperaba en la puerta. Me recibió con un gran abrazo. Me besó en las mejillas muy cerca de la comisura de los labios. El pulso se elevó todavía más. Llevaba el pelo sujeto con una cinta de terciopelo que acentuaba la rareza de esos ojos. Usaba un vestido negro de tirantes muy delgados con encaje blanco en los bordes. El escote pronunciado era una delicia y falda tan corta casi hace que el corazón se me saliera por la boca. Al frente llevaba una especie de peto blanco que simulaba un delantal con listones de satín. Un aroma a menta la rodeaba. Es perfecta. Cierra la boca, pensé. Sumí la panza, enderecé la postura y estiré los brazos. Tomó los regalos, los puso sobre la mesa y señaló el sofá de la sala. El gato que subió conmigo ya estaba ocupando su asiento. Me senté junto al animal, esperando que se fuera, pero se empezó a tallar con mi brazo. Parecía que sonreía. Mira, le caes bien, me dijo. El animal empezó a ronronear.
El departamento era minúsculo. Podías verlo en una sola mirada. La cocina y la estancia se integraban sin muros ni puertas. Sólo el baño y la recamara tenían paredes. En la habitación había una cama matrimonial que estaba cubierta de pétalos de rosas. Sonreí, totalmente esperanzado. Busqué un espejo para arreglarme el pelo y que no se notaran los signos de la calvicie. Nada. Había fotos del gato por todos lados. En algunas el aparecía solo, en otras con ella. El felino era el protagonista. Cada foto me hundía esos ojos con pupilas de raya. Sentí escalofríos. Desvié la mirada. Las ventanas eran muy grandes, iban del piso al techo. Se lograba ver la cúpula del templo de San Jerónimo y al fondo, las torres de muchos templos del centro histórico. El gato me clavó los ojos, eran verdes. Tan verdes que parecían grises.
Estoy terminando de preparar la cena. ¿Quieres una copa de vino? S-sí gracias. No supe si fue ella o el gato la que pronunció el ofrecimiento. Se escuchó el tañido de las campanas. Los vidrios de las ventanas vibraron. El cielo, aunque oscuro, tenía un tono rojo. Las nubes parecían un manchón rosa desdibujado y la luna se veía como una enorme tachuela suspendida en el negro de la noche. El gato comenzó a rodar sobre sí mismo, como si estuviera en éxtasis. El foco de la lámpara empezó a titilar. En la intermitencia de la luz, ella se acercó a entregarme la copa de vino. Me puse de pie para recibirla. Con suerte, ganaría otro abrazo, tal vez un beso. Al moverme, pillé la cola del gato que gritó como si fuera un niño. Ella me miró con desaprobación y de inmediato sonrió. Ya casi está lista la cena, me pasó la mano por los labios y volvió a la cocina. Al volver a mi asiento, casi aplasto al minino. Mi anfitriona se inclinó a revisar el contenido del horno y yo no pude más que sonreír.
Las piernas se estiraron como un par de columnas bien torneadas y la redondez de los glúteos cubiertos por la falta tan corta eran como una pradera en la que podrían pastar mis anhelos como si fueran unas dóciles cabritas. El gato saltó sobre mi regazo. Ella estalló en risas al darse cuenta de mi susto. El animal me hincó esos ojos tan verdes con pupilas de rayas y empezó a amasarme el vientre. Sus ronroneos se podrían escuchar hasta la frontera norte mientras yo trataba de disimular el disgusto. Le di un trago muy largo a la copa de vino.
Empecé a sudar y a sentir nauseas. El animal me encajaba las uñas en la panza mientras gorjeaba feliz y seguía con ese afán tahonero. El foco de la lámpara que iluminaba el salón seguía titilando y empezó a chisporrotear. La intermitencia luminosa era una experiencia estroboscópica. Sentí como si en derredor se estuviera formando un campo magnético. Los electrones que me corrían por el cuerpo tenían efectos tan fuertes que generaban descargas visibles, como chispazos. Experimentaba esos brincos de corriente que formaban un triángulo entre el animal, los ojos de gato de su ama y mi cuerpo. El aroma a vetiver y lavanda ayudaba a engendrar ese almacén eléctrico y, por momentos, sentí que yo era la bujía de la que se alimentaban. Con un segundo trago me acabé el vino que aún quedaba en la copa.
Comenzaron las molestias abdominales y se aceleraron las palpitaciones cardiacas. El foco de la lámpara reventó y la sala quedó en penumbras. Ya no se veían ni las piernas esculturales, ni el escote maravilloso, no lograba ver ni la punta de la nariz. En la oscuridad, sentí que estaba sentado en las aspas de un molino que giraba a gran velocidad. Me tallé los ojos. Un rayo de luna entró por el gran ventanal y le iluminó el rostro. Me vio con esos ojos que no tenían Photoshop. Se transformó y por un momento juro que se convirtió en gato. Dos pares de ojos idénticos se me clavaron en el pecho. Irradiaban excandecencias fluorescentes.
El hormigueo me trepó el cuerpo, sentí una descarga eléctrica en la espalda y la boca seca. Escuché un silbido continuo que me martirizó los oídos y la vista se nubló por completo. Ella se acercó, contoneándose, sonriendo con ese aire gatuno. ¿Más vino? Salté como un resorte, el gato salió volando, algo se cayó, pero no me detuve a averiguar qué. Bajé los escalones de dos en dos. Salí del edificio y azoté la puerta. El aire fresco de la calle me ayudó a recuperar el aliento. Jalaba el aire a horcajadas, sosteniéndome el vientre con las manos. Sudaba a chorros. La tela de la camisa se me pegaba a la piel y tenía el poco cabello de la cabeza, totalmente mojado. Busqué el pañuelo para secarme. Revisé los bolsillos. No, se me cayó el teléfono celular. Maldita sea, lo que se cayó fue el teléfono móvil. Dios, ahí tengo todos mis contactos. Es como mi oficina. ¿Y, ahora? Miré hacia arriba. Un par de ojos me miraban desde lo alto. Una mano agitaba el aparato.
No hay duda, soy un imbécil. Jamás en la vida una persona como yo, tendría una oportunidad así y aquí estoy al fresco de la noche, parado en la banqueta, sin saber qué hacer.