Al poco de comenzar la narración de Si esto es un hombre, Primo Levi recibe de sopetón la primera bofetada. El golpe, más que dolor, le causa un inesperado estupor: ¿cómo es posible golpear a un hombre sin cólera? De las muchas preguntas que quedan sin respuesta en su trilogía sobre Auschwitz, esta es una de las más inquietantes.
A lo largo de los tres libros, Primo Levi no resolverá el enigma, porque tal vez no haya enigma alguno que resolver, pero sí dejará constancia de su absoluta y radical facticidad. He ahí lo real, he ahí lo racional, he ahí lo existente. En efecto, no solo no hubo milagros en los campos de exterminio, sino que, para los allí encerrados, cada segundo dejó de ser una pequeña puerta, pequeña y hermosa puerta benjaminiana, por donde podía entrar el Mesías. Muy por el contrario, cada segundo no representó sino la constatación de una evidencia.
Y no, por cierto, la relativa a la muerte de Dios, cuyo entierro se había celebrado mucho antes. Aunque, quién sabe, acaso sí relacionada con las consecuencias de esa muerte prematura: la evidencia de que los hombres golpeaban y pegaban, en aquella situación como en otras muchas, a otros hombres sin estar encolerizados, sin mostrar siquiera el mínimo atisbo de odio. Se pega y punto. El hecho bruto, impersonal, perfectamente caracterizado por ese “se”. Como dijo Aranguren una vez, y ni siquiera es seguro que le hubieran preguntado nada previamente: en la guerra se está. No hay más. Y la patria del hombre es haberse ido...
¿Cómo es posible pegar a un hombre sin sentir cólera hacia él? Desde Primo Levi hemos avanzado mucho en este tema. No es que hayamos progresado o hayamos dejado de progresar en cuestiones de “urbanidad”. No es eso. El avance radica en haber asumido la realidad, lo que es, el dichoso Faktum, que no es el hecho moral, como pensaba Kant, sino el hecho de que se golpea y ni siquiera desde la cólera. El cine y el arte, en particular, han jugado un papel fundamental en dicho avance. Ahí está el gran Haneke, sin ir más lejos. Y no solo sus Funny Games, Maia, no solo sus Funny Games.
(Pero Maia no me hace caso. Tiene diez días de vida y apenas abre los ojos. Salió del vientre prematuramente, al parecer, como Dios, solo que al revés. La miro. No me importa que no me haga caso. Es una oyente extraordinaria, se ha convertido en mi más apreciada interlocutora, por completo exenta de esa insufrible manía cada vez más extendida de interrumpir por interrumpir, interrumpir a lo Dostoievski, haciendo aspavientos como un loco, como si a uno le estuviesen apretando el pecho con una prensa hidráulica y le fuese la vida en ello, y solo para repetir lo que ya se había dicho o, en el mejor de los casos, soltar barrabasadas. No, Maia es buena, muy buena. No dice nada. A no ser que tenga hambre, claro. Ayer le hablé de Hegel y, al poco rato, se puso a chillar como alma en pena. Se me humedecieron los ojos de la emoción: mi sobrina, tan pequeña, y no soporta a Hegel, es ya antihegeliana antes incluso de saber leer. Ese es el camino. Y entonces entró la madre y dijo que gritaba porque tenía hambre. Qué decepción...)
No se trata de volver a sacar el fantoche de Camus, con perdón. El extranjero que se quede en la estantería. Una vez un señor rescató la palabra “existencialismo” para componer una crítica ñoqui de un film de Haneke, acompañándola (aunque esto no es seguro, tal vez lo hayamos imaginado por deformación profesional) de otro ilustre vocablo: “humanismo”. El crítico de cine utilizaba ambos conceptos en tono elogioso, creo. Vamos, que estaba aplaudiendo la película del director austríaco. Ya lo dijo el clásico: cuídate de según qué elogios. En cualquier caso, a Haneke le faltó agilidad para salir a la palestra en plan Heidegger y gritar aquello de “mi cine no es un humanismo”. Aunque a lo mejor sí lo es, o así lo cree Haneke, quién sabe. Por lo demás, es bastante improbable que Haneke tenga conocimiento de todas las reseñas y críticas sobre sus películas a lo largo y ancho de este viejo, pérfido e inocente mundo.
