El nombre que registro en la historia clínica despierta uno de los primeros recuerdos de la infancia. Mi abuelo se mira al espejo. Se pasa el peine por el pelo que es mitad cano y mitad negro. Abrocha los botones de la guayabera que mi papá le mandó desde Mérida. Abre una cajita de terciopelo negro y se pone las mancuernillas que le regalamos la última Navidad. Saca del ropero un frasco verde olivo y se pone loción que huele a madera. Se abrocha los zapatos negros de agujetas, tan bien boleados que parecen de charol. Entonces se da cuenta que lo estoy observando. Sonríe y eleva las cejas. ¿Ya estás lista? Estoy estrenando un vestido rosa y unos zapatos blancos de hebilla. Doy una vuela, girando sobre mi propio eje. Sí, ya estás lista. ¿Y tus primas? Se escucha que están corriendo en el pasillo, jugando a La Roña. Tengo cuatro años.
Mi abuelo me toma de la mano, sale de su habitación. ¡Vámonos! Los gritos de mis primas lo hacen sonreír. A mi abuelo y a mí nos salen hoyitos en las mejillas cuando sonreímos. Dice que son pellizcos de ángel. Subimos al auto. ¿Listas? Agitamos la cabeza de arriba abajo y aplaudimos. Arranca el motor y me hundo en los asientos de piel color tabaco. Es domingo y Los Reboceros juegan de locales. El día es soleado, no hay nubes y el cielo tiene un tono azul turquesa que tanto me gusta. Llegamos al estadio. Buenos días, doctor, le dice la señorita de la taquilla, y le entrega un boleto de adulto y cinco de niños, aunque somos puras niñas las que lo acompañamos al futbol. Siempre le dicen doctor, aunque no trae puesta la bata blanca.
Al entrar al estadio, pasamos por una tienda que vende postales, banderines, pegatinas. En las paredes están las fotografías de los diferentes jugadores que han formado parte del equipo a lo largo del tiempo. A mí me gusta detenerme frente a la de mi papá que dice: campeón goleador. Lo extraño. No me gusta que esté en Mérida. No me gusta que mamá llore tanto desde que él está allá. Llegamos a las gradas y ocupamos los mismos lugares de siempre y de inmediato llega Chascos, el de los dulces. Ya sabe cuál es el ritual. Se queda ahí junto a nosotros todo el partido, para darnos todas las golosinas que se nos antojen mientras vemos el juego.
En realidad, a mis primas y a mí nos gusta ir al futbol a comer todo lo que entre semana nuestras mamás no nos dejan, porque se nos quita el hambre o se nos pican los dientes. Pero, los domingos que Los Reboceros juegan de locales, las señoras no tienen nada que opinar, ése es el territorio de nietas y abuelo. La canasta del Chascos es nuestra ilusión: lleva papás, churritos, jícamas, pepinos, chicles, refrescos, frituras, chicharrones y todo lo que nos hace salivar de antojos. Mientras los hijos del Chascos andan por todas las gradas ofreciendo golosinas, él siempre se queda junto a nosotros.
Está a punto de iniciar el partido y ya todas tenemos en las manos una bolsa de papitas con salsa chicharronera, limón y sal. El sol cae directo sobre el estadio y hace mucho calor. Un hombre moreno se para frente a mi abuelo. No lo deja ver la cancha. Usa el pelo corto como cepillo, tiene ojos negros y redondos, camisa desabotonada hasta el ombligo con un dibujo en el pecho. ¿Cómo está, doctor? Es la cara de un tigre que me recordó a Shere Khan, del Libro de la Selva. Parece como si el diseño transformara al hombre y le transfiriera poderes, como si fuera un aviso de quién es. Bien, Tigre, ¿qué se te ofrece?, le pregunta mi abuelo y arruga los labios. ¿Quiénes son éstas, patrón? ¿Sus nietas? Y, ¿no hay hombres que lo acompañen a ver el futbol? ¿Y su hijo, doctor, dónde anda? Ya sabes en dónde está, tú mejor que nadie lo sabes. ¿Qué se te ofrece, Tigre? Traigo antojo de unas papas, doctor.
El Tigre nos mira con los ojos entrecerrados, como si la luz del sol lo lastimara. Nos mira como si estuviera pasando revista, como si buscara algo específico. En un movimiento, me toma en vilo entre los brazos. Mi abuelo aprieta los puños. Hilario, baja a la niña. ¿Ya no me dice Tigre, doctor? Hilario, por favor, deja a la niña. Mis primas se esconden detrás de mi abuelo. ¿Cómo te llamas, chula? Miro a mi abuelo. Tiene la cara del color de la cera. Los ojos hundidos. ¿Te comió la lengua el ratón, nena? ¿O no sabes hablar? ¿Eres mudita? No, señor, sí sé hablar. Ah, qué bien, ¿ves? Qué bonita voz y qué bonito vestidito. Baja a la niña, Hilario. Guarda la pistola, por favor.
