Jana no lo puede creer. Se talla los ojos, se pasa los dedos por el cabello y no da crédito. El clóset está vacío, las maletas están hechas, el pasaporte está sobre la mesa de noche. En el baño ya no están ni el cepillo de dientes ni la pistola de aire. En los estantes ya no hay los innumerables frascos con pastillas de mil colores para dormir, para despertar, para llenar de energía la vida, para adelgazar ni las cremas de noche, de día, bloqueadores y todas las cosas que formaban el ecosistema de su cotidianidad. Era cierto, mamá se iba.
El silencio en la casa es peculiarmente pesado. Como si se tratara de un fardo que se acabara de instalar, como si el vacío que todos esos objetos dejaron se fuera a llenar así: con una mudez perpetua, con un gusto a polvo alborotado, con una humedad fría y penetrante. El ambiente cambió sin que Jana pudiera explicar por qué. Mamá se iba, pero todavía estaba ahí. A pesar de todo, el aroma a naranjas y jazmines se sigue aferrando a las paredes. Al ver que esas pantuflas ya no están al pie de la cama y que en el perchero ya no cuelga ese desorden de ropa que se acumula a lo largo del día, se le forma un bulto en la garganta que le impide tragar.
Siempre imaginó que el día que su madre saliera de esa casa sería para llevarla a uno de esos hogares de descanso o a una tumba en algún cementerio. La ventaja de la segunda opción era que así se evitaba pensar en toda la negociación que tendría que hacer para convencerla de las ventajas de estar cuidada en un ancianato. También llegó a pensar en una cajita con cenizas que luego no sabría dónde poner. Ni modo de dejarla en el estante del librero, en medio de sus autores favoritos. Claro que de todos los escenarios en los que visualizó el futuro, ninguno consideró esta opción: que mamá eligiera. Y, mira lo que eligió.
Las gotas de lluvia empiezan a caer lentamente y resuenan en el domo. El frío se le enreda en el cabello tan negro, se proyecta en la pantalla de esa frente angosta, se cuelga del gancho de la nariz puntiaguda, entra por los labios finos tensando la mandíbula y deja las mejillas morenas en estado de congelación. Las sombras de las nubes oscurecen la casa. Los reflejos grises del cielo se meten a los pasillos. El corazón de Jana se hunde en la profundidad del vacío. En el recorrido de caída algo se quedó encajonado en el pecho, apretado en las costillas, algo se arrancó de las esquinas de la boca y le descarapeló las pupilas, algo le estalló detrás del ombligo y le derramó ácido en el vientre. El cuchillo que va cortando su interior tiene filo, pero no alcanza a cortarle la memoria, va rompiendo el dique de las lágrimas, está entrando al momento en que la vida se divide y se convierte en pliegues, pero deja intactos los recuerdos.
Apenas un mes antes, mamá la invitó a comer y Jana torció la boca. Le dijo que tenía algo importante que anunciarle y le dijo que después porque en ese momento estaba muy ocupada. En realidad, no quería ir. Era mucho más agradable salir con papá, que elegía lugares más animados, trataba de temas más interesantes y no se perdía en pláticas de libros de autores que sólo ella conocía o en las anécdotas del club de lectura. Mamá insistió y Jana fue terminante: no puedo. Tengo cosas que hacer. Lo de cosas más importantes y menos aburridas, quedó entendido. Ya me lo contarás después, mamá. Al fin, no urge, ¿o sí? Necesito hablar contigo, necesito tiempo y atención. Sí, sí, mamá. Ya será otro día. Te repito: tengo otros asuntos que atender. Fue el día que Beto la volvió a dejar esperando en aquel bar a las afueras de la ciudad.
Pero la oportunidad para hablar con mamá no se abría paso, siempre algo se interponía en el camino. Las amigas de la preparatoria se reunían y hacía tanto que no las veía, papá le pidió que la ayudara con su plan tarifario de teléfono móvil, la tarea del primer semestre de la maestría, la verificación del auto. Hubo una ocasión en que mamá trató de entrar a la recamara y ella le tuvo que cerrar la puerta en la nariz. ¿Qué no se da cuenta que estoy hablando con Beto?
Mamá tiene novio, le dijo un día Miguel, su hermano. ¿Cómo crees?, no seas tonto, es imposible, ¿cómo, si tiene como cien mil años y se la pasa leyendo libros? Una vocecita en el interior le recuerda que nadie nunca le ha pedido ser su novia. ¿Quién es? ¿Lo conoces? No, verdad. Ahí tienes. Cállate, no digas babosadas. Escúchame. Mamá tiene novio y papá lo sabe. Se van a separar. ¿De dónde sacas tantas tonterías, Migue? Deja de fantasear, ya te pareces a ella que se la pasa metida en un mundo de ficción. Ya ves, son idénticos, siempre lo he dicho.