Le comento todo esto a Maia de un tirón, mientras vemos juntos las Olimpiadas. Después se la llevan y me quedo solo contemplando atletas que llevan la cólera en los ojos o entre los dientes, historias de superación que, me dicen, acaban como Cenicienta, héroes que tras rozar el Olimpo con las yemas de los dedos se hundieron en su ocaso cochambroso para renacer cual ave Fénix y volver a ser la viva imagen del triunfo.
Cuántos se habrán quedado en el camino, pienso. Cuántos ocultarán un reverso menos brillante. Cuántos cometerán un error y serán vilipendiados en el futuro, o compadecidos, o vilipendiados y compadecidos al mismo tiempo. Contemplo rostros serios, circunspectos, cuerpos magullados, heridos. Me quedo patidifuso ante esa nadadora de otro planeta, gélida, sin afectos, que se mueve entre el agua y el cloro con la elegancia emocional de los dedos de Satie sobre el torso de su amante. Contengo la respiración cuando el mejor nadador de todos los tiempos se lanza a la piscina y vuelve a bailar sobre la tumba deportiva de sus rivales. Salto de alegría porque el corredor más grande del universo universal llega primero a la meta por enésima vez. Me caigo de espaldas al ver la irrupción de la prima pequeña de Supergirl, que se pone a dar saltos paranormales con la determinación de un ángel al que hubiese picado una tarántula.
Y, más que nada, me maravillo delante de las formas y los fondos de esos cuerpos divinos, con bíceps inflamados, piernas de mirmidón, hombros de amazona, pero también cuerpos extraños, imposibles, donde se ha desarrollado solo una parte, unos cuantos músculos, dejando al resto como en una agonía de Barroco español, y también los cuerpos escuchimizados, en los que se visualiza de un modo inaudito las exigencias de una pasión loca (“quien se pierde en su pasión ha perdido menos que quien pierde su pasión”, Kierkegaard), de esas niñas a las que todavía no se les han caído los dientes de leche y son capaces de hacer cosas que ya quisiera para sí el dueño de la piedra filosofal.
Compiten entre ellos, se enfrentan, unos pocos vencen y pierden los más. Y yo estoy allí esperando. Quiero ver en ellos la cólera que no había en el Lager. La cólera que siempre se necesita contra la propia época que le toca vivir a uno. Descubrir la cólera que hace más sólida la fraternidad, más duradera la amistad. La cólera, las risas y los llantos que faltaban en Auschwitz (lo dice Primo Levi: no se reía en los campo de exterminio y, a partir de determinado momento, tampoco se lloraba, no porque se decidiese resistir o afrontar un destino inevitable, sino porque, despejados de zapatos, ropa, pertenencias, gustos, deseos, despojados de todo, incluso de las lágrimas, llorar se acababa convirtiendo en algo tan imposible para el hombre del Lager como volar) y que están presentes, durante los recreos, en los patios de colegio de todo el mundo. Aunque es entre el público donde verdaderamente reina una brutal cólera de Aguirre. Ya presintió Lorca que el público puede ser una hidra de cien cabezas. Así lo pagó.
Gigantes o enanos, los atletas son todos niños. Impera en ellos ese punto superficial que hizo grandes a los griegos, a su cultura y su arte. Así son, porque así tienen que ser. Porque así lo quiere la sociedad. Porque así es nuestra sociedad. Aunque es difícil no entristecerse ante lo que se les viene encima al caer el telón. Es ley de vida que se vayan quemando etapas y se vea cada vez más cerca el momento de la retirada. Quizá pocos atletas y deportistas conozcan el adagio griego (a quien los dioses aman, muere pronto), aunque muchos lo intuyen y todos, en secreto, lo desean. Pero pronto comprenderéis que tampoco vosotros fuisteis amados por los dioses.