El Tigre deja de ver al abuelo. Me ve directamente. ¿Quieres a tu abuelo, chula? Mucho, señor. Es bueno contigo, ¿verdad? Sí, muy bueno. ¿Y te gusta su coche? Deja en paz a la niña, Tigre, ya no queremos más tragedias. Si quieres papas, ahorita le pido a mis hijos que vayan con tu familia. ¡Cállate, Chascos, o quieres que enseñe lo que traigo en la mano! ¿Has visto alguna vez una pistola, chula? No le quiero decir que una vez esculcamos el armario del abuelo y vimos una. Agito la cabeza. Hilario, deja en paz a la niña. Bájala ya. Parece como si no escuchara la voz del abuelo. Guarda la pistola.
¿Te gustan los cuentos? Sí, señor. Te voy a contar uno. Había una vez un señor que se salía de su casa por la tarde y se metía a las cantinas. Se quedaba mucho tiempo y se iba con la nariz roja. Caminaba como si fuera un barco en el mar. Se subía a su coche y corría por las calles del pueblo. No le importaba pasar por donde estaban jugando los niños. Yo tenía una niña como tú. ¿Cuántos años tienes, chula? Le enseñé cuatro dedos. Sí, ella también tenía cuatro, pero se murió, me la mataron, la atropellaron. ¿Quién? Un mal hombre, chula. Uno que jugaba muy bien futbol. Tigre, baja a la niña. La voz de mi abuelo es muy serena, pero no es la de todos los días. Esa cuenta ya quedó saldada.
Esas cuentas nunca quedan saldadas, doctor. Hice lo que pude, Hilario. Traté de salvarla. Usted la contaminó. La sangre es un regalo de vida, todos los seres humanos le debemos gratitud a Dios y es nuestro deber mantenerla impoluta. El Tigre pronunciaba las palabras como decimos las recitaciones de la escuela, como si no las sintiera. Mezclar nuestra sangre con la de otro animal o persona es ensuciar el regalo de Dios. Es despreciar el regalo del Cielo y por eso en el Génesis, Levítico y Hechos dice que está prohibido. Es Palabra Sagrada que debe ser obedecida.
Traté de salvarle la vida a tu hija, Hilario. Fue una buena intención. Veo al Tigre. El hueso de la garganta sube y baja y los músculos del cuello se le ponen tensos. Me abraza más fuerte y con la otra mano empuja algo frío en mi espalda. ¡Cállese, doctor! La voz salió como una mezcla de desolación y coraje, como liberación de furia contenida. ¿No entiende? No les enseñan nada en la escuela de medicina, nada que valga la pena. Sin fe, doctor, el mundo es un lugar terrible, desesperante, maldito. La esperanza de los que creemos es llegar a ver el rostro de Dios. Usted trató de salvar a mi hija y la condenó. La ensució y me quitó esa certeza. No entrará al Reino, no lo podrá ver. Usted la manchó. No la salvó, la condenó.
El Tigre aprieta las mandíbulas y las lágrimas le recorren las mejillas. Nena, ¿sabes dónde está Dios? Agito la cabeza de arriba abajo. Repito las palabras que oí recitar a mis primas grandes cuando se preparaban para la Primera Comunión: Dios está en el Cielo, en la Tierra y en todo lugar. ¿Con los tristes? Miro a mi abuelo y asiente. Sí, señor, en todo lugar. ¿Con los sucios? Sí, señor, en todo lugar. ¿Con los muertos? Sí, sí señor. Yo creo que sí. Hilario, baja a la niña. La voz de un policía le advierte al Tigre que me baje de inmediato. Me mira. ¿Sabes dónde está tu papá, nena? En Mérida. ¿También en Mérida está Dios? Sí, señor. Hombre, ya deja a la niña, le dice el Chascos. Veo mi bolsa de papas. El Tigre quiere papas. ¿Señor Tigre, quiere de mis papas? Me mira y me dice que sí. Se las regalo. Bueno, gracias. Oye, cuando seas grande, pídele a tu abuelo que te cuente el cuento del señor que, por manejar con la nariz roja, terminó en Mérida. Si me lo prometes, te regreso con tu abuelo, ¿trato hecho? Sí, trato hecho. Digo y me hago una cruz en el pecho. No se te olvide, me llamo Hilario Cano. Al ponerme en el suelo, se agacha y me mira. Extiendo el brazo. El Tigre agarra la bosa de papas, avienta de un zarpazo al Chascos, al policía y se sale del estadio. Mi abuelo me abraza. Repite, no pasó nada, no pasó nada. ¿Puedo otras papas, abuelo? El Chascos me da una bolsita nueva. Empieza el partido, mis primas se sientan a mi lado. Es uno de los primeros recuerdos que tengo de la infancia.
Reviso los datos de la historia clínica: Hilario Cano, viudo, sesenta y siete años, Testigo de Jehová. ¿Es usted El Tigre? No hay necesidad de respuestas. El rostro de un felino en el pecho me dice lo que ya sé. Siento un terrible hueco en el estómago.