-No te vayas a volver perico mijito – me decía aquel viejo, en uno de esos tantos días veraniegos que yo pasé con él de niño, extendiendo su mano hacia mí y acariciándome con el vigor de la brusquedad amorosa.
-Dame acá las guayabas – se refería a las guayabas del hermoso perico de nuestra casa, del cual se me antojaba muchísimo su frutita fresca amontonada bajo su jaula, por eso toda la vida trataba de quitársela.
-Pero “papi”, saben ricas y tengo hambre. La abuelita le mandó todas a Mariano –Así llamábamos al periquito.
-Si mijito, pero yo soy campesino, no médico como tu tía. Si te comes las guayabas de Mariano te vas a volver perico y no voy a saber curarte – me decía de manera muy convincente.
-Pero yo quiero una guayaba aunque sea –seguía insistiéndole tontamente, casi haciendo un berrinche.
-Si Mariano ya estaba comiéndosela, hijo, y se la quitas, seguro te van a salir alas y pico… Mira, el Señor nos alimenta a todos, pero no a todos les ha dado la inteligencia que a ti te ha dado. Por eso debemos de cuidarlos y de entregarles la comida que Él les ha prometido. Entonces el gran Señor ha sido bueno contigo, porque te ha confiado la comida de este animalito. Aprende que si se te concede alimento mijito, debes dárselo a quien lo necesite, porque absolutamente todo lo que tenemos viene de su mano… y solo de su mano…
-¿Y entonces… dices que me van a salir alas “papi”?...
El hombre más humano y erudito que he conocido en toda mi vida jamás hizo carrera universitaria, vamos, ni siquiera tuvo la secundaria hecha. Solamente sabía escribir, pero en lo que a mí respecta, poseía una mente matemática y una agilidad mental tan impresionantes que no se merecieron la oscuridad de nunca haber probado su erudición en las mieles de una ciencia, al menos. Me asombraba mucho su enorme capacidad de efectuar complicados cálculos con la mente como su única herramienta, de ejecutar operaciones aritméticas tan avanzadas, que ni en mis mejores momentos de lucidez yo he podido lograr resolver, a la velocidad que él lo lograba; tan fácil y tan natural lo hacía, que parecía (sin darse cuenta) palpitaban los números y las ecuaciones en su piel. Y qué decir de su increíble planteamiento, deducción y resolución de los problemas caseros ingenieriles, exageradamente mundanos seguro pensarán, pero no por ello menos complejos e importantes. Lo mismo sabía de electricidad, que de albañilería, de mecánica o de plomería; doctor eximio en las labores de un auténtico varón señor de su castillo (y que deberíamos todos los varones saberlas, sin reparo) aunque lo mejor, y lo que siempre quise aprenderle a ese hombre era su magna sabiduría en leer el cielo y las estrellas, en hablar con el frío y el aire durante las madrugadas cuando, a manera de ritual, se paraba de la cama durante el alba para debatirle a la naturaleza propia el entendimiento del Universo. Probablemente de ningún modo llegue a aprenderle esa sapiencia, aunque su sangre corra por mis venas.
“El Sol se ve cada día igual ¿no hijito? Las estrellas jamás cambian. En todo ese espacio, el tiempo parece que no pasa, no se va…solamente parece que nos vamos nosotros, nuestros padres, abuelos, y tatarabuelos, todos los seres humanos, y la Tierra entera se va. Pero yo estoy seguro que hay algo infinito, algo gigantesco que sostiene al tiempo y a todo lo que nos rodea… ¿Te imaginas cómo será ya no estar en el mundo?...”.
Ciertamente las interrogantes cósmicas comienzan en nuestro interior, en algún momento nos volvemos juiciosos de nuestros propios pensamientos y de la luz añeja de los astros, que ha tardado millones de vidas en atravesarnos las pupilas, pero cuando llega finalmente, nos despierta a ese grado sumo de conciencia, del cual ya no hay regreso. Creo firmemente que eso le sucedió a este hombre más pronto que tarde en su propia substancia. Y mucho más lo creo por los sucesos tan extraordinarios que le ocurrían a diario y le seguían como su sombra.
Incontables veces platiqué a solas con él, y mis oídos se poblaban con cuentos y sucesos que me iba relatando cada vez más fantásticos; historias de su hogar, sus sufrimientos, tradiciones antiguas, leyendas, muertes, refranes, máximas e intermedios y un sinnúmero de memorias sobre sus encuentros mágicos y testimoniales con la dimensión sutil. Esas narraciones donde duendes, lugares encantados, objetos mágicos, los tesoros, seres antropomorfos, aluxes, hadas, brujas y nahuales, tan asombrosamente comunes para las personas de aquellas épocas, son los protagonistas que todavía irrumpen en mi mente, y de manera insondable moldearon mi esencia influyendo intensamente en mi devenir por la tierra.