Jana, mamá no tiene cien mil años. Tiene novio. La cosa es seria. Se van a separar. Deja de ver esa pantalla. La cara de Migue es como la de ella. Ojos grandes e inservibles: tienen que usar lentes muy gruesos. Parecen topos de narices respingonas y dientes algo salidos. Ponme atención. Estoy hablando de cosas serias. Permíteme, tantito. ¿Sí?, Beto, ya voy para allá. Se me hizo un poco tarde, es que mi hermano me está entreteniendo, pero, salgo en este momento para allá. No me dilato nadita. Naditita, en serio. No te enojes, ya voy. En serio, Beto. Mira, Migue, luego me cuentas, ¿sí? Ando apuradísima, después me platicas todo.
Lo cierto es que ni susto le dio. Más bien, no lo creyó. Lo dejó guardado en el último recoveco de la consciencia. Seguro era otro invento de Miguel para llamar la atención. Lo curioso era que papá no llegaba a dormir de un tiempo para acá. En ese momento, el tiempo se montó en un columpio vertiginoso. Mamá tenía novio y el pasaporte estaba sobre la mesa de noche.
La energía estática de la tarde se tensa. El aguacero se desborda sobre el domo y las sombras que se extendían sobre el corredor se desdibujan. La noche entra, pero tiene la delicadeza de hacerlo con pasos lentos. Jana se siente como ese tarro de galletas que se le deslizó entre las manos cuando tenía cuatro o cinco años. Al estrellarse contra el piso, quedó hecho cachitos y dejó migajas incomibles. Respira apresuradamente. Abre la boca para dejar que el aire entre al cuerpo. Suda. Las sienes palpitan. Pasa los ojos por la habitación desalojada. El escalofrío que la recorre es demasiado rápido. Se lleva las manos a la cabeza.
Las maletas están tan cerradas, listas para salir de la casa.
Sientes que el piso se resquebraja sin rechinar. Se empieza a despegar lo que estuvo adherido ahí por tantos años. La orilla de la cama ya no será el lugar en te sentaba para peinarte antes de salir al jardín de niños. El escalón del baño ya no será el banquito donde la veías pintarse los labios. El sillón no será el espacio para ver juntas la tele envueltas en la cobija de puntitos. La ventana no dibujará la silueta que te espera por las noches y te despide al salir de casa. Mamá se va. Se va, tomada de la mano de alguien más.
En las maletas se meten todos los días y noches que la viste leer. Aquella vez que la oíste tararear una canción y salió con una sonrisa que no le cabía en el rostro. Todos se deslizan al interior se revuelven y se convierten en el equipaje que saldrá por la puerta. También está esa ocasión en que mamá se puso vestido. Casi la puedes ver: bajó los escalones de dos en dos. Chocó contigo en la escalera. Te dio un beso apresurado. Corrió ligera a la calle a pesar de los tacones y subió a un auto sin voltear atrás. La ráfaga que dejó al salir olía a naranjas y jazmines. Al volver venía impregnada a lavanda y vetiver. Volvió feliz. Nunca más la viste cabizbaja ni despeinada. Regresaron las épocas del salón de belleza, de manicure impecable, del buen humor y las miradas alegres. La viste reírse sin motivos, no para agradar, como era su costumbre, sino diferente. Recordando.
No le puedes reclamar, trató de decírtelo. Sabes que no le abriste la puerta, que no le has dado oportunidad de contarte. Llevaste la cosa al límite. Ya se va. No se ha podido despedir. Migue lo hizo mejor. Le dio espacio. Escuchó. Por lo menos la escuchó. Los llevará al aeropuerto. Los dejará en la salida de embarque. No puedes decir que no te invitaron y la verdad quisieras ir. El tiempo pasó tan rápido, ¿creíste que faltaban más días para la fecha o más bien, creíste que nunca iba a llegar el día?
Te dan ganas de repetir esa comida que le invitaste hace años, para festejar el día de las madres. Ella lloró al abrir el regalo que le diste: el suéter azul que ella te enseñó en el escaparate. Aunque las lágrimas te conmovieron, no pudiste evitar las ganas: ¿Ya vas a llorar otra vez? Ella se sonó la nariz y se rio, para agradar. Para agradarte. ¿Habrá metido el suéter a la maleta? La viste elegir con cuidado, separar lo que se llevaría y lo que no cabía. Te preguntó si querías algo, no mostraste interés. Metió muchas cosas en bolsas negras de plástico y se las regaló al señor que recoge la basura. La viste cerrar las tapas y sentarse sobre las maletas para correr el cierre. No cabe un alfiler más.
Quisieras ser la sombra que se acaba de desvanecer para meterte en la alforja lateral de la maleta. Quisieras quedarte ahí, quietecita, esperando, sin importarte que el minutero avance a pasos de tortuga. Quisieras poder detener el segundero o regresar las manecillas del reloj. Quisieras no tenerle miedo a la oscuridad. Quisieras dejar de temblar tan fuerte. Quisieras que las lágrimas no salieran. Quisieras poder decir adiós. Quisieras irte con ella.