“Cuando vayas a visitar mi pueblo mijito y te internes en el campo, reverencia con vehemencia al Chaneque y camina siempre guardando mucho respeto; él es el guardián del agua, del pasto y los animales. Si no lo haces así, te perderás en su dominio, notarás que llegas a un reino donde habitan animales “peligrosos e imposibles” y no podrás salir; solamente una oración a la Virgen Poderosa con toda tu “fe” mientras masticas una hoja de la yerba del diablo, (que por suerte te llegases a encontrar) te salvarán y mostrarán tu camino de regreso…si él te lo concede, claro...”.
Quizá lo que me asombraba más, era que se consideraba a sí mismo como un “burro” sin educación. No era falsa modestia, no necesitaba de esas hipocresías. Y aunque nunca fue a la escuela, como podrán darse cuenta no era para nada un burro, ni un pelo si quiera. Todo lo contrario.
Quedó huérfano a una muy muy tierna edad, deduje por los recuerdos que me llegó a contar, junto a 6 hermanos que no podían procurarle nada siendo unos niños casi como él. Y para estar sin nadie cuidándote, más que tú, viviendo en el campo de nuestro México en los años de 1920, tu corazón y tu alma deben ser igual de duros a la coraza de un inmenso buque, pues tu propia subsistencia te exige condiciones y niveles de supervivencia que obligadamente estarás dispuesto a afrontar.
A las 4 de la madrugada, cuando un nuevo día se asomaba por esa tierra, cuyo nombre era de “Las Maravillas” (dato real) en el estado de Hidalgo, él se levantaba del lugar donde hubiera podido tenderse, lo mismo fuera una pila de paja, o un montón de piedras amontonadas, y salía al campo, llevando a los becerros, ovejas y vacas de sus patrones a pastorear; otras veces a lazar caballos y otras tantas a sembrar o recolectar frutos y semillas de los huertos y las milpas. Con esas actividades para nada cómodas, apenas podía alimentarse junto a algunos de sus hermanos.
Así cada día, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros y la luz del sol lo despertaban; entonces se iba al campo con sus animales, caminando pueblos enteros con los pies descalzos y quitándose a la fuerza, el temor de topar con la temida cascabel, porque sin saberlo, ese potente animal diariamente lo acechaba con su mordedura venenosa, a través de la hierba en su camino, y el peligro de perder una extremidad, debido al veneno de la víbora, suponía ya no poder sobrevivir, por no ir a trabajar con normalidad.
Vivió de esta escasez mucho tiempo dicho hombre, pero como sucede a los grandes individuos, con todo y contra todo, logró crecer y convertirse en un esposo y padre amado, porque a su lado y para siempre, se hizo compañero de una inmensa mujer a quien amaba infinitamente y con quien compartió todos sus secretos, junto a una pequeñísima dote, (pero suya enteramente), producto de su esfuerzo y el deseo indestructible de vivir. “Guerrero” y “Marisa” el nombre de esos abuelos, “analfabetos” uno y otro.
Ergo, y aunque lo único que debió preocuparles invariablemente dada su realidad tan precaria era mantenerse vivos, sus almas compasivas y sus corazones tan claros como el agua más pura y cristalina, de ningún modo les permitieron culpar u odiar a nadie por su situación. Es digno de reconocer la estoicidad de la vida tan recta que llevaban; no comparándose frente a nadie o sintiéndose mejores que otros. Y muchísimo menos, renegar o blasfemar contra ese ser superior en quien depositaron la propiedad de toda su existencia, al cual lejos de encomendársele cotidianamente demandando su cuidado y compasión (como la gente popular que conozco, engañada tontamente por una espiritualidad vacía y falsos golpes de pecho, con una Iglesia, religión o creencia ilusorias y carentes de sentido), lejos de pedirle librarlos de su difícil entorno atado a la tierra y obligados a utilizar a un nivel infrahumano, la fuerza de sus pies y de sus manos, a cambio de un salario que solo merecería el nombre de miserable; lejos de orarle textos vilipendiados por una malsana y cumplida rutina, repetida hasta el cansancio; le amaron(aman) profundamente más que a nada en este mundo, más que a su ojos, incluso más que a su propia vida.
Mil veces mejores que el propio Job, diría yo.
Nosotros los seres cultos y civilizados que nos jactamos de ser, tachamos a esa clase de amor y a esa fe, (dependiendo de las ocasiones o de nuestra propia presunción) de: “falsedades, ignorancia, incredulidad, atraso; cosas inexistentes inventadas por gente tosca, sucia y pobre”.
Pobre… recuerdo hace algunos años a un amigo mío (“MPhil in International Relations and Politics” por la Universidad de Cambridge, por cierto) regresando de la selva amazónica. Un día, por cuestiones traumáticas diría yo, decidió irse con los nativos sudamericanos a vivir experiencias sublimes, me dijo, a clarificar su mente y sobre todo para tener un particular encuentro con la misteriosa Ayahuasca, la planta maestra símbolo del linaje de los “Mutsabaras” sudamericanos y su herencia hacia el mundo; según dicen esa planta es capaz de curar cualquier enfermedad del cuerpo y de la mente, le llaman la soga del muerto por conectarte directamente con el otro mundo. De manera muy curiosa me comentó lo siguiente sobre su viaje: “descubrí que hay una clase de pobreza no material (y mucho mayor en serio), sufrida por aquellos que pudiendo mirar hacia los astros (o hacia ellos “que es igual”) y no teniendo la vida de pesadilla que han sido las de otros, carecen de esa gracia última y suprema; dicha gracia te permite maximizar tu espíritu en un orden impecable. Y peor resulta que ni siquiera intentan buscarla, aunque ella se encuentre muy cerca, dentro de sí mismos. Están cegados por la ajustada mente, a la que no dominan limitándose a su vulgar habilidad de percibir lo que la percepción común puede captar, (incluso a la que creen extenderle su razón con el “estudio”) y a la que ingenuamente le encargan entregue respuestas a vicisitudes, para las que no estará capacitada nunca”.
Nuestra falla consiste buscar cosas convenientes, explicaciones que se ajustan a nosotros o al mundo. Pero la mente racional a veces, no da para más.
“Hijo, recuerda que Él está contigo no importa lo que suceda, jamás lo olvides. Jamás lo pierdas. Puedes olvidarte de mí si quieres, pero que tu fe permanezca siempre inquebrantable. Él lo es todo. Él es la vida y Él es la muerte, es el vacío y es el lleno, es la oscuridad y también es la luz; está arriba y abajo, adentro y afuera; en el centro y en la periferia... acuérdate de eso, oblígate a hacerlo… cuando yo ya no esté aquí por favor...”.
Como si de una revelación se tratara, esa frase de mi abuelo me acabaría recociendo las entrañas y únicamente muchos años después de oírla entendería un poco de lo que significaba.
No importa lo que yo tenga en mi vida, de qué manera la viva, o cómo sea yo en ese proceso. Con el tiempo aprendí que no hay una realidad fija y todo es demasiado etéreo. Creemos que lo que ven nuestros ojos es lo real, porque automáticamente nos lo ordena el cerebro y no podemos mirar más allá. Creemos que la felicidad es quedarnos donde uno está, cuando llegas a una meta, cuando conoces el amor, o cuando decimos muy elocuentemente que la felicidad es una decisión y un momento, y por supuesto no queremos movernos de ese sitio. Pero es imposible.
Al final, no importa si la vida es real o no, si sufrimos o somos felices, si llegamos a amar u odiar, si aprendemos o somos unos ignorantes, si dejamos un legado o nos quedamos solos y olvidados; si tenemos razón o no. Lo verdaderamente importante es cuánta fe tenemos, y qué tan fuerte es. Eso decide el futuro y lo ulterior.
Y justo eso es lo malo de mis palabras, de mis creencias y de mis pensamientos; nos fuerzan a sentirnos iluminados, pero cuando damos la vuelta para encarar al mundo, siempre nos fallan y terminamos encarándolo como lo hemos hecho siempre: sin iluminación y sin fe. Por eso aquel viejo precisaba más de actuar que de hablar, tenía esa confianza soberbia de hacerlo porque sabía que su “Ser Supremo” le regalaba cosas inconcebibles. La tristeza y la desdicha pertenecían sólo a aquellos que ignoran al mismo Ser que les da todo.
No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria, el significado de todas las cosas que me enseñó mi abuelo, de esas experiencias y vivencias maravillosas perduradas durante su juventud, y que muchas de ellas tristemente no llegaré a conocer, pero lo mejor y lo más valioso que me pudo dejar ya lo conocen en una certera frase. Tomando en cuenta, que las enseñanzas recibidas, las historias contadas y las cosas vividas pasado ya el tiempo permanecen intactas en mi mente, y que todos los días las siento presentes en mi espíritu, hasta siendo capaz de olerlas a veces, como un delicado y dulce aroma matinal, no he perdido la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de su grandeza; ya que no solo me brindó su cariño, su sabiduría y su paciencia desinteresadamente, sino que me dio el privilegio de proveerme casa, vestido y sustento, de darme una hermosa y feliz vida, cuando mi padre, el que se dice biológico, me abandonara de bebé hace 26 años junto a mi madre.
La querida abuela me dice: “7 generaciones de una familia de campesinos hijo… si a mi papá y a tu abuelo les hubieran dicho que su bisnieto iba a vivir y trabajar en un país extranjero con una profesión hecha y derecha, no se lo creerían…” Se lo debo a él.
Discúlpenme si los cansé desatinadamente con esto que escribí en recuerdo del viejo, muy diferente a lo que normalmente posteo (y a como me comporto); pero decidí temerariamente convertirme por un momento en la voz de los muertos , el particular portavoz del abuelo; contándoles un poco de lo que “mi verdadero padre” habría dicho en persona, con sus propias palabras, pero repleto de total franqueza y candor, sin esconder nada y sin disimular virtudes.
«Esta fue mi miseria y esta fue mi grandeza…».
Gracias, “Emiliano Velázquez Guerrero”. Si te pudiera haber hablado nuevamente…